Read El Caballero Templario Online
Authors: Jan Guillou
Esos Folkung podían reivindicar que habían recibido Ulfshem como regalo del rey y que lo habían reconstruido todo desde los cimientos.
Aquí, para su sorpresa, el canciller se vio interrumpido por Cecilia Rosa, que señaló de modo casi impertinente que la tierra valía mucho más que unas casas, que además los cimientos de piedra eran más valiosos que la construcción de madera, si es que se había construido de la manera nueva, pero seguro que se hizo así, pues se había quemado todo y algo tuvo que ser construido sobre los cimientos.
El canciller frunció un poco el ceño al ser corregido de ese modo, pero como la única testigo era la reina, lo pasó por alto y en lugar de enfadarse elogió a Cecilia Rosa por su buen olfato para los negocios.
Fuera como fuese, al asunto se le había dado mil vueltas y ahora parecía haber más de una salida de esta madriguera. La plata era una de ellas. Otra era el matrimonio. Pues si Ulvhilde acordaba comprometerse con alguno de los hijos de Sigurd, nada impediría que se quedase con más de la mitad de la propiedad, puesto que algo tendría que dejar como dote.
Al llegar a este punto, pareció que Cecilia Rosa fuese a interrumpir de nuevo al canciller, pero al final se detuvo.
La otra posibilidad, continuó el canciller mientras con una sonrisa alzaba el dedo índice para no ser interrumpido de nuevo, era comprar la parte de los Folkung de Ulfshem. Esos últimos años Birger Brosa había ido dos veces de cruzada al otro lado del mar Báltico. Una vez, él y sus hombres se vieron sorprendidos por un contraataque. Se habían visto muy apurados y por unos momentos la situación parecía muy negra. En ese momento Birger Brosa prometió a Dios que construiría tres iglesias si los salvaba de ese apuro. Cuando las cosas siguieron con mal aspecto añadió que además de las iglesias podría encargarse de resolver el problema de la pequeña Ulvhilde. Entonces la suerte de la batalla cambió por completo.
Las iglesias ya estaban construidas pero la deuda con Dios no estaba del todo saldada, de modo que ahora se arreglaría la vida de Ulvhilde de un modo u otro. La pregunta sólo era cómo hacerlo. Y seguramente Cecilia Rosa podría comprender que él y Cecilia Blanka debían mantener esta conversación en ausencia de Ulvhilde y sólo por ese motivo no se le había pedido aún que saliese al
hospitium.
Ahora querían saber la opinión de Cecilia Rosa y, si podían llegar a algún acuerdo razonable, sólo sería cuestión de mandar llamar a Ulvhilde. Así que, para acabar, ¿cuál era la opinión de Cecilia Rosa? Ella era quien mejor conocía a Ulvhilde. ¿Habría que recurrir a la opción más costosa, comprar la parte de los Folkung, o se podría arreglar el asunto del modo más sencillo casándola en el linaje de los Folkung?
Cecilia Rosa opinaba que esa cuestión no podría resolverse así de golpe. En un mundo mejor, donde todos los allegados y queridos de Ulvhilde no hubiesen sido asesinados en una guerra, ella tendría todavía un padre que la habría casado ya tiempo atrás según mejor le hubiera convenido a él, probablemente con alguno de los parientes de los cancilleres Kol y Boleslav. Pero tal como estaban ahora las cosas, Ulvhilde estaba libre de ese tipo de obligaciones. Cierto era que se conformaría con cualquier cosa que le propusieran sus dos únicas amigas y el canciller, pero obligar a Ulvhilde a apresurarse en entrar en el lecho conyugal podría comportarle tanto desgracia como felicidad.
Lo mejor sería, dijo Cecilia Rosa al cabo de un rato de reflexión, que Ulvhilde sencillamente volviese a la finca y a la tierra de su propiedad sin promesas de compromiso. El Folkung Sigurd y sus dos hijos podrían quedarse para ayudar a Ulvhilde a aprender a ser ama de casa mientras Birger Brosa arreglaba el asunto de las fincas nuevas, porque seguramente no resultaría fácil para alguien que llevaba viviendo la mayor parte de su vida entre cánticos, huertos y costura.
Birger Brosa murmuró que ésa sería la solución más costosa en el caso de que ninguno de los hijos de Sigurd le cayese en gracia a Ulvhilde. Las dos Cecilias le reprocharon de inmediato que en primer lugar se lo había prometido a Dios sin ningún tipo de reservas por lo que se refería a los gastos, y que en segundo lugar se había enriquecido mucho con sus cruzadas en el este. Él no se enfadó al oír esas palabras del modo que lo habría hecho al recibirlas en compañía masculina. Y tras un momento de silencio, dio su consentimiento y pidió a Cecilia Rosa que entrase en la clausura a buscar a Ulvhilde.
Cuando estaba saliendo, Cecilia Blanka le recordó que ésa sería la última vez que Ulvhilde saldría por el portón de Gudhem, pues dentro de un día o dos se la llevarían en su viaje hacia el norte del país. Así que si había algún manto de los Sverker apropiado sería mejor traerlo ahora, añadió. El canciller no tendría ningún problema en pagar ese regalo. Y si se resistía a ese pequeño gasto, ella misma lo pagaría. Cecilia Blanka y Birger Brosa se rieron ambos con ese comentario.
Cecilia Rosa se apresuró a entrar tras los muros con las mejillas ardiendo y el corazón palpitando y fue derecha al
vestiarium
, donde a esas horas esperaba encontrar a Ulvhilde. Pero no estaba allí. Cecilia Rosa buscó rápidamente un hermoso manto de los Sverker rojo carmesí con el grifo bordado en hilos de oro y de seda en la espalda, lo dobló y siguió corriendo a buscar a Ulvhilde.
De repente la llenaba una gran preocupación. Y guiada por esta preocupación no buscó en los sitios donde habitualmente buscaría, sino que fue directamente a los aposentos de la madre Rikissa y allí las encontró a ambas, arrodilladas y llorando. La madre Rikissa abrazaba a Ulvhilde, que temblaba, sollozando. Lo que Cecilia Rosa había temido estaba sucediendo o, en el peor de los casos, acababa de suceder, a pesar de haber advertido a Ulvhilde.
—¡Ulvhilde, no te dejes engañar! —gritó mientras corría hacia ellas y arrancaba con brusquedad a Ulvhilde de las garras de la madre Rikissa, la abrazó y le acarició la espalda, que temblaba, mientras intentaba aguantar el manto rojo.
La madre Rikissa se levantó siseando con los ojos enrojecidos, echando chispas y gritando salvajemente que nadie tenía derecho a interrumpir la confesión y que algunas cosas se habían dicho pero que otras quedaban por aclarar. Intentó agarrar los brazos de Ulvhilde para atraerla de nuevo hacia sí.
Pero con una fuerza que le era desconocida, Cecilia Rosa separó a su amiga de la bruja y extendió el manto rojo a modo de protección entre ellas. Ambas se quedaron paradas y sorprendidas ante la gran tela de color rojo carmesí.
Cecilia Rosa aprovechó para colocar de prisa el manto de Sverker sobre los hombros de Ulvhilde, como si fuera un escudo de hierro que la protegiera contra la maldad de la madre Rikissa.
—¡Debéis calmaros, Rikissa! —dijo con una fuerza que nunca habría creído tener en circunstancias normales—. ¡Ésta ya no es vuestra sierva, la pobre doncella Ulvhilde entre familiares sin plata ni linaje, ésta es ahora Ulvhilde de Ulfshem, y gracias a Dios, vosotras dos nunca volveréis a veros!
Aprovechando la repentina calma que se apoderó de Ulvhilde y de la madre Rikissa y sin ningún tipo de despedida, Cecilia Rosa se llevó a su amiga a rastras fuera de las habitaciones de la madre Rikissa, cruzaron el corto tramo del claustro y rápidamente salieron por el gran portón.
Una vez fuera se detuvieron unos instantes bajo el grabado en piedra de Adán y Eva expulsados del paraíso, jadeando como si hubieran estado corriendo durante un buen rato.
—Te lo advertí una y otra vez, te conté cómo la serpiente podía convertirse en cordero —dijo al final Cecilia Rosa.
—¡Me… pareció… tan… desgraciada! —sollozó Ulvhilde.
—Tal vez porque es desgraciada, pero eso no elimina su maldad. ¿Qué le dijiste? ¿No confesarías, verdad? —preguntó Cecilia con cuidado y preocupada.
—Me hizo llorar por su desgracia, me hizo perdonarla —susurró Ulvhilde.
—¡Y luego ibas a confesar!
—Sí, luego quería mi confesión pero entonces entraste tú como enviada por la Virgen. Perdóname, querida, estuve muy cerca de cometer una gran estupidez —contestó Ulvhilde, avergonzada y mirando al suelo.
—Creo que tienes razón, creo que la Virgen me envió por piedad en el momento preciso. El manto que ahora llevas te habría sido arrancado de inmediato y te habrías quedado para siempre a marchitarte dentro de Gudhem si llegas a contarle la verdad acerca de la hermana Leonore. ¡Ahora recemos y démosle las gracias a Nuestra Señora!
Las dos cayeron de rodillas a la salida del portón del convento, por donde Ulvhilde acababa de salir por última vez. Ulvhilde había estado a punto de empezar a preguntar, pues era como si ahora de pronto hubiese recuperado la razón y comprendió el tesoro que Cecilia Rosa había colgado sobre sus hombros. Pero rezaron largamente en un profundo y sincero agradecimiento rogándole a la Virgen María el perdón de sus pecados, los pecados que casi habían supuesto su perdición y que podrían haber arrastrado a la reina en su caída. Para el resto de su vida estarían convencidas de que la Virgen María envió una maravillosa salvación en el último instante. La bruja realmente había hechizado a Ulvhilde y casi la había convencido de introducir su cabeza en la soga.
Pero cuando se pusieron en pie, se abrazaron y se besaron, Ulvhilde recuperó la razón, acarició la tela roja y sin usar palabras preguntó su significado.
Cecilia Rosa le explicó que había llegado la hora de que Ulvhilde regresara a su hogar y que el manto era un regalo del canciller o de la reina, pero que no era la única propiedad de Ulvhilde, pues ahora ella era la única propietaria de Ulfshem.
Mientras caminaban bajo un devoto silencio desde el portón de Gudhem hasta el
hospitium
, donde esperaban sus benefactores, Ulvhilde forzó su mente para intentar comprender lo que acababa de suceder.
Hacía un rato no poseía más que las ropas que llevaba puestas y tan siquiera eso. Las ropas en las que llegó una vez a Gudhem eran ropas de niña, hacía tiempo que se le quedaron pequeñas y seguramente habían desaparecido o habían sido vendidas. No tuvo, por tanto, que recoger ningún objeto personal antes de salir por el portón de Gudhem.
El paso al valioso manto rojo y a convertirse en ama de Ulfshem era imposible de comprender sin más tiempo de reflexión.
Por tanto, Cecilia Rosa y Ulvhilde parecían mucho más precavidas de lo que esperaban sus benefactores al entrar ambas en la sala de banquetes del
hospitium
, donde los asadores y los cerveceros ya habían empezado a trabajar. El canciller que con una mirada picara se había puesto en pie de un salto para recibir con una profunda reverencia a la nueva ama de Ulfshem, vio de inmediato que algo no estaba en orden.
Por eso su fiesta tuvo un curioso inicio, en el que Cecilia Rosa y Ulvhilde explicaron el último y furioso intento de la madre Rikissa de hacerlos desaparecer a todos de este mundo. El canciller escuchó ahora por primera vez la historia de cómo las tres conspiradoras habían ayudado al monje y a la monja fugitivos. Primero quedó pensativo, pues sin ser el más ilustrado en las normas de la Iglesia, comprendía muy bien que la felicidad y el futuro bienestar de todos había pendido de un hilo muy fino. Pero dijo decidido que el peligro ya había pasado. Porque si lo analizaban con detenimiento, algo que el asunto se merecía, ellos cuatro eran los únicos que conocían la verdad acerca de los fugitivos del convento. La reina y Cecilia Rosa guardarían bien el secreto. Lo mismo haría Ulvhilde, especialmente si se casaba en el linaje de los Folkung —en este punto, las dos Cecilias lo miraron con severidad—, especialmente si se preocupaba por la paz y la felicidad de sus amigas, dijo entonces apresurándose a modificar sus palabras. Y él, por su parte, añadió con una sonrisa exagerada, no tenía ninguna intención de lanzar al país de nuevo a la guerra y al desastre por culpa de un monje fugitivo.
Pues ésa había sido la intención de la madre Rikissa, explicó luego con más seriedad. Para ella se trataba de mucho más que de vengarse de dos doncellas que la habían desobedecido. Debían recordar que había sido ella quien una vez casi había logrado que excomulgasen a Arn Magnusson, y que éste le había provocado muchos enredos a Knut Eriksson, que por aquel entonces todavía no había sido reconocido por todos como rey. Y si Rikissa, como ahora era su intención, lograba hacer que excomulgaran a la reina Cecilia Blanka por una fuga en un convento, pues había participado del delito al pagarlo, sus hijos con Knut no heredarían la corona y estarían de nuevo cerca de la guerra. Así era como había pensado Rikissa. Si hubiera llegado a conseguirlo, habría tenido motivos para alegrarse durante el resto de su vida en la tierra, antes de ir al infierno, pues seguro que era allí donde terminaría su viaje algún día.
Por tanto había ahora un doble motivo para celebrar un banquete de alegría, prosiguió Birger Brosa con los ánimos renovados y todavía más alegre, y bebió con cortesía en honor de las tres muchachas.
Su pequeño banquete se fue animando despacio a medida que fueron comiendo y bebiendo y pronto empezaron a bromear acerca de la pobre dieta habitual de Cecilia Rosa y Ulvhilde que, sin embargo, las había conservado jóvenes y sanas, mientras la dieta de la libertad y la riqueza seguramente tenía peores efectos sobre quien deseaba vivir por mucho tiempo. Comieron hasta hartarse de ternera y cordero y probaron un poco de vino, aunque bebieron casi sólo cerveza, de la que parecía haber una cantidad ilimitada.
Las dos Cecilias y Ulvhilde terminaron, como era de esperar, mucho antes que Birger Brosa, que al igual que muchos Folkung era conocido por su gran apetito. Su abuelo había sido Folke el Gordo, el poderoso canciller.
Posiblemente Birger Brosa abandonó los entremeses, los nabos y las judías dulces mucho antes de lo que lo habría hecho en compañía de hombres, puesto que se sentía algo extraño comiendo solo mientras las tres mujeres lo miraban con cada vez mayor impaciencia. A pesar de todo, era con la cerveza de después con la que se solía conversar mejor, al menos hasta emborracharse. Y esta vez Birger Brosa guardaba más asuntos en su morral.
Cuando notó que las dos Cecilias y Ulvhilde habían empezado a hablar en su idioma silencioso y de vez en cuando parecían reírse de él, apartó la comida, volvió a servirse cerveza, enfundó la navaja en el cinturón, se limpió la boca, se sentó encima de una pierna y apoyó como acostumbraba a hacer la jarra de cerveza sobre la rodilla doblada. Tenía más cosas que contar que seguramente podrían parecer importantes, explicó solemne, y bebió un gran trago mientras esperaba a que se hiciera el silencio que sabía que obtendría con sus palabras.