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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

El bueno, el feo y la bruja (14 page)

BOOK: El bueno, el feo y la bruja
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—Antes sí, pero lo dejé la pasada primavera.

—Creía que no se podía dejar la SI —dijo con la expresión aun más asombrada.

Encogiéndome de hombros me aparté el pelo para que Jenks pudiese aterrizar en su sitio de costumbre.

—No fue fácil. —Seguí su mirada que se fijaba en el frente de la sala donde la doctora Anders se había puesto en pie.

La alta mujer daba tanto miedo como recordaba, con su cara delgada y alargada y una nariz que no estaría fuera de lugar en la representación de una bruja en la época anterior a la Revelación. Aunque no tenía verruga ni era verde. Hizo valer su puesto de titularidad y logró la atención de la clase simplemente levantándose. El temblor había desaparecido de sus manos al coger un taco de papeles.

Se bajó las gafas de montura metálica hasta la punta de la nariz e hizo ostentación de estudiar sus notas. Apostaría cualquier cosa a que las gafas tenían un hechizo para ver a través de encantamientos de líneas luminosas, además de corregir su visión y deseé tener las agallas para ponerme las mías y comprobar si usaba magia de líneas luminosas para parecer tan poco atractiva o si era todo suyo. Un suspiro estremeció sus estrechos hombros cuando levantó la vista y su mirada se fijó directamente en la mía a través de sus gafas hechizadas.

—Veo —dijo con una voz que me produjo repelús—, que tenemos una cara nueva hoy.

Le dediqué una falsa sonrisa. Era obvio que me había reconocido, pues su cara se arrugó como una ciruela seca.

—Rachel Morgan —dijo.

—Aquí —dije con voz monótona. Un atisbo de fastidio cruzó su expresión.

—Ya sé quién es. —Repiqueteando con sus tacones bajos se acercó a mí. Se inclinó hacia delante y miró a Jenks detenidamente—. ¿Y quién es usted, señor pixie?

—Eh, Jenks, señora —tartamudeó él moviendo irregularmente las alas hasta enredarlas en mi pelo.

—Jenks —dijo ella con un tono rozando lo respetuoso—. Me alegro de conocerle. Usted no está en mi lista de clase. Por favor, márchese.

—Sí, señora —dijo Jenks, y para mi sorpresa el habitualmente arrogante pixie saltó de mi pendiente—. Lo siento, Rachel —dijo suspendido en el aire frente a mí—. Estaré en la sala de la facultad o en la biblioteca. Puede que Nick esté todavía trabajando.

—Vale. Ya te buscaré luego.

Jenks inclinó la cabeza en dirección a la doctora Anders y salió volando por la puerta que seguía abierta.

—Lo siento —dijo la doctora Anders—, ¿acaso mi clase interfiere con su vida social?

—No, doctora Anders. Es un placer verla de nuevo.

Se echó hacia atrás ante mi leve sarcasmo.

—¿Ah, sí?

Por el rabillo del ojo veía a Janine con la boca abierta de par en par. A los que alcanzaba a ver del resto de la clase estaban igual. Me ardía la cara. No sé por qué esta mujer me había cogido manía, pero lo había hecho. Con los demás era como un cuervo hambriento, pero conmigo era un tejón voraz.

La doctora Anders dejó caer sus papeles en mi mesa con un fuerte golpe. Mi nombre estaba rodeado por un grueso círculo rojo. Sus finos labios se tensaron casi imperceptiblemente.

—¿Por qué está aquí? —preguntó—. Hace dos clases que empezó el cuatrimestre.

—Todavía estamos en la semana de altas y bajas —le rebatí sintiendo como se me aceleraba el pulso. Al contrario que Jenks, yo no tenía problemas para enfrentarme a la autoridad. Aunque visto lo visto, la autoridad siempre ganaba.

