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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El caballero de las espadas (9 page)

BOOK: El caballero de las espadas
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Pero aquella secuencia de pensamientos traía de nuevo a sus recuerdos la pena y el odio; Córum se deprimía, a veces durante días enteros, y ni siquiera el amor de Rhalina podía consolarle.

Pero un día vio un tapiz en una habitación que nunca había visitado y que absorbió su atención según miraba los dibujos y estudiaba el texto bordado.

Era el relato completo de una leyenda sobre las aventuras de Mag-an-Mag, un héroe popular. Mag-an-Mag volvía de una tierra mágica cuando su nave fue abordada por piratas. Aquellos piratas le habían cortado los brazos y las piernas y le habían arrojado por la borda; después le habían cortado la cabeza a su compañero Jhakor-Neelus y tirado el cuerpo siguiendo al de su señor, pero conservaron la cabeza, aparentemente para comérsela. Por fin, el cuerpo sin miembros de Mag-an-Mag fue abandonado por el mar en la playa de una misteriosa isla y el cuerpo sin cabeza de Jhakor-Neelus llegó a un lugar cercano de la misma playa. Ambos cuerpos fueron encontrados por los criados de un mago que, a cambio de los servicios de Mag-an-Mag contra sus enemigos, le ofreció devolverle sus miembros y dejarle como nuevo. Mag-an-Mag aceptó, con la única condición de que el hechicero le encontrara una nueva cabeza a Jhakor-Neelus. El mago aceptó y le puso a Jhakor-Neelus la cabeza de una grulla, lo que pareció contentar a todos. Los dos se dedicaron a partir de entonces a luchar contra los enemigos del hechicero y cuando dejaron la isla se fueron cargados de regalos.

Córum no pudo encontrar el origen de aquella leyenda entre las de sus propia gente. No parecía encajar con las otras.

Al principio, consideró que su obsesión por la leyenda venía dictada por su propio deseo de recuperar la mano y el ojo que había perdido, pero no por ello dejó de obsesionarse.

Sintiéndose molesto por su propio interés, no dijo nada de la leyenda a Rhalina durante varias semanas.

Llegó el otoño al castillo Moidel, y con él un viento cálido que desnudó de hojas los árboles y lanzó al mar contra las rocas y obligó a muchos de los pájaros a buscar un clima más plácido.

Y Córum empezó a dedicar cada vez más tiempo a la habitación en la que colgaba el tapiz que se refería a Mag-an-Mag y al maravilloso hechicero. Córum empezó a darse cuenta de que era el texto lo que más le interesaba. Parecía hablar con una autoridad que faltaba en todos los demás que había visto.

Pero todavía no se atrevía a molestar a Rhalina con preguntas sobre el tapiz.

Finalmente, en los primeros días del invierno, ella le encontró en la habitación, y no pareció sorprendida. Sin embargo, mostró cierta preocupación, como si hubiera temido que él encontrara el tapiz más tarde o más temprano.

—Pareces absorto por las divertidas aventuras de Mag-an-Mag —dijo ella—. Son solamente cuentos. Algo para divertirnos.

—Pero éste parece diferente —dijo Córum.

Se volvió y la miró. Se estaba mordiendo los labios.

—Así que es diferente, Rhalina —murmuró Córum—. ¡Sabes algo sobre él!

Ella empezó a negar con la cabeza, pero cambió de idea.

—Sólo sé lo que dicen los viejos cuentos. Y los viejos cuentos son mentiras, ¿no? Mentiras agradables.

—Me parece que hay parte verdad en algún punto de este cuento. Debes decirme lo que sepas, Rhalina.

—Sé más de lo que dice el tapiz —dijo ella suavemente—. He estado leyendo últimamente un libro que se relaciona con el tema. Sabía que había visto un libro hace algunos años y lo busqué. Encontré informes bastante recientes sobre una isla del tipo de la descrita en el tapiz. Y, según este libro, hay un viejo castillo en ella. La última persona que vio la isla fue un emisario del Ducado, que llegó aquí con suministros y noticias. Y fue el último emisario que nos visitó...

—¿Cuánto tiempo hace? ¿Cuánto tiempo?

—Treinta años.

Y Rhalina empezó a llorar y a sacudir la cabeza, estremeciéndose e intentando controlar las lágrimas.

Córum la abrazó.

—¿Por qué lloras, Rhalina?

—Lloro, Córum, porque esto quiere decir que me vas a dejar. Te irás del Castillo Moidel en pleno invierno y buscarás esa isla, y quizá tú también naufragarás. Lloro porque nada de lo que amo permanece conmigo.

—¿Hace mucho que piensas en eso? —dijo Córum, dando un paso atrás.

—Ha estado en mi mente desde hace mucho.

—Y no lo dijiste.

—Por lo mucho que te quiero, Córum.

—No deberías quererme, Rhalina. Y yo no debiera quererte. Aunque esa isla me ofrezca la más vana de las esperanzas, debo buscarla.

—Lo sé.

—Y si encuentro al hechicero y me devuelve la mano y el ojo...

—¡Es una locura, Córum! ¡No puede existir!

