El Caballero Templario (19 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: El Caballero Templario
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—Me parece oportuno —empezó con aires pensativos— que ahora que nos encontramos aquí y ya que hemos oído la heroica hazaña del obispo Bengt, discutiésemos un poco lo que podríamos hacer por Gudhem. ¿Tal vez tú, Rikissa, tengas alguna propuesta?

Todas las miradas se centraron en la madre Rikissa, pues el canciller no era conocido por preguntar si no esperaba una respuesta. La madre Rikissa pensó bien antes de responder.

—Siempre llegan tierras a los conventos —dijo—. También Gudhem irá recibiendo más de ese producto a medida que pasen los años. Pero ahora mismo necesitaríamos más bien pieles de ardilla, buenas pieles de zorro y de marta aquí en Gudhem.

Tenía un aspecto un poco perspicaz al terminar de hablar, como si supiese muy bien la sorpresa que iba a suscitar su respuesta.

—Pieles de invierno de ardilla y marta, parece como si tú y tus hermanas estuvieseis sufriendo tentaciones mundanales, pero tan malo no puede ser, ¿verdad, Rikissa? —preguntó Birger Brosa con amabilidad y con una sonrisa mayor de lo habitual.

—¡En absoluto! —refunfuñó la madre Rikissa—. Pero al igual que los hombres os dedicáis al comercio, como todos bien habéis presumido, tenemos que hacerlo también las siervas del Señor. Mirad todos estos mantos mugrientos y rotos que ahora lleváis. En Gudhem hemos empezado a hacer unos mantos nuevos y más cómodos de los que llevabais antes. Y contamos con obtener una honrada compensación por estos mantos. Como somos mujeres, no podéis pedirnos que rompamos piedra de molino como los monjes de Varnhem.

Su respuesta produjo tanta sorpresa como aprobación. Hacía un instante todos se sentían expertos en materia de negocios, como de hecho los hombres siempre se sienten, y no pudieron hacer otra cosa que asentir e intentar aparentar sabiduría.

—Y por cierto, ¿qué color llevarán esos mantos que tú y tus hermanas coséis? —preguntó Birger Brosa en tono amable pero que poco ocultaba sus astutas intenciones.

—¡Querido canciller! —contestó la madre Rikissa aparentando también sorpresa ante la inocente pregunta que Birger Brosa acababa de formular—. Naturalmente los mantos que cosemos son rojos con una cabeza de grifo negra… al igual que azules con tres coronas o azules con el león que tú mismo, aunque ahora parezca que no, sueles llevar sobre la espalda…

Tras una breve pausa de duda, Birger Brosa se echó a reír, tras lo cual Knut Eriksson lo acompañó en la risa, de modo que pronto todos los hombres de la mesa estuvieron riendo.

—¡Madre Rikissa! Tienes una lengua afilada pero también encontramos gracia en tu modo de exponer tus palabras —dijo Knut Eriksson, tomó un sorbo de cerveza y se secó la boca antes de proseguir—. La peletería que nos pedías estará pronto en Gudhem, en eso tienes nuestra palabra. ¿Quieres pedir algo más, ahora que estamos de buen humor y con ganas de hacer nuevos negocios?

—Sí, tal vez, mi rey —contestó la madre Rikissa, vacilando—. Si esos de Lübeck tuviesen hilos de oro y de plata podríamos hacer los escudos mucho más hermosos. Seguramente podrán confirmarlo tanto Cecilia Ulvsdotter como Cecilia Algotsdotter, pues ambas han sido muy hábiles en esta nueva actividad que se ha llevado a cabo en Gudhem.

Todas las miradas se dirigieron ahora hacia las Cecilias, que tímidamente tuvieron que asentir a lo que había dicho la madre Rikissa. Seguro que los escudos en las espaldas de los mantos serían mucho más hermosos con hilos tan buenos.