—Ni siquiera sé cómo ha logrado obtener la aprobación para entrar en esta asignatura —dijo cáusticamente—. No tiene ninguno de los prerequisitos.

—Han convalidado todos mis créditos y me contaron un año por experiencia profesional. —Era verdad, pero Edden era la verdadera razón por la que había podido colarme en una clase de nivel quinientos.

—Me está haciendo perder el tiempo, señorita Morgan —dijo—. Usted es una bruja terrenal. Creí que se lo había dejado bien claro. Usted no posee el control para trabajar con líneas luminosas más allá de lo necesario para cerrar un modesto círculo. —Se inclinó sobre mí y noté que me subía la tensión—. Voy a suspenderla más rápido que la última vez.

Inspiré para calmarme mirando el resto de caras conmocionadas. Obviamente nunca habían visto esta faceta de su amada profesora.

—Necesito esta clase, doctora Anders —le dije sin saber por qué intentaba apelar a su atrofiada compasión; salvo porque si me echaba, puede que Edden me obligase a pagar la matrícula—. He venido a aprender.

Ante eso, la irascible mujer recogió sus papeles y se retiró a la mesa vacía tras ella. Recorrió la clase con la mirada antes de volver a fijar la vista en mí.

—¿Está teniendo problemas con su demonio?

Varias personas en la clase dieron un grito ahogado. Janine físicamente se apartó de mí. Maldita mujer, pensé, tapándome con la mano la muñeca. No llevaba aquí ni cinco minutos y ya me había granjeado la antipatía de toda la clase. Tenía que haberme puesto una pulsera. Apreté la mandíbula y empecé a respirar más rápido buscando una respuesta.

La doctora Anders parecía satisfecha.

—No se puede ocultar totalmente una marca de demonio con magia terrenal —dijo elevando la voz con tono de estar explicando una lección—. Se necesita magia de líneas luminosas, ¿para eso está usted aquí, señorita Morgan? —se burló.

A pesar de estar temblorosa me negué a bajar la vista. No lo sabía. No me extraña que mis encantamientos para ocultarla nunca funcionasen más allá de la puesta de sol.

Sus arrugas se marcaron más al fruncir el ceño.

—La clase de Demonología para practicantes modernos del profesor Peltzer es en el edificio contiguo. Quizá debería excusarse y ver si no es demasiado tarde para cambiar de asignatura. Aquí no tratamos con artes negras.

—No soy una bruja negra —dije en voz baja, temerosa de que si alzaba la voz, empezaría a gritar. Me subí la manga para dejar ver mi marca de demonio, negándome a avergonzarme por ello—. Yo no llamé al demonio que me hizo esto. Tuve que luchar contra él.

Respiré lentamente sin atreverme a mirar a nadie, y menos a Janine, quien se había alejado de mí todo lo que había podido.

—Estoy aquí para aprender a mantenerlo alejado de mí, doctora Anders. No pienso asistir a ninguna clase de Demonología. Me da miedo.

Las últimas palabras surgieron como un susurro, pero sabía que todos lo habían oído. La doctora Anders parecía desconcertada. Me sentía avergonzada, pero si con eso la mantenía alejada de mí, habría sido una vergüenza bien empleada.

Los pasos de la mujer resonaron con golpes secos al alejarse hacia el frente de la sala.

—Váyase a casa, señorita Morgan —dijo mirando ala pizarra—. Sé por qué está aquí. Yo no he matado a ningún antiguo alumno y me ofende su acusación tácita. —Y con ese agradable pensamiento se giró, deslumbrando a la clase con una sonrisa forzada—. El resto de la clase, ¿podéis por favor guardar vuestras copias de los pentagramas del siglo dieciocho? Haremos un examen sobre ellos el viernes. Para la semana que viene quiero que leáis los capítulos seis, siete y ocho de vuestro libro y que hagáis los ejercicios pares al final de cada uno. ¿Janine?

