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Authors: Italo Calvino

El caballero inexistente (13 page)

BOOK: El caballero inexistente
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—No temáis, noble Sofronia —dijo una voz a sus espaldas. Se volvió. Era la armadura quien hablaba—. Soy Agilulfo de los Guildivernos, que ya una vez salvó vuestra inmaculada virtud.

—¡Oh, socorro! —se había sobresaltado la esposa del sultán. Y luego, reportándose—: Ah, sí, ya me había parecido que esta armadura blanca no me era desconocida. Sois vos el que llegasteis en el momento justo, hace años, para impedir que un bandido abusara de mí…

—Y ahora llego en el momento justo para salvaros de la ignominia de las bodas paganas…

—Ya… Siempre vos, sois…

—Ahora, protegida por esta espada, os acompañaré fuera de los dominios del sultán.

—Ya… Se comprende…

Cuando los eunucos vinieron a anunciar la llegada del sultán, fueron pasados a cuchillo. Envuelta en un manto, Sofronia corría por los jardines al lado del Caballero. Los dragomanes dieron la alarma. Poco pudieron las pesadas cimitarras contra la exacta y ágil espada del guerrero de la blanca coraza. Y su escudo aguantó bien el asalto de las lanzas de todo un pelotón. Gurdulú, con los caballos, esperaba tras una chumbera. En el puerto, un falucho estaba ya preparado para partir hacia tierras cristianas. Sofronia desde la cubierta veía alejarse las palmeras de la playa.

Ahora dibujo, aquí en el mar, el falucho. Lo hago un poco mayor que la nave de antes, para que aunque se encuentre con la ballena no sucedan desastres. Con esta línea curva indico el recorrido del falucho que quisiera hacer llegar hasta el puerto de Saint Malo. Lo malo es que a la altura del golfo de Vizcaya ya hay tal lío de líneas que se cruzan, que es mejor hacer pasar el falucho un poco más acá, por aquí arriba, por aquí arriba, y ¡diantre!, va a chocar contra las escolleras de Bretaña. Naufraga, se va a pique, y a duras penas Agilulfo y Gurdulú consiguen llevar a Sofronia sana y salva a la orilla.

Sofronia está cansada. Agilulfo decide hacerla refugiar en una cueva y alcanzar con su escudero el campamento de Carlomagno para anunciar que la virginidad está todavía intacta, así como la legitimidad de su nombre. Ahora ya marco la cueva con una crucecita en este punto de la costa bretona para poder encontrarla luego. No sé qué debe ser esta línea que también pasa por este punto: a estas alturas mi mapa es un embrollo de rayas trazadas en todos los sentidos. Ah, sí, es una línea que corresponde al recorrido de Torrismundo. Así pues, el pensativo joven pasa precisamente por aquí, mientras Sofronia yace en la caverna. También él se aproxima a la cueva, entra, la ve.

X

¿Cómo había llegado hasta allí, Torrismundo? Mientras Agilulfo pasaba de Francia a Inglaterra, de Inglaterra a África y de África a Bretaña, el benjamín putativo de los duques de Cornualles había recorrido de arriba abajo los bosques de las naciones cristianas en busca del campamento secreto de los Caballeros del Santo Grial. Puesto que de año en año la Sagrada Orden acostumbra cambiar su sede y nunca da a conocer su presencia a los profanos, Torrismundo no encontraba ningún indicio que seguir en su itinerario. Caminaba al azar, persiguiendo una remota sensación que para él era todo uno con el nombre del Grial; pero ¿era la Orden de los píos Caballeros lo que buscaba o más bien perseguía el recuerdo de su infancia en los brezales de Escocia? A veces, al abrirse de improviso un valle negro de alerces, o un precipicio de rocas grises al fondo de las cuales retumbaba un torrente blanco de espuma, lo asaltaba una conmoción inexplicable, que él tomaba por una advertencia. «Quizá están aquí, aquí cerca.» Y si de aquel paraje se alzaba un lejano y oscuro sonido de cuerno, entonces Torrismundo no tenía ya dudas, se ponía a recorrer cada quebrada palmo a palmo buscando un indicio. Topaba a lo sumo con algún cazador extraviado o con un pastor y su grey.

