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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El caballero de Alcántara (10 page)

BOOK: El caballero de Alcántara
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Acto seguido, ordenó el heraldo:

—¡Levantaos, novicio de Alcántara!

Echaronme los padrinos el manto blanco sobre los hombros, ciñéronme la espada y calzáronme las espuelas. Mientras, el prior dijo:


Et induat te novum hominem, qui secundum Deus creatus est in justitia, et in sanctitate et veritate. In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amén
.

Uno de mis padrinos, don Francisco de Toledo, me llevó a ocupar el último asiento y me indicó:

—Siempre que os reunáis con otros caballeros de la Orden seréis en todo el último, hasta tanto venga otro a quien por antigüedad precedáis.

Dicho lo cual, me besó en la mejilla y lo mismo hicieron, uno por uno, el resto de los cofrades.

El órgano tronaba allá arriba, con una solemnísima melodía de trompetas que me llegó al alma. Sentí una gran presión en el pecho y, sin que pudiera evitarlo, me brotaron muchas lágrimas. Me acordaba de mi señor padre, pues me habría gustado que estuviera allí en persona presenciando el acto. Pero me consolaba pensar que tuviera licencia del Todopoderoso para verlo desde los cielos.

Acabada la ceremonia, salimos todos del claustro y, desnudadas las espadas y puestas en alto, se gritaron vítores:

—¡Viva el rey! ¡Viva la Orden y Caballería de Alcántara! ¡Viva, viva, viva…!

Según era costumbre, correspondía después celebrar un banquete para festejar el ingreso de los nuevos caballeros. Pero pesaba aún la reciente muerte del príncipe Carlos y el luto debido exigía recato. Así que se sirvió una sencilla colación a base de migas, tocino frito, tasajos y queso, sin que faltara una ración moderada de buen vino.

En torno al mediodía se disolvió la reunión y partieron los freiles que habían de retornar a sus encomiendas. Se sucedieron los abrazos y las despedidas. Se veían alejarse las comitivas por los caminos, en todas direcciones, mientras la campana del convento llamaba a la oración de vísperas.

Concluido el rezo, el prior anunció solemnemente desde su cátedra que esa misma tarde recibiríamos los nuevos caballeros nuestros destinos. Me dio un vuelco el corazón, al presentir que para mí llegaba el final del encierro.

En el austero despacho del prior reinaba la penumbra. La ventana estaba abierta y sólo alumbraba la escasa claridad del ocaso, que brillaba en un horizonte rojo como ascuas en la lejanía de los montes. Penetraban en la estancia los aromas del estío y el dulce rumor de las esquilas de los rebaños de cabras que regresaban a los apriscos.

—¿Estás contento, frey Luis María Monroy? —me preguntó el prior.

—Soy feliz —respondí—. Lo digo sinceramente.

—Me alegro mucho, hijo. ¡No sabes cuánto! Te mereces el honor de pertenecer a esta Santa Orden en la que podrás servir a Dios y a Su Majestad como es menester. ¿Estás dispuesto a saber tu destino?

—Hoy he jurado obediencia a mis superiores y acatamiento de la Regla —contesté sumiso.

—Bien, no hay pues por qué demorarse más. Te diré enseguida lo que se pide de ti. Pero, antes, dime: ¿esperas algo en concreto?

—¿Algo en concreto? No sé a qué se refiere vuestra paternidad…

—Quiero decir que tal vez sueñas con asentarte en una de nuestras encomiendas, servir en el ejército de Su Majestad, permanecer en los dominios de la Orden… Vestir el hábito de Alcántara ofrece muchas posibilidades.

—No sé —dije algo confuso—. Cuando vine aquí no traje ninguna idea previa. Me pareció bien ser caballero, pero no me he planteado nada más. Vuestra paternidad me dirá dónde puedo ser más útil.

—¡Ah, bien, bien! —suspiró—. Mejor que sea así. Veo que no nos hemos equivocado al pensar en tu persona para una misión de altura.

Cuando terminó de decir aquello, el prior se me quedó mirando fijamente a los ojos y permaneció en silencio durante un momento que se me hizo eterno; como si quisiera él escrutar mis pensamientos. Mientras yo era todo impaciencia.

Al cabo, enarcó una ceja y, con semblante muy grave, añadió:

—No se te pide cualquier cosa, hijo. Dios pone en tus manos un negocio ciertamente difícil que confiamos sabrás llevar a buen término. Se trata de una secretísima misión que sólo pueden saber quienes están en ello.

De nuevo se quedó en silencio y una vez más me penetraba con sus agudos ojos.

—Dígame ya de qué se trata, padre prior —le rogué ansioso—. Me muero por saberlo.

—¡Ojalá pudiera decírtelo en este momento! —exclamó un tanto azorado—. Y ésa es la pena, pues ni yo mismo lo sé…

—¿Entonces? No comprendo… ¿Qué he de hacer? —pregunté en el colmo del desconcierto—. ¿Qué misión es ésa?