Al oír su nombre, la mujer dio un respingo. Estaba intentando echarle un buen vistazo a mi muñeca. Yo seguía tiritando y los dedos me temblaban al escribir los deberes.

—Janine, tú deberías hacer también los ejercicios impares del capítulo seis. Tu control al liberar la energía almacenada de las líneas luminosas deja mucho que desear.

—Sí, doctora Anders —dijo pálida.

—Y ve a sentarte con Brian —añadió—. Aprenderás más de él que de la señorita Morgan.

Janine no vaciló. Antes de que la doctora Anders hubiese siquiera terminado, recogió su bolso y su libro y se cambió a la mesa de al lado. Me quedé sola, sintiéndome fatal. El rotulador prestado junto a mi libro parecía una galletita robada.

—También me gustaría evaluar vuestros vínculos con vuestros familiares el viernes, ya que a lo largo de las próximas semanas empezaremos una sección sobre la protección a largo plazo —continuó diciendo la doctora Anders—. Así que por favor, traedlos. Llevará algún tiempo ir uno por uno, así que aquellos cuyo apellido esté al final por orden alfabético puede que tengan que quedarse un poco más tarde de la hora habitual de clase.

Hubo una queja de cansancio por parte de algunos estudiantes y carecían de la jovialidad que normalmente mostraban. Se me cayó el alma a los pies. No tenía un familiar. Si no conseguía uno para el viernes, me suspendería. Igual que la otra vez.

La doctora Anders me sonrió con la calidez de una muñeca.

—¿Algún problema con eso, señorita Morgan?

—No —dije inexpresivamente y deseando colgarle los asesinatos a ella, los hubiese cometido o no—, ningún problema en absoluto.

8.

Afortunadamente no había cola cuando paramos frente a Pizza Piscary's en el coche de incógnito de la AFI conducido por Glenn. Ivy y yo salimos del coche en cuanto se detuvo. No había sido un trayecto muy agradable para ninguna de nosotras. Aún recordaba vividamente como me había tenido sujeta contra la pared. Su actitud había sido muy extraña esta noche, poco animada pero nerviosa. Me sentía como si fuese a conocer a sus padres. Bueno, de alguna manera supongo que era así. Piscary era el remoto fundador de su estirpe de vampiros vivos.

Glenn bostezó mientras salía lentamente del coche y se ponía la chaqueta, pero se despertó lo suficiente como para espantar a Jenks, que revoloteaba alrededor de su cabeza. No parecía en absoluto preocupado por entrar en un restaurante estrictamente para inframundanos. Estaba claro que era un resentido. O quizá fuese de aprendizaje lento.

El detective de la AFI había accedido a cambiar su rígido traje por unos vaqueros y una camisa de franela descolorida que Ivy tenía guardados en el fondo de su armario dentro de una caja etiquetada en rotulador negro desvaído como «restos». Le quedaban a la perfección y no quise preguntar de dónde habían salido ni por qué tenían varios rasgones remendados esmeradamente en lugares poco comunes. Una chaqueta de nailon ocultaba el arma que se negó a dejar en casa, aunque yo sí hubiese dejado la mía. Resultaría inútil contra una sala llena de vampiros.

Una furgoneta entró en el aparcamiento y ocupó un espacio libre al fondo. Mi atención pasó de ella a la bien iluminada ventanilla para la recogida de comida. Mientras observaba salió otra
pizza
y el coche arrancó y fue dando bandazos hasta la calle, acelerando con una rapidez que denotaba un motor potente. Los repartidores de
pizza
ganaban un buen dinero desde que se unieron para reclamar una paga por peligrosidad.

Más allá del aparcamiento se oía el chapoteo del agua contra la madera. Largos haces de luz centellaban sobre el río Ohio y los edificios más altos de Cincinnati se reflejaban en las láminas de las lisas aguas. Piscary's estaba en la ribera del río, en medio de la franja más lujosa de clubes, restaurantes y locales nocturnos. Incluso tenía un atraque para que los clientes que viajaban en yate pudiesen amarrar… pero tan tarde sería imposible conseguir una mesa con vistas al muelle.

