El caballero de las espadas

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: El caballero de las espadas
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Enviado por su padre a realizar una pesquisa entre sus familiares, es apresado por el conde mabden Glandyth-a-Krae, que le arranca un ojo y le corta una mano. Pero el mago Shool, para cumplir una venganza contra Arioch, el Caballero de las Espadas, le entrega el Ojo de Rhynn y la Mano de Kwll, dos dioses perdidos. Así empieza las fabulosas aventuras de Corum, enfrentándose a la maldición de los Señores de la Espada, luchando a favor de los Señores del Orden y metido en una guerra que está más allá del Tiempo y del Espacio y que, al igual que Corum, no es dueña de su propio Destino.

Michael Moorcock

El caballero de las espadas

Trilogía de las espadas I

ePUB v1.0

Dyvim Slorm
08.12.11

Título original: The Knight of the Swords

ISBN 84-7813-024-1

1971 by Michael Moorcock

Este libro es para Wendy Fletcher

Introducción

En aquellos días había océanos de luz, ciudades en el cielo y salvajes bestias voladoras de bronce. Había manadas de ganado carmesí que bramaban y eran más altas que castillos. Había cosas chillonas y repugnantes que infestaban ríos salvajes. Era un tiempo en que los dioses se manifestaban en nuestro mundo con todos sus atributos; un tiempo de gigantes que caminaban sobre el agua; de duendes sin mente y criaturas deformes que podían ser convocadas por un pensamiento mal calculado y que sólo podían ser alejadas con el dolor de algún terrible sacrificio; un tiempo de magia, fantasmas, naturaleza inestable, sueños frustrados, pesadillas corpóreas.

Era un tiempo rico y oscuro. El tiempo de los Señores de las Espadas. El tiempo en que los Vadhagh y los Nhadragh, enemigos seculares, se extinguían. El tiempo en que el Hombre, esclavo del miedo, emergía sin darse cuenta de que gran parte del terror que experimentaba era consecuencia simplemente de su nacimiento. Era una de las muchas ironías relacionadas con el Hombre (que, en aquellos días, llamaba a su propia especie «Los Mabdén»).

Los Mabdén vivían breves existencias y se multiplicaban prodigiosamente. En pocos siglos llegaron a dominar el continente occidental en el que habían evolucionado. La superstición los disuadió de enviar sus flotas hacia las tierras de Vadhagh y Nhadragh durante uno o dos siglos más, pero poco a poco se envalentaron al no encontrar resistencia. Y comenzaron a sentir celos de las razas más antiguas; comenzaron a sentir envidia.

Los Vadhagh y los Nhadragh no se daban cuenta de ello. Habían habitado durante un millón de años o más sobre el planeta que, al fin, parecía en paz. Sabían de la existencia Mabdén, pero no los consideraban muy diferentes de los otros animales. Aunque continuaban manteniendo sus tradicionales odios mutuos, los Vadhagh y los Nhadragh ocupaban sus largas horas en meditar sobre abstracciones, en crear obras de arte y cosas similares. Racionales, sofisticadas, satisfechas consigo mismas, aquellas antiguas razas eran incapaces de creer en los cambios que se habían producido. Así, como casi siempre ocurre, ignoraron los presagios.

No había intercambio de conocimientos entre los dos antiguos enemigos, a pesar de que habían celebrado su último combate muchos siglos atrás.

Los Vadhagh vivían en grupos familiares que ocupaban castillos aislados, dispersos por todo un continente llamado por ellos Bro-an-Vadhagh. Apenas había ninguna comunicación entre aquellas familias, pues los Vadhagh habían perdido tiempo atrás el impulso de viajar. Los Nhadragh vivían en sus ciudades, construidas en las islas de los mares del noroeste de Bro-an-Vadhagh. También ellos mantenían pocos contactos, ni siquiera con sus parientes más cercanos. Y ambas razas se consideraban invulnerables. Ambas estaban equivocadas.

El hombre, recién llegado, comenzaba a multiplicarse y extenderse como peste por el mundo. Una peste que atacaba a las razas antiguas en donde las encontraba. Y no sólo era muerte lo que llevaba consigo el Hombre, sino también terror. Deliberadamente, redujo el mundo antiguo a ruinas y huesos. Inconscientemente, provocó un desorden psíquico y sobrenatural de tal magnitud que incluso los Grandes Dioses Antiguos no lo comprendieron.

Y los Grandes Dioses Antiguos empezaron a conocer el Miedo.

Y el Hombre, el esclavo del miedo, orgulloso en su ignorancia, continuó su progreso a tropezones. Era ciego ante los grandes cataclismos levantados por sus ambiciones aparentemente insignificantes. De hecho, el Hombre era deficiente en sensibilidad, no percibía la multitud de dimensiones que llenaban el Universo, cada Plano en intersección con varios otros. No era el caso de los Vadhagh o de los Nhadragh, que habían sabido moverse libremente entre las dimensiones que ellos denominaban los Cinco Planos. Habían observado y comprendido la naturaleza de los muchos Planos, además de los Cinco a través de los cuales se movía la Tierra.

Parecía, por tanto, una terrible injusticia que aquellas sabias razas perecieran a manos de criaturas que aún eran poco más que animales. Era como si los buitres se dieran un festín y se pelearan sobre el cuerpo paralizado de un joven poeta que sólo pudiera mirarlos con ojos confusos mientras ellos le robaban lentamente una existencia exquisita que nunca podrían apreciar, que nunca sabrían que estaban arrancando.

—Si apreciaran lo que robaron, si supieran lo que estaban destruyendo— dice el viejo Vadhagh de la leyenda «La Única Flor del Otoño»—, me sentiría consolado.

Era injusto.

Al crear al Hombre, el Universo había traicionado a las razas antiguas.

Pero era un injusticia eterna y habitual. Los seres vivos pueden percibir y amar el Universo, pero el Universo no puede percibir y amar a los seres vivos. El Universo no distingue entre la multitud de criaturas y elementos que lo constituyen. Todos son iguales. Ninguno es favorecido. El Universo, provisto sólo de materia y del poder de crear, continúa creando: un poco de esto, un poco de aquello. No puede controlar lo que crea y no puede, al parecer, ser controlado por sus creaciones (aunque algunos pueden engañarse a sí mismos pensando lo contrario). Los que maldicen la obra del Universo maldicen a un sordo. Los que la golpean, luchan contra lo indiferente. Los que airados agitan el puño, lo hacen ante ciegas estrellas.

Pero esto no impide que haya quienes intenten combatir y destruir lo invulnerable.

Siempre habrá seres semejantes; algunas veces, se tratará de seres de gran sabiduría, que no podrán soportar creer en un Universo indiferente.

El Príncipe Córum Jhaelen Irsei fue uno de ellos.

Quizá fuera el último de la raza Vadhagh, y a veces era llamado el Príncipe de la Túnica Escarlata. Esta crónica trata de él.

(«El libro de Córum».)

Libro primero

En el que el Príncipe Córum aprende una lección y pierde un miembro.

Primer capítulo

En el castillo Erórn

En el castillo Erórn vivía la familia de un Príncipe Vadhagh, Khlonskey. Aquella familia había ocupado el castillo durante muchos siglos. Amaba con tanto fervor el furioso mar que lavaba los muros del norte de Erórn como el plácido bosque con el que luchaba por el sur.

El castillo Erórn era tan antiguo que parecía haberse fundido por completo con la gran prominencia rocosa que dominaba el mar. Visto por fuera, era todo esplendor esas torretas desgastadas por el tiempo y pulidas por el salitre. Por dentro, tenía paredes móviles cuya forma variaba de acuerdo con los elementos y cuyo color cambiaba según la dirección del viento. Y en él había salas llenas de ornamentos de cristal y fuentes que interpretaban fugas exquisitamente complicadas compuestas por miembros de la familia, tanto vivos, como muertos. Y galerías atestadas de pinturas realizadas en terciopelo, mármol y vidrio por los antepasados artistas del Príncipe Khlonskey. Y bibliotecas llenas de manuscritos caligrafiados por miembros de las razas Vadhagh y Nhadragh. Y en otros lugares del castillo Erórn había salas plagadas de estatuas, y pajareras, zoológicos, observatorios, laboratorios, jardines de infancia, parques, cuartos de meditación, quirófanos, gimnasios, colecciones de equipo militar, cocinas, planetarios, museos, cámaras de conjuros, así como salas dispuestas para propósitos menos específicos o habitaciones acondicionadas para ser habitadas por los que moraban en el castillo.

En aquel tiempo vivían doce personas en él, aunque antaño lo ocuparan quinientas. Los doce ocupantes eran el Príncipe Khlonskey, un ser muy anciano; su mujer Colatalarne, cuyo aspecto era mucho más joven que el de su marido; Ilastru y Pholhinra, sus hijas gemelas; el Príncipe Rhanan, su hermano; Sertreda, su sobrina, y Córum, su hijo. Los otros cinco eran criados, primos lejanos del Príncipe. Todos tenían los característicos rasgos Vadhagh: los cráneos largos y estrechos, las orejas casi sin lóbulos y pegadas a la cabeza, el cabello tan fino que la menor brisa agitaba como ligeras nubes alrededor de sus rostros, grandes ojos almendrados de pupilas amarillas y globos púrpura, bocas amplias y de labios llenos y piel rosada con extraños matices dorados. Sus cuerpos eran delgados y altos, bien proporcionados, y se movían con una gracia fácil que hacía que el andar humano pareciese el desplazamiento de un mono lisiado.

Al dedicarse principalmente a pasatiempos intelectuales muy abstractos, la familia del Príncipe Khlonskey no había tenido contactos con otras gentes Vadhagh durante doscientos años y no había visto un Nhadragh durante trescientos. Ninguna noticia del mundo exterior les había llegado durante cerca de un siglo. Sólo en una ocasión habían visto a un Mabdén, cuando un ejemplar había sido llevado al castillo Erórn por el Príncipe Opash, naturalista y primo directo del Príncipe Khlonskey. El Mabdén —una hembra— fue llevado a los zoológicos, y se le cuidó bien. Aunque sólo vivió poco más de cincuenta años y al morir nunca fue reemplazado. Desde entonces, de modo natural, los Mabdén se habían multiplicado y ya habitaban, aparentemente, en grandes zonas de Bro-an-Vadhagh. Incluso corrían rumores acerca de que algunos castillos Vadhagh habían sido infestados de Mabdén que arrollaron a sus habitantes y finalmente destrozaron sus hogares. El Príncipe Khlonskey lo encontraba difícil de creer. Por otra parte, el tema era de poco interés para él o para su familia. Había tantas otras cosas que discutir, tantos motivos de conversación más complejos, tantos argumentos de cien clases distintas...

La piel del Príncipe Khlonskey era casi tan blanca como la leche, y tan delgada que las venas y músculos se veían claramente a través de ella. Había vivido más de mil años, y sólo últimamente la edad había comenzado a debilitarle. Cuando la debilidad se hiciera insoportable, cuando sus ojos comenzaran a oscurecerse, terminaría su vida a la manera de los Vadhagh, yendo a la Cámara de los Vapores y acostándose en los cojines y edredones de seda para respirar gases de dulce olor hasta morir. Con la edad, su cabello se había vuelto de un castaño dorado y el tono de sus ojos había madurado hasta una especie de púrpura rojizo, con pupilas de color naranja oscuro. Sus ropas le resultaban ya demasiado grandes para su cuerpo, pero, y aunque llevaba un bastón de platino trenzado con hilos de rubí metalizado, su aspecto era todavía orgulloso y su espalda no se encorvaba.

Un día encontró a su hijo, el Príncipe Córum, en una cámara en la que con una estructura de tubos huecos, hilos vibrantes y piedras deslizantes, componía música. La melodía muy sencilla y tranquila, casi quedó apagada por el sonido de los pies de Khlonskey sobre las alfombras, el golpeteo de su bastón y los arañazos de la respiración en su delgada garganta.

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