Llegado a la remota tierra de Curvaldia, se detuvo en un pueblo y pidió a aquellos campesinos la caridad de un poco de requesón y de pan negro.

—Dároslo, os lo daríamos de buen grado, señorito —dijo un cabrero—, pero vednos a mí, a mi mujer y a mis hijos, ¡lo esqueléticos que nos hemos quedado! Los donativos que debemos hacer a los caballeros son ya tantos… Este bosque hormiguea de colegas vuestros, aunque vestidos de otra forma. Hay toda una tropa, y en cuanto al aprovisionarse, comprendéis, ¡los tenemos a todos encima!

—¿Caballeros que viven en el bosque? ¿Y cómo visten?

—El manto es blanco, el yelmo es de oro, con dos alas blancas de cisne a los lados.

—¿Y son muy piadosos?

—Oh, piadosos lo son mucho. Y con el dinero no se manchan las manos, porque no tienen un céntimo. Pero pretensiones sí que tienen, ¡y a nosotros nos toca obedecer! Ahora nos hemos quedado sin nada: hay carestía. Cuando vengan la próxima vez, ¿qué les daremos?

El joven ya corría hacia el bosque.

Entre los prados, por las tranquilas aguas de un riachuelo, pasaba una lenta bandada de cisnes. Torrismundo caminaba por la orilla, siguiéndolos. De entre las frondas resonó un arpegio: «¡Flin, flin, flin!». El joven seguía avanzando y el sonido parecía ora seguirlo, ora precederlo: «¡Flin, flin, flin!» Donde las frondas se aclaraban apareció una figura humana. Era un guerrero con el yelmo adornado con alas blancas, que sujetaba una lanza y al mismo tiempo una pequeña arpa en la que, a veces, ensayaba aquel acorde: «¡Flin, flin, flin!» No dijo nada; sus miradas no evitaban a Torrismundo, pero le pasaban por encima casi como si no lo percibiera, y sin embargo parecía que lo estuviera acompañando: cuando troncos y arbustos los separaban, le hacía encontrar el camino reclamándolo con uno de sus arpegios: «¡Flin, flin, flin!» Torrismundo habría querido hablarle, preguntarle, pero lo seguía callado e intimidado.

Salieron a un claro. Por todas partes había guerreros armados con lanzas, con corazas de oro, envueltos en largos mantos blancos, inmóviles, vueltos cada uno en una dirección distinta, con la mirada en el vacío. Uno cebaba un cisne con granos de maíz, volviendo los ojos a otra parte. Ante un nuevo arpegio del tañedor, un guerrero a caballo respondió alzando el cuerno y emitiendo un largo reclamo. Cuando calló, todos aquellos guerreros se movieron, dieron algunos pasos cada uno en su dirección, y se detuvieron de nuevo.

—Caballeros… —se esforzó en decir Torrismundo—, perdonadme, quizá me equivoco, pero ¿no sois acaso los Caballeros del Gri…?

—¡No pronuncies jamás ese nombre! —lo interrumpió una voz a sus espaldas. Un caballero, de cabeza canosa, estaba parado junto a él—. ¿No te basta con haber venido a turbar nuestro piadoso recogimiento?

—¡Oh, perdonadme! —se le dirigió el joven—. ¡Soy tan feliz de estar entre vosotros! ¡Si supierais cuánto os he buscado!

—¿Por qué?

—Porque… —y el deseo de proclamar su secreto fue más fuerte que el temor de cometer un sacrilegio— … ¡porque soy vuestro hijo!

El caballero anciano permaneció impasible.

—Aquí no se conocen padres ni hijos —dijo tras un momento de silencio—. Quien entra en la Sagrada Orden abandona todos los parentescos terrenos.