—Es asunto complejo —contestó circunspecto—. Sólo puedo decirte lo que a mí compete, lo cual es muy poca cosa. Han llegado órdenes desde lo alto a este convento reclamando un servicio de tu persona cuyos detalles son riguroso secreto de Estado. Únicamente puedo revelarte lo que se me pide a mí: que te mande acompañar al comendador frey Francisco de Toledo, tu padrino, a un largo viaje.

—¿A un largo viaje? ¿Con qué destino?

—De momento a Castilla, donde tiene su corte nuestro señor el Rey. Allí sus secretarios te dirán lo que se pide de ti. Y después… ¡Sabe Dios! ¡Oh, hijo, cuánto se espera de nos! No nos dejes mal, Monroy. Ya que ha de ser de mucha importancia la encomienda, de tan alto como llega. Y todo lo bueno que hagas redundará en beneficio de esta orden y caballería. Rezaremos por ti.

—¿Y cuándo he de partir a ese viaje?

—Mañana muy temprano. Nos ordenan que haya premura en todo esto. Por eso irás con frey Francisco de Toledo, al cual llama Su Majestad para encomendarle nada menos que el gobierno del virreinato de las provincias del Perú, allá en las Indias. Aprovecharás el viaje hasta Madrid y allí recibirás tu propio encargo.

—¿Habré de ir a las Indias con frey Francisco de Toledo?

—¡Oh, no! Supongo que no se trata de eso. Pero… no te impacientes. Tómate el asunto con serenidad y fortaleza de espíritu. Según tengo entendido, el propio frey Francisco de Toledo te irá explicando por el camino algunas cosas. Te pongo pues en sus manos. Obedece en todo y está atento a sus consejos. A él le debes la confianza que se deposita en ti, que no ha de ser menuda; él te propuso para esta misión.

—¿Y qué he de llevar a ese viaje?

—Poca cosa: tus armas, tu caballo, el libro de oraciones y el alma muy dispuesta a lo que Dios sea servido pedirte. ¡Él te guarde!

Libro III

De la visita que hizo frey Luis María Monroy

al monasterio de Guadalupe, donde saludó a Nuestra

Señora y de lo que allí aprendió sobre sedas
,

terciopelos y brocados; así de cómo viajó a Segovia

para atender al mandato de Su Majestad
.

Capítulo 14

Hicimos el viaje hacia Madrid por la que llaman la ruta de las buenas posadas, pues se cuentan por el camino once ventas hasta Segovia, en las cuales el viajero puede encontrar el mejor de los acomodos. Pero poco pude gozar de tan afamados alojamientos, porque don Francisco de Toledo resolvió ir haciendo penitencia, en austeridad y silencio, para —según decía— aprestar el ánima y disponerla con el fin de afrontar las importantes encomiendas que nos aguardaban.

—Iremos cual peregrinos —me explicó nada más salir de Alcántara—. Pan, vino y poco más ha de ser nuestro sustento; que ya dice bien el proverbio: que con ellos se anda el camino. Nada de posadas ni de lujos. Pernoctaremos al raso, bajo las estrellas; que es verano y los cielos limpios nos han de mostrar la grandeza infinita del firmamento. Y tampoco conversaremos mientras cabalgamos. Se hablará sólo lo imprescindible. Nos vendrá bien el silencio a ambos para meditar y ponernos a bien con el Todopoderoso. Tú acabas de tomar hábito, lo cual no es responsabilidad menuda, y te aguarda una ardua misión que cumplir. Por mi parte, he de reflexionar mucho acerca de lo que Dios me reserva allá en las Indias. Si no es con su ayuda no podré afrontar tan grande encomienda. Así que a ambos nos resultará este viaje una ocasión oportuna para purgar pecados, haciendo sacrificio y oración mientras vamos de camino. ¿De acuerdo?

—Sea como dice vuestra excelencia —otorgué.

—Bien, pues no se hable más.

Dicho lo cual, cerró la boca y fue como si se desplegara un frío y denso telón entre nosotros. Cabalgábamos a buen paso, delante él, siguiéndole yo. Y en pos nuestro su menguada servidumbre; para ser un caballero tan importante, apenas su ayudante y un par de mozos que le cuidaban las armas, la montura y el ligero bagaje. La parquedad de palabras impuesta en tan reducido grupo de viajeros daba licencia para muy poco: alguna que otra pregunta rápida seguida de una somera contestación, simples gestos de las manos o leves indicaciones con movimientos de cabeza.

En tal adustez de trato, escasa idea podía hacerme yo acerca del ilustre comendador que se había convertido en mi padrino y superior inmediato. Le conocía desde hacía pocos días y mi conversación con él no pasó del saludo inicial, cuando llegó al convento. Ahora, que habíamos de compartir las largas leguas de camino, le daba por ahorrar la plática. Así que me causó una impresión nada agradable. Me pareció de principio un hombre sombrío, de genio áspero, del cual difícilmente podría brotar una frase dulce o amable, menos una lisonja. Ya su presencia resultaba distante: el rostro grave, la barba y el bigote oscuros, veteados por hilos de plata, los ojos pequeños, hundidos, la mirada lejana y algo perdida; delgado, alto, de pálida piel, reconcentrado y de movimientos comedidos. Supuse que se trataba de unos de esos seres impenetrables que rehúsan la cercanía del prójimo.