—¿Lista? —dijo Ivy alegremente acabando de ajustarse su chaqueta. Vestía como siempre su chaqueta de cuero negro y una camisa de seda que le daban un aspecto desgarbado y rapaz. El único color en su rostro era el del lápiz de labios rojo vivo. Al cuello llevaba una cadena de oro negro en lugar de su habitual crucifijo… que se había quedado en su joyero en casa. La cadena hacia juego con sus tobilleras a la perfección. Incluso se había pintado las uñas con una laca transparente para darles un sutil brillo.

Las joyas y la pintura de uñas no eran algo habitual en ella y tras verla decidí ponerme un brazalete ancho de plata en lugar de mi habitual pulsera de amuletos para cubrir con él mi marca de demonio. Era agradable arreglarse para salir e incluso intenté hacer algo con mi pelo. El resultado, rojo y encrespado, parecía casi intencionado.

Me mantuve un paso por detrás de Glenn, que se dirigía ya hacia la puerta principal. Los inframundanos se mezclaban libremente, pero nuestro grupo era más extraño de lo habitual y esperaba entrar y salir de allí rápidamente con la información que habíamos venido a buscar antes de que llamásemos demasiado la atención. La furgoneta que aparcó después que nosotros era de un grupo de hombres lobo que sonaban cada vez más escandalosos, mientras se nos acercaban.

—Glenn —dijo Ivy al llegar a la puerta—, mantén el pico cerrado.

—Lo que tú digas —contestó el agente antagónicamente.

Arqueé las cejas y di un cauteloso paso atrás. Jenks aterrizó en uno de mis grandes pendientes de aro.

—Esto se va a poner interesante —dijo riéndose por lo bajo.

Ivy agarró a Glenn por el cuello, lo levantó y lo arrojó contra la columna de madera que aguantaba el toldo. El sobresaltado agente se quedó helado durante un instante para después lanzar una patada dirigida al estómago de Ivy. Ella lo dejó caer para evitar el golpe. Con rapidez de vampiro, lo volvió a recoger y lo arrojó de nuevo contra el poste. Glenn gruñó de dolor y se esforzó por recuperar el aliento.

—¡Uuuhh! —vitoreó Jenks—. Eso le va a doler por la mañana.

Yo sacudía nerviosa el pie y miraba a la manada de lobos.

—¿No te podrías haber encargado de esto antes de salir? —me quejé.

—Escúchame, pimpollo —le dijo Ivy con calma a la cara—, vas a mantener el pico cerrado. No existes a menos que yo te haga una pregunta.

—Vete al infierno —logró decir Glenn mientras que se ponía cada vez más rojo bajo su oscura piel.

Ivy lo elevó un poquitín más y él gruñó.

—Apestas a humano —continuó diciendo y sus ojos se volvieron negros—. Piscary's es solo para inframundanos, o para humanos sometidos. La única forma de que salgas de aquí de una pieza y sin mordiscos es que todo el mundo piense que eres mi sombra.

Sombra, pensé. Era un término despectivo. «Esclavo» era otro. «Juguete» podría ser más exacto. Se aplicaba a un humano mordido recientemente, poco más que una fuente andante de sexo y sangre mentalmente vinculada a un vampiro. Los mantenían sometidos el máximo de tiempo posible. Décadas a veces. Mi antiguo jefe, Denon, se contaba entre ellos hasta que se ganó el favor de quien le proporcionó una existencia más libre.

Con gesto hosco, Glenn se libró de ella y cayó al suelo.

—Vete al cuerno, Tamwood —dijo con voz áspera frotándose el cuello—. Sé cuidarme solo. Esto no puede ser peor que entrar en un bar de sureños en la Georgia profunda.

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