—Por favor —me rogó Onkeneira—, ¿puedes hacerlo para nosotros?
—Oh, no, no… no es el momento… —me ruboricé.
—¡Vamos, no seas tímido! —insistió Gamali.
—No, no me apetece… Comprendedme. Tal vez en otra ocasión…
—Creo que debemos dejarte en paz —otorgó el trujamán—. Los artistas sois así. Mirad cuántos pescadores hay ahí enfrente. Es de comprender que sientas vergüenza. Pero se me ocurre una idea: ¿por qué no venís mañana a cenar a mi casa? Me encantaría que mi familia y amigos escuchasen las canciones de Köroglu. Gamali podría cantarlas y, si te parece más conveniente, tú, Cheremet, también. ¿Qué os parece?
—Acepto la invitación —respondí.
—Y yo —añadió Gamali.
Cuando Gamali y yo penetramos en el íntimo salón principal de la casa de Isaac Onkeneira se produjo un largo silencio.
—¡He aquí mis nuevos amigos! —nos presentó el venerable trujamán—. Y como podéis ver han traído sus laúdes, tal y como me prometieron.
En la estancia cálida y espaciosa estaban reunidos sus hijos, hijas, yernos, nueras y nietos. Él los fue presentando uno a uno, ufano por ser bendecido por tan numerosa prole.
Y entonces sucedió lo inesperado. ¿Cómo es posible que entre cerca de treinta personas yo sólo la viera a ella? La menor de las hijas de Onkeneira esperaba su turno en un rincón, entre los pliegues de una cortina azul; era muy rubia, esbelta y de aspecto frágil, de piel dorada y grandes ojos color miel.
Se aproximó e hizo la reverencia; vi su nuca, el delicado cuello, la raíz del cabello dorado y la espalda alargada y firme. Cuando alzó la cabeza y sonrió, en mi corazón prendió esa sensación imprecisa al principio, pero después muy reconocible: me enamoré.
—Y ésta es Levana —señaló el sabio hebreo—, la menor de mis hijas, nacida de mi segundo matrimonio con mi esposa Hadice, que es circasiana.
—¿Levana? —Debí de poner cara de idiota.
—Significa «Luna» en lengua hebrea. Es por sus cabellos claros, ¿comprendes? La raza del Circaso es así —explicó el padre.
Ella me miró con ojos gozosos. Me quedé sin aliento. Y supongo que todos nos observaban. Porque Onkeneira rompió el ridículo instante:
—¡Bueno, basta de presentaciones! Ahora comamos y bebamos para conocernos todos mejor.
A partir de ese momento, transcurrió todo con la simplicidad que suele darse en esa clase de reuniones familiares. , Las" mujeres servían la mesa, mientras los hombres, acomodados en los divanes, dábamos cuentas de las viandas en animada conversación.
Yo procuraba poner la mayor atención a cuanto decía el dueño de la casa, pero no podía evitar que, de vez en cuando, se me escaparan fugaces miradas hacia donde estaban ellas, para ver lo que hacía Levana.
Tenía el trujamán cuatro hijos varones, afables y de buena educación, que no dejaban ni un momento de estar pendientes de cuanto decía su erudito padre.
Recuerdo que en aquella cena se trató de cosas profundas, poco comprensibles para mí. Mi amigo Gamali pronunció los nombres de antiguos poetas y el rostro de Onkeneira se transfiguró. Ambos se turnaban recitando largas odas que hablaban de seres divinos, de ángeles y profetas. A mí todo aquello me resultaba aburridísimo y el alma se me iba a las nubes. Sólo permanecía atento a la belleza de la joven rubia, cuyos delicados movimientos percibía al final del salón.
Hasta que, en medio de la conversación, se pronunció un nombre que me sacó de mi arrobamiento:
—El señor Joseph Nasi…
Me sobresalté. Gamali me envió una mirada cómplice y, desde ese momento, estuve dispuesto a no despistarme más. Pero volvían ellos nuevamente a los devaneos místicos que me sonaban absurdos, lejanísimos. Con lo que empecé a temer que no sacaría nada en claro si no me decidía a intervenir.
Así que, después de pensármelo bien y, con la mayor naturalidad, manifesté:
—Me gustaría conocer personalmente al tal don José Nasi.
Se hizo un gran silencio. Todos me miraban y temí haberme precipitado. Entonces Isaac Onkeneira me preguntó circunspecto:
—¿Por qué razón?
Comprendí que mi situación sería más comprometida en ese momento si respondía de manera inoportuna. Por eso disimulé mi gran interés y sólo dije:
—He oído hablar mucho de él, en Venecia primero y después aquí. Un hombre de tanta fama debe de ser interesante…
—Ciertamente lo es y por eso muchos quisieran gozar de su amistad.
—Es verdad que me placería conocerle en persona —asentí tranquilamente—. Pero resulta que, además, tengo un encargo desde Venecia para él.
El trujamán mudó completamente su expresión y tuve la sensación de que se sentía tan incómodo como si hubiera escuchado proferir una blasfemia. Entonces temí definitivamente haberlo echado todo a perder, cuando inquirió:
—¿Te envía alguien?