—Pero si existe y puede hacer lo que le pida, entonces iré a buscar a Glandyth-a-Krae y le mataré. Después, si sobrevivo, volveré. Pero Glandyth debe morir para que yo pueda conocer la paz mental, Rhalina.

—No hay barco suficientemente marinero —dijo ella suavemente.

—Pero hay barcos en las cuevas del puerto que pueden hacerse marineros.

—Costará varios meses acondicionar uno.

—¿Me prestarías los criados necesarios para trabajar en el barco?

—Sí.

—Hablaré con ellos en seguida.

Y Córum la dejó, endureciendo su corazón ante la vista del dolor de la dama, maldiciéndose a sí mismo por haberse enamorado de aquella mujer.

Con todos los hombres que pudo reunir que supieran algo de barcos, Córum bajó los escalones que conducían desde el subsuelo del castillo, a través de la roca, hasta las cuevas marinas donde se hallaban las naves. Encontró una pequeña barca que parecía en mejor estado que el resto y la hizo enderezar para inspeccionarla.

Rhalina tenía razón. Había que trabajar mucho antes de que el esquife surcara las aguas con cierta seguridad.

Esperaría con impaciencia, aunque ya que tenía un objetivo, por loco que fuera, comenzaba a sentir una disminución del peso que había estado soportando.

Sabía que nunca se cansaría del amor de Rhalina, pero que nunca podría amarla completamente hasta que la misión que se había asignado estuviera cumplida.

Volvió a la biblioteca para consultar el libro que ella había mencionado. Lo encontró y descubrió que el nombre de la isla era Svi-an-Fanla-Brool. Un nombre desagradable. Por lo que podía saber Córum, significaba «La Casa del Dios Harto». ¿Qué podían significar aquellas palabras? Estudió el texto buscando una respuesta, pero no la encontró.

Las horas pasaron mientras fue copiando los mapas y puntos de referencia del capitán del barco que había visitado el Monte Moidel treinta años atrás. Y era muy tarde cuando se fue a la cama y encontró en ella a Rhalina.

Le miró la cara.

Evidentemente había estado llorando hasta dormirse. Sabía que era su turno de consolarla. Pero no tenía tiempo...

Se desnudó. Se metió en la cama, entre seda y pieles, intentando no despertarla. Pero ella se movió.

—¿Córum?

No contestó.

Sintió el cuerpo de ella temblar un momento, pero ella no volvió a hablar.

Se sentó en la cama, con la mente turbada. La amaba. Y no debería amarla. Se echó e intentó volver a dormir, pero no pudo.

Alargó un brazo y le acarició un hombro.

—¿Rhalina?

—¿Sí, Córum?

Inspiró profundamente, intentando explicarle con qué intensidad necesitaba ver muerto a Glandyth, repetir que volvería cuando su venganza se cumpliera.

En vez de aquello, dijo:

—Las tormentas son muy fuertes alrededor del Castillo Moidel. Retrasaré mis planes hasta la primavera. Me quedaré hasta la primavera.

Ella se volvió en la cama y le miró el rostro en la oscuridad.

—Debes hacer lo que desees. La compasión destruye el amor verdadero, Córum.

—No es la compasión lo que me impulsa.

—¿Es tu sentido de la justicia? Eso también es...

—Me digo a mí mismo que lo que me hace quedarme es mi sentido de la justicia, pero sé que no es así.

—Entonces ¿por qué te quedas?

—Mi decisión de irme se ha debilitado.

—¿Qué la ha debilitado, Córum?

—Algo más tranquilo en mi interior, y, sin embargo, algo que es quizá más fuerte. Mi amor por ti, Rhalina, que ha vencido a mis rápidos deseos de vengarme de Glandyth. Es amor. Es todo lo que puedo decirte.

Y ella comenzó a llorar de nuevo, pero aquella vez no era de pena.

Décimo capítulo

Mil espadas

El invierno alcanzó su mayor crudeza. Las torres parecían estremecerse con la fuerza de las galernas que rugían a su alrededor. El mar golpeaba las rocas del Monte Moidel y, a veces, las olas parecían ser más altas que el propio castillo.

Los días se hicieron casi tan oscuros como las noches. Grandes hogueras fueron encendidas en el castillo, pero no podían eliminar el frío que se sentía en todas partes. Los habitantes del castillo tenían que llevar pieles, lana y cuero a todas horas, y andaban pesadamente como osos embutidos en las gruesas vestiduras.

Sin embargo, Córum y Rhalina, un hombre y una mujer de distintas especies, apenas notaban la ferocidad del invierno. Se cantaban canciones el uno al otro y escribían sencillos sonetos sobre la profundidad y apasionamiento de su amor. Era una locura que se había apoderado de ellos, —si locura es lo que niega algunas realidades fundamentales—, una locura agradable, una dulce locura.

Pero una locura al fin y al cabo.