Avanzábamos en silencio por el camino que discurría al pie de los montes hacia el levante. Los arroyos se veían muy secos, las tierras pardas y polvorientas. En las laderas crecían las jaras, el cantueso que tenía perdidas sus flores y las amarillentas retamas. Las chicharras prestaban su voz al verano severo que parecía agotar la vida bajo el sol implacable.

Más adelante, proseguía el itinerario por parajes muy agrestes, entre tupidos bosques cuya sombra se agradecía. Fuimos adentrándonos en la espesura de castaños, madroños, quejigos y encinas carrascas, subiendo y bajando por las sierras. Después el enriscado camino serpenteaba descendiendo poruña ladera. Entonces mis ojos, al otear la lejanía, descubrieron repentinamente la visión de algo conocido:

—¡Oh, el santuario de Guadalupe! —exclamé llevado por la emoción—. ¡No sabía que pasaríamos por aquí!

El comendador me miró con gesto de extrañeza y, rompiendo la penitencia, ordenó:

—Descabalguemos. Cae la tarde y pronto anochecerá. Pernoctaremos aquí, en este monte, pues no será ya hora de ir a pedir hospedaje en el monasterio. No quiero perturbar el descanso de los monjes con una llegada inoportuna, a deshora.

Contemplaba yo la hermosura del santuario allá abajo y me sentía feliz al saber que a la mañana siguiente podría abrazar a mi hermano fray Lorenzo, que era monje de San Jerónimo.

—¡Qué alegría! —comenté, olvidado del todo del silencio prescrito—. ¡No sabía que pasaríamos por Guadalupe!

—Es parada obligada en esta ruta —observó f rey Francisco—. Es menester encomendarse a María Santísima. Y además hay una tercera razón: un negocio que debemos gestionar allí. Mas ya te explicaré en su momento de qué se trata.

Aproveché que se le veía propicio a la conversación y, deseoso de comunicarme, le expliqué:

—Tengo un hermano que es monje en el monasterio.

—Ya lo sé.

—¿Podré verle?

—Sí.

—¡Oh, bendito sea Dios! Me alegro tanto…

—Bien —dijo adusto—. Retornemos al silencio y a la oración.

—¿Rezamos juntos? —propuse, queriendo parecer cercano.

Pero él contestó secamente:

—No. Rece cada uno lo suyo por su parte. Ya habrá tiempo de unirse al coro del monasterio mañana. Separémonos ahora y retirémonos a la soledad de estos parajes hasta que sea de noche.

Le vi alejarse por entre unos peñascos escarpados y comprendí que retornaba a su mudez, pasado aquel solaz de conversación.

Me fui entonces a buscar la compañía de los sirvientes, que aliviaban el peso de los caballos y preparaban el modesto lecho retirando las piedras del suelo.

—¿Siempre es así vuestro amo? —les pregunté, sin reparar en mi indiscreción.

—¿Así? —contestó el ayudante—. ¿Cómo así?

—No sé… Es muy poco hablador.

—Ah, se refiere vuestra merced a eso —dijo con una media sonrisa—. Bueno, no siempre es tan silencioso. Cuando la ocasión lo pide, habla lo que sea preciso.

Para no parecer imprudente, decidí zanjar el asunto. Recogí mi breviario y me fui a rezar debajo de una encina.

Pero, sentado en un peñasco, me distrajo enseguida la soberbia visión del inmenso santuario que se alzaba al pie de las montañas. Con la última luz de la tarde los muros parecían dorados, resplandeciendo por encima de ellos las claras yeserías de pulcros estucos, los esmaltes verdeazulados de los chapiteles y los detalles policromos de las chimeneas. Alcanzaba a oír el tañido alegre de la campana, persistente, neto, que llamaba a la oración de vísperas dejando que su eco se ahogara en el valle.

En esto, me sacó de mi arrobamiento el ruido de unos golpes que sonaban no muy lejos de donde me hallaba. Pero aún me sobresalté más cuando escuché una voz que se lamentaba:

—¡Ay, Señor! ¡Señor!…

Decidí ir a ver, por si alguien necesitaba ayuda. Anduve buscando por entre los roquedales, hasta que me topé repentinamente con una escena sobrecogedora. El comendador estaba puesto de hinojos delante de una cruz hecha con dos palos y se disciplinaba propinándose recios latigazos con un flagelo de cuero y cuerda trenzada. En su espalda desnuda, blanca, destacaban los moratones.

Me detuve sin decir nada. Pero él se percató de mi presencia. Alzó la mirada muy triste hacia mí y me dijo con voz lastimosa:

—Hay que espiar los pecados, muchacho. El espíritu está pronto, pero la carne es débil. No quería presentarme ante Nuestra Señora sin hacer penitencia. Y tú, ¿quieres hacerme una merced?

—Vuestra excelencia dirá lo que pide de mí —respondí solícito.

—Pínzame los hematomas para que brote la sangre. —Me alargó una pequeña cuchilla.

Con sumo cuidado, fui haciendo minúsculas incisiones en la piel amoratada. La roja sangre corrió pronto en densas y brillantes gotas por la espalda.

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