—¿Alguien? ¿Qué quieres decir?
—¿Traes algo de parte de algún mercader veneciano? —suavizó la voz—. ¿Quieres concertar algún negocio?
Me sentí aliviado. Contesté:
—Tengo una carta de un antiguo contable de don José Nasi.
—¿De quién?
—No quiso decirme su nombre. Los hebreos lo están pasando mal allá, como bien sabrás.
—Entiendo. Si se trata sólo de eso, puedes entregarme a mí la carta —dijo con tono amable.
—No me parece conveniente —repuse—. Me comprometí a cumplir el encargo en persona. Debes comprenderme.
—Bien. Veré qué se puede hacer —otorgó—. Pero he de decirte que son muchos los que solicitan ayuda a mi amo desde todas partes del mundo. La Inquisición no da respiro a los judíos y don José es para todos como un rayo de esperanza.
Dicho esto, el trujamán se explayó describiendo con pena las dificultades de los hebreos; cómo eran perseguidos en Europa, arrojados de sus casas, confiscadas sus pertenencias y obligados a renegar de su religión. Expresó entonces el deseo más profundo de las comunidades deshechas y errantes que, abrumadas por las vicisitudes de estos tiempos oscuros, empezaban a mirar hacia Jerusalén para retornar a la Tierra Prometida bíblica.
—Es de comprender que —prosiguió—, en medio de tanto dolor y desconcierto, los hebreos empecemos a soñar con nuestra auténtica patria. Es verdad que aquí, en los dominios del sultán turco, hemos encontrado las puertas abiertas y se han radicado en esta tierra muchos refugiados víctimas de las persecuciones de España y Portugal. Pero es de creer que haya también un límite para la paciencia y la generosidad de los turcos. La historia del pueblo judío nos enseña que en ninguna parte podemos estar completamente a salvo. Tal vez sea ése nuestro sino…
—Me entristece mucho eso que dices —manifesté con sinceridad—. Cierto es que no gozáis de una patria propia donde podáis vivir en paz. ¿Y qué puede hacerse?
—Eso mismo quería expresarte, amigo: ¿qué puede hacerse? En realidad ésa es la pregunta que anida desde hace años en el corazón de mis amos los Mendes. Y ya don José quiso hallar la solución a tantas tribulaciones de nuestro pueblo cuando aún vivía en Venecia. Entonces le propuso a la serenísima república un negocio que habría supuesto el final de los sufrimientos de los judíos: que nos entregasen la isla de Chipre como refugio para los perseguidos. A cambio, él estaría dispuesto a pagar un buen precio y a entregar un tributo eterno.
—Es una buena idea —comentó Gamali. ¿Y qué pasó?
—Pues que no aceptaron. No estaba resuelta Venecia a empañar su «cristianísima» fama delante del Papa y del emperador Carlos V prestando socorro a los «pérfidos» judíos. Así que lo consideraron una desfachatez y ahí empezaron los problemas de don José en aquella república. ¡Ellos se lo perdieron! Pues poco después escaparon de allí mis amos trayéndose consigo su cuantiosa fortuna a Estambul.
Aquellas palabras me producían una rara desazón. Por fin empezaba a averiguar cosas importantes de los Mendes, pero las penosas circunstancias que describía Isaac Onkeneira me desconcertaban. Si para nosotros, los cristianos, el Gran Turco era el mismo demonio, comprendí que para ellos lo era el Rey Católico.
El trujamán continuó con su relato, enfervorizadamente:
—Pues, aunque fracasara su intento de instalar a los judíos en Chipre, una vez más pusieron tesón los Mendes en auxiliar a sus hermanos. Ahora fue doña Gracia, La Señora, quien se empeñó en algo todavía más sublime: retornarlos a Israel, la verdadera patria. Ella había deseado terminar sus días en aquella Tierra Santa y convenció al sultán Solimán para que le concediera amplios terrenos en Tiberíades. Donde se halla el añorado Valle de Josafat, enterró a su difunto esposo y pretendió quedarse a vivir allí. Pero aquello es peligroso, alejado e inhóspito, así que decidió regresar. Lo cual no significa que haya olvidado su plan de instalar una comunidad hebrea en la Tierra Santa. Mantiene en Palestina academias donde aprenden los estudiosos rabinos. Puede ser el comienzo de un venturoso futuro…
—Creo que nos estamos poniendo tristes —observó Gamali—. ¿Me permitís que cante algo?
—¡Claro! —exclamó el trujamán—. ¡Basta de penas!
Gamali cogió su laúd y empezó a tararear una canción muy alegre. Las mujeres de la casa y los nietos de Onkeneira se aproximaron enseguida para participar de la fiesta. Se animaron y la danza terminó de disipar la melancolía.
Más tarde salimos todos al jardín. El calor de la jornada había disminuido y las estrellas brillaban en lo alto. A la luz de las lámparas dispersas, los rostros parecían pálidos y felices. Todo el mundo sonreía.