Cuando hubo pasado lo peor del invierno, pero antes de que la primavera decidiera aparecer, cuando aún había nieve en las rocas al pie del castillo y apenas algunos pájaros cantaban en el gris firmamento sobre los bosques distantes y desnudos del continente, cuando el mar se había agotado y se movía hosco y oscuro junto a los acantilados, fueron vistos los extraños Mabdén, que salieron cabalgando de entre los negros árboles avanzada la mañana, la respiración jadeante, los caballos tropezando en el suelo helado, y las armas y aparejos chocando entre sí.

Fue Beldan el primero que los vio cuando se dirigió a las almenas para estirar las piernas.

Beldan, el joven que había rescatado a Córum del mar, se volvió y se apresuró a entrar de nuevo en la torre y a descender corriendo los peldaños hasta que una figura le bloqueó el camino, riendo.

—¡El lavabo está arriba, Beldan, no abajo!

Beldan inspiró y habló suavemente.

—Iba a vuestras habitaciones, Príncipe Córum. Los he visto desde las murallas. Es un gran grupo de guerreros.

El rostro de Córum se oscureció y pareció pensar en doce cosas al mismo tiempo.

—¿Reconociste el grupo? ¿Quiénes son? ¿Mabdén?

—Mabdén, sin duda. Creo que deben ser guerreros de las Tribus Pony.

—¿La gente contra quienes se construyó este Margraviato?

—Sí. Pero no nos han molestado desde hace cien años.

—Quizá todos, a su debido tiempo, sucumbiremos a la ignorancia que mató a los Vadhagh —dijo Córum sonriendo con el ceño fruncido—. ¿Podemos defender el castillo, Beldan?

—Sí, si se trata de una pequeña fuerza, Príncipe Córum. Las Tribus Pony se encuentran normalmente desunidas y sus guerreros raramente se agrupan en bandas de más de veinte o treinta.

—¿Y crees que la de ahora es una fuerza pequeña?

—No, Príncipe Córum —negó Beldan con la cabeza—, temo que es grande.

—Más vale que avises a los guerreros. ¿Y los murciélagos?

—Duermen durante todo el invierno. Nada puede despertarlos.

—¿Cuáles son vuestros métodos normales de defensa?

Beldan se mordió el labio inferior.

—¿Y bien?

—Nada que merezca la pena nombrar. Ha pasado mucho tiempo desde que necesitamos pensar en tales cosas. Las Tribus Pony aún temen al poder de Lywm-an-Esh, su miedo incluso es supersticioso desde que la tierra se retiró más allá del horizonte. Nos fiábamos de ese miedo.

—Entonces, haz lo que puedas, Beldan, y me reuniré contigo en seguida, en cuanto les haya echado una ojeada a esos guerreros. Por lo que sabemos, puede que no vengan en pie de guerra.

Beldan se lanzó escaleras abajo y Córum subió a la torre y abrió la puerta, saliendo a las almenas.

Vio que la marea empezaba a bajar y que, cuando lo hiciera del todo, el camino natural entre el continente y el castillo emergería. El mar era gris y frío, la playa aparecía desierta. Y allí estaban los guerreros.

Eran hombres velludos montados en ponies también velludos y llevaban cascos de hierro con viseras plateadas en forma de caras brutales y malvadas. Vestían capas de piel de lobo o de lana, cotas de malla de hierro, chaquetas de cuero, pantalones de tela azul, roja o amarilla atados alrededor de los pies y hasta las rodillas con correas. Iban armados con lanzas, arcos, hachas y mazas. Y cada hombre llevaba una espada atada a la silla del pony. Todas eran espadas nuevas, pensó Córum, porque brillaban como recién forjadas, incluso a la escasa luz de aquel día de invierno.

Ya había varias filas de guerreros en la playa, y salían más cabalgando del bosque.

Córum se enrolló la capa de piel de oveja alrededor del cuerpo con la mano sana y golpeó pensativamente con un pie en una de las piedras de las murallas, como para asegurarse de que el castillo era sólido.

Volvió a mirar a los guerreros de la playa.

Contó mil.

Mil jinetes con mil espadas recién forjadas.

Se estremeció.

Mil yelmos de hierro se dirigían hacia el Castillo Moidel. Mil máscaras de acero miraban a Córum a través del agua mientras la marea descendía poco a poco y el istmo comenzaba a asomar desde debajo de la superficie del mar.

Córum tembló. Una bubia voló baja sobre la silenciosa tropa y graznó como aterrorizada, elevándose hasta las nubes.

Un tambor de tono profundo comenzó a sonar en el bosque. La nota metálica era medida y lenta y creaba ecos que retumbaban en las aguas.

Parecía que los mil jinetes no venían en son de paz.

Beldan salió a reunirse con Córum.

Estaba pálido.

—He hablado con la Margravina y alertado a nuestros guerreros. Tenemos ciento cincuenta hombres útiles. La Margravina está consultando las notas de su marido. Escribió un tratado sobre el mejor modo de defender el castillo en el caso de que se produjera un ataque de este tipo. Sabía que las Tribus Pony se unirían algún día, según parece.

—Me gustaría haber leído ese tratado —dijo Córum. Aspiró profundamente el aire helado—. ¿No hay nadie aquí con verdadera experiencia de guerra?

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