Y así fue cómo el rey prometió de inmediato que haría llegar cuanto antes a Gudhem no sólo las pieles solicitadas sino también hilo de Lübeck, y añadió que, además de ser mejor negocio que donar tierra, ofrecerían una imagen más hermosa el día que lo coronasen a él y a su reina si los invitados estaban bien provistos con objetos de Gudhem.

Poco después la madre Rikissa se levantó de la mesa con la excusa de que sus obligaciones la reclamaban y dio las gracias tanto por el ágape como por las promesas. El rey y el canciller asintieron con las cabezas dándole las buenas noches, de modo que era libre de irse. Pero permaneció en su sitio mirando con severidad a Cecilia Rosa, como si estuviese esperándola.

Al descubrir Knut Eriksson la silenciosa exigencia de la madre Rikissa, miró a su prometida y ésta negó rápidamente con la cabeza. Se decidió de inmediato.

—Te deseamos buenas noches, Rikissa —dijo—. Y por lo que se refiere a Cecilia Algotsdotter, deseamos que pase esta noche con nuestra prometida para que nadie pueda decir que Knut permaneció la misma noche bajo el mismo techo y en la misma cama que su prometida.

La madre Rikissa seguía sin moverse del sitio, como si no diese crédito a sus oídos y como si no pudiera decidirse entre resignarse e irse o lanzarse a la batalla.

—Porque como todos sabemos —añadió Birger Brosa con suavidad—, las Cecilias pueden sufrir miserables consecuencias si los prometidos no son mantenidos bien alejados hasta que se celebre la cerveza de matrimonio. Y por mucho que a ti te alegrase tener a las dos Cecilias bajo la disciplina del Señor durante veinte años, seguro es que nuestro rey no se alegraría tanto por algo así.

Birger Brosa sonreía como siempre, pero sus palabras habían sido venenosas. La madre Rikissa era una mujer guerrera y sus ojos echaban chispas. Y en ese momento intervino el rey, antes de que el daño por palabras duras fuese irremediable.

—¡Estamos seguros de que puedes dormir tranquila, Rikissa! —dijo—. Pues tenemos la bendición de tu arzobispo para lo que acabamos de ordenar y establecer. ¿No es así, mi querido Stéphan?

—Comment
? Eh…
naturellement…
eh, claro,
ma chère mère
Rikissa… es tal y como acaba de decir su majestad, cosa pequeña, ningún problema grande…

El arzobispo volvió a sumergirse en su carne de cordero, la tercera bandeja que se le servía, y luego alzó su copa de vino y aparentó observarla con mucho interés, como si todo ya estuviese aclarado. La madre Rikissa dio media vuelta sin mediar palabra y caminó hacia la puerta, taconeando fuertemente sobre las tablas de roble.

Con ello, el rey y sus hombres habían logrado deshacerse de la persona que con su presencia más había frenado sus lenguas, que pronto empezaron a soltarse de forma tan implacable como la necesidad de salir cada vez más a menudo a aliviarse sobre las ramas de abeto. Era un estorbo tener a una abadesa presente en un banquete, no cabía duda de ello.

Pero tampoco era mucho mejor con dos doncellas cuyos jóvenes oídos con toda certeza serían gravemente dañados por las largas conversaciones que la noche todavía podía ofrecer.

El rey explicó que se había dispuesto un lecho para las Cecilias en una habitación de la planta superior y que habría un guardia en la puerta toda la noche, con lo que las malas lenguas no tendrían nada que hacer. Las Cecilias deseaban esta despedida tanto como los hombres, pues sólo les quedaba una última noche juntas para decir todo aquello que si no luego lamentarían por mucho tiempo no haber dicho. Se retiraron, respetuosas, aunque Birger Brosa las detuvo en su camino con un gesto de la mano y un amable carraspeo. Cecilia Rosa se sonrojó y se quitó el manto y cuando Birger Brosa, jocoso, le dio la espalda, le colgó el manto de canciller con el león de los Folkung sobre los hombros.

Pronto estuvieron las dos Cecilias acostadas en la planta superior entre lino y pieles, de modo que podrían dormir en sólo paños menores y aun así sentir que la noche era más cálida y agradable que de costumbre. En una de las paredes de troncos había velas de sebo que arderían durante mucho más rato que las de cera. Permanecieron tumbadas la una al lado de la otra, mirando fijamente al techo y cogidas de la mano. Sobre un banco al lado de la cama estaba el manto de reina, azul y poderoso, con tres coronas de oro relucientes como recordatorio de los increíbles acontecimientos que habían sucedido ese día. Durante un rato estuvieron tan hechizadas con ese pensamiento que no dijeron nada.

Pero la noche todavía era joven y de abajo provenían el jaleo y las risas del grupo, ahora completamente libre de mujeres que, en consecuencia, se proponía con todo su empeño hacer de ese banquete todo lo bueno que la tradición exige de un banquete celebrado por el rey.

—Me pregunto si el arzobispo irá ya por su cuarta bandeja de carne de cordero —dijo Cecilia Blanka con una risita—, Y por cierto, ¿será tan simple como parece? ¿Viste cómo despachó a la madre Rikissa, como si hubiese encontrado una mosca en su copa de vino?

—Precisamente por eso no debe de ser tan simple como aparenta —contestó Cecilia Rosa—, No podía aparentar obedecer cualquier deseo del rey. Y tampoco podía aparentar que era un gran asunto el decidir a favor del rey y en contra de la madre Rikissa, por eso fingió que había una mosca en la copa de vino, ni más ni menos. Además, Arn siempre ha hablado muy bien del arzobispo Stéphan, a pesar de que nos condenó a ambos a una dura penitencia.

—Eres demasiado buena y piensas demasiado bien de las personas, mi más estimada amiga —suspiró Cecilia Blanka.

—¿Qué quieres decir, querida Blanka?

—Debes pensar más como un hombre, Rosa, debes aprender a pensar como ellos, tal como piensan independientemente de si llevan corona o báculo de obispo. De ningún modo fue una buena penitencia la que recibisteis tú y Arn. Birger Brosa lo ha dicho muy claro, muchos han cometido el mismo pecado sin recibir ningún tipo de castigo. Fuisteis castigados con injusta severidad, está más claro que el agua, ¿no lo comprendes?

—No, no lo comprendo. ¿Por qué iban a hacer eso?

—Rikissa, ahí tienes una alma repugnante que estuvo detrás del asunto. Yo estaba en Gudhem cuando tu hermana Katarina, que ya no debe de serte tan querida, y Rikissa empezaron a tejer su red. Tu amado Arn, como tú lo llamas, era Folkung y amigo de Knut Eriksson. Ése era el objetivo de Rikissa, quería dañar al amigo del rey y sembrar la discordia. Y Arn era un espadachín capaz de vencer a cualquiera y de eso se hablaba mucho. Ése era el objetivo del arzobispo.

—¿Para qué querrían el arzobispo y el padre Henri un espadachín?

—¡Pero querida amiga! —exclamó Cecilia Blanka, impaciente—. No te hagas la zopenca de la que hablaba la señora Helena. Los obispos y otros prelados se pasan los días diciendo que tenemos que mandar a hombres a la guerra en la Tierra Santa, como si no nos bastase con nuestras propias guerras, y como quien toma la cruz irá al paraíso y todo lo demás que andan diciendo por ahí. Bien poco éxito tienen con esos discursos. ¿Conoces a alguien que haya tomado la cruz y haya viajado de forma voluntaria? No, ni yo tampoco. Pero a Arn pudieron mandarlo, y seguramente celebraron luego muchas acciones de gracias. A veces la verdad es fría y dura. Si Arn Magnusson no hubiese sido como una leyenda tras la contienda en Axevalla, si hubiese manejado la espada y la lanza como cualquier otro, habríais recibido una penitencia de dos años, no de veinte.

—Has empezado a pensar como una reina, ¿es esa habilidad la que quieres practicar? —preguntó Cecilia Rosa al cabo de un rato. Parecía profundamente afectada por las palabras acerca de la espada como motivo del duro castigo que habían recibido ella y Arn.

—Sí, intento aprender a pensar como una reina. De las dos, creo que soy la mejor para hacerlo. Tú eres demasiado buena, mi querida Rosa.

—¿Fue por eso, porque pensaste como una reina, que lograste hacer que fueran a buscarme para este banquete? Por cierto, la madre Rikissa parecía que fuese a reventar de odio cuando vino a buscarme.

—Lo tiene bien merecido, la muy arpía, debe aprender que ella no es en absoluto la voluntad de Dios. No, primero lo intenté con astucia amable y mimos. Pero la verdad sea dicha, Knut no parecía demasiado impresionado por mis artes. Y fue a preguntarle a su canciller. Así que ahí me dieron morcilla, todavía me falta mucho para ser reina.

—¿Así que fue Birger Brosa quien decidió que podría asistir?

—Él y nadie más. En él tienes un apoyo que debes cuidar bien. Cuando se te acercó para envolverte en su manto, seguro que no fue sólo para protegerte del frío.

Se quedaron calladas porque ahora las carcajadas ensordecedoras atravesaban el suelo de madera y porque a la vez parecía como si se sintiesen incómodas porque la conversación hubiese dado un giro tan brusco, como si el manto de reina que tenían a su lado en la oscuridad las hubiese obligado a ser algo más que las mejores amigas del mundo. Y aunque la noche todavía no hubiese avanzado demasiado, terminaría por acabarse como todas las noches, incluso las noches en
carcer
, y con ello serían separadas durante mucho tiempo, demasiado tiempo, o tal vez para siempre. Por tanto habría otras muchas cosas de que hablar, aparte del poder.

—Encuentras que es un hombre hermoso, ¿es tal como lo recuerdas? —preguntó finalmente Cecilia Rosa.

—¿Quién? ¿Knut Eriksson? Bueno, lo recuerdo más joven y más hermoso, pues han pasado unos años desde que nos vimos y entonces tampoco nos vimos demasiado. Es alto y parece bastante fuerte, pero su cabello empieza a ser cada vez más ralo, de modo que pronto parecerá un monje a pesar de no ser tan viejo. Claro que no es ningún viejo de Linköping, pero podría haber estado mejor. Y tampoco es tan sabio como Birger Brosa.
Summa summarum
, podría haber sido mejor, pero también peor. Así que estoy relativamente satisfecha.

—¿Relativamente satisfecha?

—Sí, debo reconocerlo. Aunque eso no es tan importante. Lo más importante es que es rey.

—¿Pero no lo amas?

—¿Como amo a la Virgen María o como aman en los cuentos? No, claro que no. ¿Por qué iba a hacerlo?

—¿Nunca has amado a un hombre?

—A ningún hombre. Pero una vez hubo un mozo de cuadra… eh, tenía sólo quince años, mi padre nos descubrió y se armó mucho revuelo y echaron al mozo de casa después del látigo, y juró que volvería un día con muchos guardias o algo así. Lloré durante varios días y luego me regalaron un caballo nuevo.

—Cuando salga de aquí tendré treinta y siete años —susurró Cecilia Rosa, aunque en realidad tenían que hablar bastante alto para oírse, a causa del banquete que se celebraba debajo de ellas.

—Entonces tal vez te quede la mitad de tu vida —contestó Cecilia Blanka en voz más alta—. Entonces vendrás conmigo y con el rey, tú y yo somos amigas para el resto de la vida y eso es lo único que gente como la madre Rikissa nunca podrá cambiar.

—No creo que salga de aquí a menos que Arn vuelva como juró hacer. Si no viene, me quedaré aquí marchitándome durante el resto de mi vida —dijo Cecilia Rosa en un tono de voz un poco más alto.

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