Torrismundo, más que repudiado, se sintió desilusionado: tal vez había esperado una repulsa desdeñosa por parte de sus castos padres, que él habría rebatido aduciendo pruebas, invocando la voz de la sangre; pero esta respuesta tan tranquila, que no negaba la posibilidad de los hechos, pero excluía toda discusión por una cuestión de principios, era desalentadora.

—No tengo otra aspiración que ser reconocido hijo de esta Sagrada Orden —trató de insistir—, ¡por la que mantengo una admiración ilimitada!

—Si admiras tanto a nuestra Orden —dijo el anciano—, no deberías tener otra aspiración que la de ser admitido a formar parte de ella.

—¿Y sería posible, decís? —exclamó Torrismundo, en seguida atraído por la nueva perspectiva.

—Cuando te hayas hecho digno de ello.

—¿Qué es preciso hacer?

—Purificarse gradualmente de toda pasión y dejarse poseer por el amor del Grial.

—Oh, vos lo pronunciáis, el nombre.

—Nosotros los Caballeros podemos; vosotros los profanos, no.

—Pero decidme, ¿por qué todos aquí callan y vos sois el único en hablar?

—Es a mí a quien corresponde el deber de las relaciones con los profanos. Al ser las palabras a menudo impuras, los Caballeros prefieren abstenerse, salvo para dejar hablar a través de sus labios al Grial.

—Decidme, ¿qué debo hacer para empezar?

—¿Ves aquella hoja de arce? Una gota de rocío se ha posado en ella. Tú estate quieto, inmóvil, y fíjate en esa gota sobre la hoja, ensimísmate, olvida todo lo del mundo en esa gota, hasta que sientas que te has perdido a ti mismo y que estás invadido por la infinita fuerza del Grial.

Y lo dejó allí. Torrismundo miró fijamente la gota, miró, miró, se puso a pensar en sus cosas, vio una araña que bajaba por la hoja, miró la araña, miró la araña, volvió a mirar la gota, movió un pie en el que sentía hormigueo, ¡uf!, se aburría. A su alrededor aparecían y desaparecían en el bosque caballeros que caminaban lentamente, con la boca abierta y los ojos desencajados, acompañados por cisnes cuyo suave plumaje acariciaban de vez en cuando. Alguno de ellos de repente abría los brazos y daba una carrerita, emitiendo un grito suspirado.

—¿Y a aquéllos —Torrismundo no pudo contenerse de preguntar al anciano, que había vuelto a aparecer por las cercanías—, qué les ocurre?

—El éxtasis —dijo el anciano—, es decir, algo que tú no conocerás nunca si eres tan distraído y curioso. Esos hermanos han alcanzado finalmente la completa comunión con el todo.

—¿Y aquellos otros? —preguntó el joven. Algunos caballeros caminaban contoneándose, como asaltados por dulces estremecimientos, y torcían la boca.

—Están todavía en un estadio intermedio. Antes de sentirse una misma cosa con el sol y las estrellas, el novicio siente como si tuviera dentro de sí únicamente las cosas más próximas, pero muy intensamente. Esto, en especial a los más jóvenes, les hace cierto efecto. A esos hermanos nuestros que tú ves, el correr del arroyo, el susurro de las hojas, el crecimiento subterráneo de los hongos les comunican una especie de agradable y lentísimo cosquilleo.

—¿Y no se cansan, a la larga?

—Alcanzan poco a poco los estadios superiores, en los que ya no son sólo las vibraciones más próximas aquello que los ocupa, sino el gran aliento de los cielos, y paulatinamente se alejan de los sentidos.

—¿Se produce en todos?

—En pocos. Y de manera completa sólo en uno de nosotros, el Elegido, el Rey del Grial.

Habían llegado a una explanada donde un gran número de caballeros hacían ejercicios de armas delante de una tribuna con baldaquín. Bajo aquel baldaquín estaba sentado, o mejor dicho, acurrucado, inmóvil, alguien que parecía, más que un hombre, una momia, vestida también con el uniforme del Grial, pero de forma más fastuosa. Los ojos los tenía abiertos, o más bien desencajados, en una cara reseca como una castaña.

—Pero ¿está vivo?

—Está vivo, pero es presa del amor del Grial hasta el extremo de que ya no tiene necesidad de comer, ni de moverse, ni de hacer sus necesidades, ni casi de respirar. No ve ni siente. Nadie conoce sus pensamientos: sin duda ellos reflejan el recorrido de lejanos planetas.

—¿Y por qué lo hacen asistir a una parada militar, si no ve?

—Eso está en los ritos del Grial.

Los caballeros se ejercitaban entre sí en asaltos de esgrima. Movían las espadas a saltos, mirando al vacío, y sus pasos eran duros e imprevistos como si nunca pudieran prever lo que harían un instante después. Y sin embargo no erraban un golpe.

—Pero ¿cómo pueden combatir con ese aire de adormecidos?

—Es el Grial que está en nosotros el que mueve nuestras espadas. El amor del universo puede tomar forma de tremendo furor y empujarnos a ensartar amorosamente a los enemigos. Nuestra Orden es invencible en la guerra precisamente porque combatimos sin hacer ningún esfuerzo ni ninguna elección, sino dejando que el sagrado furor se desencadene a través de nuestros cuerpos.

—¿Y siempre resulta?

—Sí, para quien ha perdido todo residuo de voluntad humana y deja que sea solamente la fuerza del Grial la que mueva su mínimo gesto.

—¿El mínimo gesto? ¿Incluso ahora que estáis caminando?

El anciano avanzaba como un sonámbulo.

—Ciertamente. No soy yo el que mueve mi pie: dejo que sea movido. Inténtalo. Todos empezamos por eso.

Torrismundo lo intentó, pero —primero— no había manera de conseguirlo y —segundo— no encontraba en ello ningún placer. Había el bosque, verde y frondoso, todo aleteos y chillidos, donde le habría gustado correr, desembrollarse, levantar la caza, oponerse a aquella sombra, a aquel misterio, a aquella naturaleza extraña, él mismo, su fuerza, su cansancio, su valor. En cambio, tenía que estar allí meciéndose como un paralítico.

—Déjate poseer —lo amonestaba el anciano—, déjate poseer por el todo.

—Pero a mí, en realidad —prorrumpió Torrismundo—, lo que me gustaría es poseer, no ser poseído.

El anciano cruzó los codos sobre el rostro a fin de taparse al mismo tiempo ojos y orejas.

—Te queda aún mucho camino por andar, muchacho.

Torrismundo permaneció en el campamento del Grial. Se esforzaba en aprender, en imitar a sus padres o hermanos (ya no sabía cómo llamarlos), trataba de sofocar cualquier impulso del ánimo que le parecía demasiado individual, de fundirse en la comunión con el infinito amor del Grial, ponía interés en percibir cada mínimo indicio de aquellas inefables sensaciones que ponían en éxtasis a los caballeros. Pero los días pasaban y su purificación no avanzaba un paso. Todo lo que más gustaba a ellos, a él le fastidiaba: aquellas voces, aquella música, aquel estar siempre allí a punto de vibrar. Y sobre todo la continua proximidad de los cofrades, vestidos de aquel modo, medio desnudos con la coraza y el yelmo de oro, con las carnes tan blancas, algunos un poco viejos, otros jóvenes y delicados, quisquillosos, recelosos, susceptibles, le resultaba cada vez más antipática. Además, con el cuento de que era el Grial lo que los movía, se abandonaban a toda clase de costumbres disipadas y pretendían continuar siendo puros.

La idea de que podía haber sido engendrado así, con los ojos clavados en el vacío, sin fijarse siquiera en lo que hacían, y olvidándose de ello en seguida, le resultaba insoportable.

Llegó el día de la recaudación de tributos. Todos los pueblos que rodeaban el bosque tenían que entregar, en un plazo establecido, a los Caballeros del Grial, determinado número de requesones, de cestos de zanahorias, de sacos de cebada y de corderos lechales.

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