Una de las mujeres, gruesa y estrafalaria, corrió entre risitas a por la bella Levana y la trajo a tirones de la mano. Cuando la tuve a dos palmos enmudecí.
—Anda, dile algo hermoso —me rogó la mujer gruesa con desvergüenza—. ¡Está encandilada contigo!
Nada podía decir yo, abochornado por tal soltura de costumbres. Ella se retiró el velo de la cara con coquetería y contemplé una belleza que me deslumbró del todo.
Menos mal que Gamali me alcanzó el laúd.
—¡Mejor cántale una canción!
Aunque perdida completamente la razón, pude cantar:
Del fango de mis desdichas
.
Como una rosa brotó mi amor
.
Ella es la más bella flor
Que crece aquí, aquí, aquí
…
En el que se refiere la muy triste disposición
de ánimo que tuvo nuestro leal caballero para cumplir
su difícil cometido en Constantinopla por el mal
de amor que padeció
.
A esa primera tarde en la casa de Isaac Onkeneira siguieron muchas otras de completa felicidad. Cierto es que al principio me engañaba a mí mismo diciéndome que iba allí cada día a espiar al trujamán de don José Nasi; pero no tardé en ser plenamente consciente de que era mi corazón el que me arrastraba para buscar el rostro de la bella Levana.
Todo en aquel jardín melodioso propiciaba el amor: las plantas de jazmín con sus flores de aroma dulce, los pájaros, la fuente; la tranquilidad que desprendía la presencia del viejo sabio y el deleite pacífico de ver ocultarse el sol entre los tejados. Fue como si una ola de pasión barriera mi preocupación por llevar a buen fin la misión, para empujarme hacia aquella muchacha adorable; como si su magnífico poder me hubiera atraído a una casa donde se confundieran mis pensamientos.
Nunca habría podido siquiera sospechar que en aquella familia de judíos se permitiera tal libertad de costumbres. Si no fuera porque todo se desenvolvió desde ese primer día con la más pasmosa naturalidad, hasta habría creído que estaba siendo atrapado por una suerte de hechizo. Padres y hermanos se mostraban encantados porque yo tratara largas horas con ella. Y Levana, de una manera silenciosa, sólo me expresaba agradecimiento con sus ojos color miel. ¡Quién le habría hecho saber que fueron precisamente esos ojos los que me inclinaron a aceptar una hospitalidad tan cautivadora!
Cada día en Constantinopla empezó para mí a ser igual que el anterior, pues me deleitaba dichosamente con aquella rutina: por la mañana recorría los mercados para ver si me hacía con un nuevo rumor, con alguna noticia fresca; pasada la siesta, encaminaba mis pasos hacia la casa del trujamán pensando únicamente en mi amada. Mas la semejanza en el orden y querencia de mis actos no me causaba el más mínimo hastío, sino todo lo contrario; sentíame el más afortunado de los mortales cuando iba en el caique que me conducía desde Eminönü hacia la orilla contraria del Bósforo.
Llegado a las puertas de la apacible morada de Onkeneira, en el luminoso suburbio de Ortaköy, ya me palpitaba con fuerza el corazón. Nunca percibí el más mínimo incomodo por mis visitas. Me recibían entre sonrisas y bromas amables. El sabio trujamán solía estar entre sus libros y me dedicaba algún rato. Era la suya siempre una conversación agradable; pero, como viera que se pudiera estar poniendo pesado, enseguida reconocía sin ambages el motivo de mi asidua presencia en sus dominios:
—Anda, joven, que ella te aguarda ansiosa. ¡No os robe este viejo vuestro valioso tiempo!
Entonces buscaba yo nervioso aquel jardín donde la noche era distinta; invadida por el aroma de los arrayanes y las flores, en medio de una atmósfera suave. Ella me esperaba en el límite que daba a un huerto húmedo y fragante. Al verla me sentía sobrecogido y la admiración por tanta belleza anegaba mi alma. Recuerdo su vestido intensamente azul, el bonete plateado, el dorado de sus cabellos en la declinante luz de la tarde, la sonrisa comedida, los pies descalzos blanquísimos y la delicada presencia de toda su figura.
No brotaban palabras en los primeros momentos; no hubiera próximos oídos curiosos. Apenas un discreto saludo, una escueta reverencia, eran los signos más perceptibles de la intensa alegría del reencuentro. Era llegado al fin el instante tan deseado. Entonces, como puestos de acuerdo, nos dirigíamos hacia los peldaños de una empinada escalera que llevaba a la terraza. ¡El mundo allí en lo alto era maravilloso! Veíanse los murallones del vetusto Bizancio, los puertos saturados de barquichuelos, el Bósforo azul y las pequeñas casas de los artesanos del arrabal. La luna llena sobre la grandeza y quietud del Mármara puede resultar abrumadora, cuando uno llega a creerse que aquéllos son los momentos más preciosos de su vida.
Una tarde de finales de julio, cuando mirábamos encantados hacia el sol que estaba a punto de ocultarse, ella dijo: