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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El caballero de las espadas (13 page)

BOOK: El caballero de las espadas
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El cansancio no le ayudaba a despejar la cabeza. Sus pensamientos seguían siendo confusos y desesperados. Miraba con frecuencia por la portilla, esperando encontrar algo que le orientara, pero era imposible ver algo más que una ola ocasional o una estrella en el cielo.

Por fin, mucho tiempo después, observó la primera línea gris del horizonte y le alivió que se acercara la mañana. Aquel barco era una pertenencia de la noche. Desaparecería con la llegada del sol, y Rhalina y él se despertarían para encontrarse en su propia cama.

Pero, ¿qué había asustado a los bárbaros? ¿O era aquello una parte del sueño? ¿Quizá su desmayo tras la puerta principal después de su lucha con Glandyth le había producido una pesadilla febril? Quizá sus camaradas aún estaban luchando por sus vidas contra los hombres de las tribus Pony. Se frotó la cabeza con el muñón de la mano izquierda, se humedeció los labios con la lengua e intentó mirar, una vez más, a otras dimensiones. Pero todas le estaban cerradas. Siguió paseando por la cabina, esperando la llegada de la mañana.

Llegó entonces a sus oídos un extraño sonido zumbante. Era algo que le hacía sentir como un picor en el cerebro. Frunció el ceño. Se frotó la cara. El zumbido aumentó. Le dolían los oídos. Los dientes le chirriaban. El volumen crecía.

Se llevó a uno de los oídos la mano sana y se cubrió el otro con el brazo. Manaron lágrimas de su ojo. En la cuenca donde había estado el otro, sentía un enorme dolor.

Se tambaleó de un lado a otro por la podrida cabina e incluso intentó destrozar la puerta.

Pero sus sentidos le abandonaban. La escena empalideció...

Se encontraba en una sala oscura con paredes de piedra estriada que se curvaban sobre su cabeza y confluían para formar el techo, muy alto. La hechura de la sala era igual a cualquier cosa que hubieran creado los Vadhagh, pero no era hermosa. Era, por el contrario, siniestra.

Le dolía la cabeza.

El aire frente a él tembló con una pálida luz azul y, de repente, se encontró allí un joven alto. Su rostro era joven, pero los ojos parecían los de un anciano. Vestía una sencilla y amplia túnica de samita amarilla. Se inclinó, le volvió la espalda, caminó unos pasos y se sentó en un banco de piedra labrado en la propia pared.

Córum frunció el ceño.

—¿Crees que sueñas, señor Córum?

—Soy el Príncipe Córum de la Túnica Escarlata, el último de la raza Vadhagh.

—Aquí no hay más príncipe que yo —dijo el joven suavemente—. No permito que los haya. Si comprendes eso, no habrá tensión entre nosotros.

—Sí, creo que sueño —se estremeció Córum.

—En cierto sentido, sueñas, desde luego. Como todos soñamos. Durante un tiempo, Vadhagh, has estado atrapado en un sueño Mabdén. Las reglas de los Mabdén controlan tu destino, y eso te ofende.

—¿Dónde está el barco que me trajo hasta aquí? ¿Dónde está Rhalina?

—El barco no puede navegar de día. Ha vuelto a las profundidades.

—¿Y Rhalina?

—Ha ido con él, desde luego —sonrió el joven—. Ése fue el trato que hizo.

—Entonces, ¿está muerta?

—No. Vive.

—¿Cómo va a poder vivir bajo la superficie del océano?

—Vive. Siempre vivirá. Anima enormemente a la tripulación.

—¿Quién eres?

—Creo que ya te has imaginado mi nombre.

—Shool-an-Jyvan.

—El Príncipe Shool-an-Jyvan, Señor de Todo lo que ha Muerto en el Mar. Uno de mis varios títulos.

—Devuélveme a Rhalina.

—Pienso hacerlo.

—¿Qué? —Córum miró al hechicero con sospecha.

—No pensarás que me molestaría en contestar una inocente intentona de invocación como la que ella hizo si no tuviera otros motivos, ¿verdad?

—Tus motivos están muy claros. Disfrutabas con lo horrible de su situación.

—Tonterías. ¿Me crees tan infantil? He superado esas cosas. Veo que empiezas a pensar en términos Mabdén. Si quieres sobrevivir en este sueño Mabdén, te irá mejor así.

—¿Es un sueño...?

—En cierto sentido. Mas es bastante real. Es lo que podrías llamar el sueño de un Dios. Pero también podrías decir que es un sueño al que un Dios ha permitido hacerse real. Me refiero, desde luego, al Caballero de las Espadas, que gobierna los Cinco Planos.

—¡Los Señores de las Espadas! No existen. Es una superstición en la que antaño creyeron los Vadhagh y los Nhadragh.

—Los Señores de las Espadas existen, señor Córum. Al menos hay uno al que le puedes agradecer tus infortunios. Fue el Caballero de las Espadas quien decidió permitir a los Mabdén fortalecerse y destruir a las Antiguas Razas.

—¿Por qué?

—Porque estaba aburrido de vosotros. ¿Quién no lo estaría? El mundo se ha vuelto más interesante ahora, estoy seguro de que estarás de acuerdo.

—¿Son «interesantes» el caos y la destrucción? —Córum hizo un gesto de impaciencia—. Creí que habías superado tan infantiles ideas.

—Quizá yo sí —sonrió Shool-an-Jyvan—. Pero, ¿y el Caballero de las Espadas?

—No hablas con claridad, Príncipe Shool.

—Cierto. Es un vicio que me resulta imposible dejar. Sin embargo, a veces anima una conversación pesada.

—Si te aburre esta conversación, devuélveme a Rhalina y me iré.

—Tengo el poder de devolverte a Rhalina y liberarte —sonrió de nuevo Shool—. Por eso permití al señor Moidel contestar a la invocación. Quería encontrarme contigo, señor Córum.

—No sabías que vendría.

—Me pareció probable.

—¿Por qué querías encontrarte conmigo?

—Tengo una oferta que hacerte. Y por si rehusaras mi regalo, me pareció prudente tener a la señora Rhalina a mano.

—¿Y por qué iba yo a rechazar un regalo?

—A veces, mis regalos son rechazados. —Shool se encogió de hombros—. La gente no confía en mí. La naturaleza de mis invocaciones los turba. Pocos tienen una palabra amable para un hechicero, señor Córum.

—¿Dónde está la puerta? —dijo Córum, mirando a su alrededor en la penumbra—. Buscaré a Rhalina yo mismo. Estoy muy cansado, Príncipe Shool.

—Desde luego. Has sufrido mucho. Pensaste que tu propio dulce sueño era la realidad y tomaste a la realidad por sueño. Una sorpresa. No hay puerta. No las necesito. ¿No quieres oírme?

—Si decides hablar más claramente, sí.

—No eres un buen invitado, Vadhagh. Creí que tu raza estaba más educada.

—Ya no soy un típico representante de la misma.

—Es una vergüenza que el último de una raza no ejemplifique sus virtudes. Sin embargo, espero ser mejor anfitrión y me atendré a tu petición. Soy un ser muy anciano. Ni soy Mabdén, ni soy de ésos a los que llamas Antiguas Razas. Llegué antes que vosotros. Pertenecía a una raza que empezó a degenerar. Yo no quería degenerar, así que me dediqué a la búsqueda de procedimientos concretos para conservar mi mente con toda su sabiduría. Como ves, descubrí el modo de hacerlo. Soy, esencialmente, mente pura. Con cierto esfuerzo, puedo transferirme de un cuerpo a otro; por lo tanto, soy inmortal. A lo largo de los milenios, a veces, han intentado acabar conmigo, pero nunca han tenido éxito. Eso hubiera implicado la destrucción de demasiadas cosas. Así que me han permitido, hablando en términos generales, continuar con mi existencia y mis experimentos. Mi sabiduría ha crecido. Controlo la Vida y la Muerte. Puedo destruir y resucitar. Puedo dar la inmortalidad a otros seres, si así lo decido. Gracias a mi intelecto y habilidad he devenido, en una palabra, un Dios. Quizá no el más poderoso de los dioses, pero también eso llegará finalmente. Ahora comprenderás que los dioses que simplemente —Shool extendió las manos— «emergieron» a la existencia, que existen sólo por algún azar cósmico, estén ofendidos por mi existencia. Se niegan a reconocer mi divinidad. Tienen celos. Les gustaría haber acabado conmigo, porque destruyo su propia estimación. El Caballero de las Espadas es mi enemigo. Me quiere ver muerto. Así que ya ves que tenemos mucho en común, señor Córum.

—Yo no soy ningún «dios», Príncipe Shool. De hecho, hasta hace poco, ni siquiera creía en los dioses.

—Que no seas un dios, señor Córum, es algo que resulta evidente por tu torpeza. No es eso lo que yo quería decir. Lo que intentaba dar a entender era esto: ambos somos los últimos representantes de razas que, por razones propias, decidieron destruir los Señores de las Espadas. A sus ojos, ambos somos anacronismos que deben ser erradicados. Del mismo modo que reemplazaron a mi pueblo por los Vadhagh y los Nhadragh, están reemplazando ahora a los Vadhagh y Nhadragh por los Mabdén. En tu pueblo está ocurriendo una degeneración, y perdóname si te asocio con los Nhadragh, similar a la que ocurrió en el mío. Como yo, has intentado resistirte a ella, luchar contra ella. Yo elegí la ciencia, tú la espada. Te dejaré la decisión de cuál fue la elección más sabia...

—Pareces muy miserable por el momento.

—Me encontrarás más señorial y benigno cuando alcance la posición de un dios mayor. ¿Me permites seguir, señor Córum? ¿No puedes comprender que hasta ahora he actuado siguiendo un sentimiento de camaradería hacia ti?

—Nada de lo que has dicho hasta ahora parece mostrar tu amistad.

—Dije un sentimiento de camaradería, no amistad. Te aseguro, señor Córum, que podría destruirte en un instante, y también a tu amada.

—Tendría más paciencia si la supiera liberada de ese pacto horrible que hizo y la trajeras aquí para que pudiera ver por mí mismo que aún vive y está a salvo.

—Entonces, destruyeme.

El Príncipe Shool se levantó. Sus gestos parecían los de un hombre muy viejo, malhumorado. No encajaban con el joven cuerpo en absoluto, y le hacían tener un aspecto incluso más indecente.

—Deberías tenerme más respeto, señor Córum.

—¿Por qué? Al fin y al cabo, sólo he visto algunos trucos y oído un montón de charla pomposa.

—Te advierto que te estoy ofreciendo mucho. Sé más agradable conmigo.

—¿Qué me estás ofreciendo?

—Te estoy ofreciendo la vida —se estrecharon los ojos del Príncipe Shool—. Podría tomarla.

—Ya me lo has dicho.

—Te estoy ofreciendo una nueva mano y un nuevo ojo.

El interés de Córum le traicionó evidentemente, ya que el Príncipe Shool cloqueó de risa.

—Te estoy ofreciendo el regreso de esa hembra Mabdén por la que tienes tan perverso afecto. —El Príncipe Shool levantó la mano—. Oh, de acuerdo. Te pido perdón. A cada uno, sus propios placeres... supongo. Te estoy ofreciendo la oportunidad de venganza sobre el causante de tus males...

—¿Glandyth-a-Krae?

—¡No, no, no! ¡El Caballero de las Espadas! ¡El Caballero de las Espadas! ¡El que permitió que los Mabdén, para empezar, echasen raíces en este Plano!

—¿Y qué hay de Glandyth? He jurado destruirle.

—Y tú «me» llamas miserable. Tus ambiciones son minúsculas. ¡Con los poderes que te estoy ofreciendo, puedes destruir a todos condes Mabdén que quieras!

—Continúa...

—¿Continúa? ¿Continúa? ¿No te he ofrecido suficiente?

—No dices cómo piensas convertir esas ofertas en algo más que saliva malgastada.

—¡Ah, eres insultante! ¡Los Mabdén balbucean cuando me materializo! ¡Algunos de ellos mueren de miedo cuando manifiesto mis poderes!

—He visto últimamente demasiados horrores —dijo el Príncipe Córum.

—Eso no debería significar ninguna diferencia. Tu Problema es, Vadhagh, que esos horrores que utilizo son horrores Mabdén. Te asocias con los Mabdén, pero aún eres un Vadhagh. Las pesadillas de los Mabdén te asustan menos que a los propios Mabdén. Si hubieras sido un Mabdén, me habría resultado más fácil convencerte...

—Pero no puedes utilizar a un Mabdén para la tarea que tienes en mente —sonrió Córum—. ¿Estoy en lo cierto?

—Tu inteligencia se agudiza. Esa es exactamente la verdad. Ningún Mabdén podría sobrevivir a lo que tú debes sobrevivir. Y ni siquiera estoy seguro de que un Vadhagh...

—¿Cuál es la misión?

—Robar algo que necesito par satisfacer mis ambiciones.

—¿No lo puedes robar tú mismo?

—Desde luego que no. ¿Cómo podría dejar mi isla? Me destruirían de seguro.

—¿Quién te destruiría?

—¡Mis rivales, desde luego, los Señores de las Espadas y todos los demás! Sobrevivo sólo gracias a que me protejo con toda clase de dispositivos y hechizos que, aunque es este momento pueden romper, no se atreven por miedo a las consecuencias. Romper mis hechizos podría llevar a la disolución de los mismísimos Quince Planos y a la extinción de los propias Señores de las Espadas. No, debes robarlo por mí. Nadie más en todo este Plano tendría suficiente valor o motivos. Porque, si lo haces, te devolveré a Rhalina. Y, si aún lo deseas, tendrás el poder de vengarte de Glandyth-a-Krae. Pero, te lo aseguro, el único culpable de la existencia de Glandyth es el Caballero de las Espadas, y robándole ese objeto de que te hablo, te habrás vengado completamente.

—¿Qué debo robar? —preguntó Córum.

—Su corazón, señor Córum —cloqueó Shool.

—Quieres que mate a un dios y le arranque el corazón...

—Evidentemente no sabes nada de los dioses. Si mataras al Caballero, las consecuencias serían inimaginables. No tiene el corazón en el pecho. Está mejor guardado que eso. Conserva el corazón en este Plano, el cerebro en otro, y así sucesivamente. Eso le protege, ¿lo entiendes?

—Tendrás que explicármelo mejor más tarde —suspiró Córum—. Ahora, libera a Rhalina de ese barco e intentaré hacer lo que me pides.

—¡Eres demasiado obstinado, señor Córum!

—Si soy el único que puede ayudarte a desarrollar tus ambiciones, Príncipe Shool, seguramente puedo permitírmelo.

—Me alegro de que no seas inmortal, señor Córum —los labios jóvenes se curvaron en una mueca casi Mabdén—. Tu orgullo sólo me molestará durante unos cientos de años como máximo. Muy bien, te mostraré a Rhalina. Te haré ver que está sana y salva. Pero no la liberaré. La mantendré aquí y te la devolveré cuando me traigas el corazón del Caballero de las Espadas.

—¿Para qué quieres el corazón?

—Puedo hacer muy buenos tratos con él.

—Puedes tener las ambiciones de un dios, pero empleas los métodos de un vendedor ambulante, señor Shool.

—Príncipe
Shool. Y creo que deberías saber que tus insultos no me afectan. Ahora...

Shool desapareció en una nube de humo verde lechoso que vino de ninguna parte. En el humo se formó una escena. Córum vio el barco de los muertos y la cabina. Vio el cuerpo del Margrave abrazando la carne viva de su esposa, Rhalina, la Margravina. Y Córum vio que Rhalina gritaba horrorizada, pero incapaz de resistirse.

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