El Caballero Templario (17 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: El Caballero Templario
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Ulvhilde Emundsdotter había logrado convencer a las demás para intentar tejer la tela de la que había hablado, en la que se mezclaba lana y lino. Un manto sólo de lino sería demasiado endeble, un manto de pura lana sería demasiado grueso y pesado y no caería bien sobre los hombros y la espalda. Así que lo primero era conseguir la tela. Sin embargo, no era fácil, porque si se hilaba el hilo de lana demasiado suelto, sobresalía demasiada pelusa de la tela y si se hilaba el lino demasiado fuerte entonces la tela se encogía demasiado. En todo esto tuvieron que ir probando.

Luego tuvieron problemas con las diferentes pruebas de color de la hermana Leonore. El rojo resultó ser el color más fácil de conseguir, aunque las doncellas eran muy estrictas en que debía ser un rojo muy preciso. El rojo del jugo de la remolacha era un color lila demasiado intenso y claro, el rojo que procedía del hipérico era demasiado claro y marrón. Aunque se podía mezclar con raíz de aliso para bajarlo de tono. Pronto apareció el color rojo adecuado entre las muchas vasijas de la hermana Leonore. Más difícil fue el azul.

Un trozo de tela teñido debía ser marcado y secado, pues un color mojado no tenía para nada el mismo aspecto mojado que seco. Se usaron muchos trozos de tela, cuyo uso posterior era difícil de imaginar, únicamente para todas estas pruebas.

Hubo mucho trabajo primero sin producir un solo manto entero. Y por si eso no fuese suficiente, se sumó la cuestión de cómo iban a forrar los mantos y de dónde iban a sacar las pieles. La ardilla de invierno, la marta y el zorro no abundaban, de modo que el trabajo que supondría el ingreso de plata se convertía en un nuevo gasto. El
yconomus
, que al final fue ordenado por una cautelosa madre Rikissa a ir a Skara a comprar pieles, y en el peor de los casos viajar hasta Linköping, se lamentaba y se hacía el loco con respecto a los gastos. Opinaba que era arriesgado gastar plata en algo que no se estaba seguro de poder vender y que de cualquier modo pasaba mucho tiempo entre el gasto y el ingreso. La madre Rikissa, que estaba más insegura de lo que se atrevía a manifestar ante un hombre bajo, respondió que la plata no se multiplicaba sola en el fondo de unas arcas a menos que no la utilizases primero para algo. Ante eso, el
yconomus
respondió malhumorado que si se hacía algo así se podía tanto perder como ganar. Tal vez la madre Rikissa habría hecho más caso a las quejas del
yconomus
en otra situación más tranquila para Gudhem, pero ante el acontecimiento que pronto tendría lugar consideró que era tan importante que las doncellas no tuviesen nada acerca de lo que quejarse como el hecho de que quedase plata en las arcas.

El presagio del gran acontecimiento en Gudhem fue una caravana de carros de bueyes procedente de Skara. Llegó un tranquilo y claro día de otoño y fue recibida como nada inesperado, a pesar de que la carga estuviese compuesta en gran parte por lonas de tiendas y madera, toneles de cerveza e hidromiel e incluso algunos barriles de vino que se había recogido en Varnhem, cuerpos de animales que debían colgarse al fresco y una gran cantidad de asadores y trabajadores. Empezaron a levantar un campamento de tiendas al exterior de Gudhem y los golpes de martillo, las risas y el lenguaje grosero podía oírse muy bien, o mejor dicho mal, desde la clausura.

En el interior de los muros zumbaban como en una colmena los rumores entre
conversae
y doncellas mundanales. Alguna boba pensaba que iba a haber guerra de nuevo, que llegaría un gran ejército y haría de Gudhem una fortaleza del enemigo. Otras opinaban que se trataba simplemente de una reunión de obispos y que habían elegido un lugar que no fuese casa de ninguno de los bandos. Pero la madre Rikissa y las monjas que sabían, o deberían saber, no hacían ninguna señal que revelase lo que sabían o no sabían.

En el
vestiarium
, la palabra más solemne que ahora se usaba para designar la vieja sala de tejer, donde las Cecilias y las hijas de los Sverker pasaban más tiempo del necesario, pronto surgió la idea de que iban a sacar a alguna de ellas para ser desposada, una idea que inspiraba tanto esperanza como temor. De cualquier modo, parecía lo más probable, pues era un banquete lo que se iba a celebrar. Especulaban revolucionadas, como si ya no fuesen en absoluto enemigas, acerca de cuál de ellas acabaría con un viejo baboso de Skara, la fastidiosa amenaza de las Cecilias hacia las hijas de los Sverker, a la que, sin embargo, éstas respondían amenazando con un viejo baboso de Linköping que le habría hecho algún favor al rey o le habría prometido fidelidad a cambio de poder acostarse una vez más en el lecho de heno con una virgen. Cuanto más hablaban de ello, más se agitaban, pues grande era la posibilidad de una vida a las afueras de los muros y horrible la idea de casarse con un viejo baboso, ya fuese de Linköping o de Skara. Pues lo que podía ser liberación o castigo podía afectar tanto a alguna del bando rojo de Sverker como a alguna del bando azul; medio en broma, todas se habían atado un fino hilo de lana alrededor de su brazo derecho, rojo para las hijas de los Sverker y azul para las dos Cecilias.

Si un hombre digno del bando vencedor iba a buscar esposa, ¿preferiría entonces a alguna de las Cecilias? ¿O podría alguien del bando derrotado elegir a una Cecilia? ¿O tomaría un vencedor a una hija de los Sverker para reforzar la paz? ¿O se limitaría cada hombre a los familiares y amigos del propio linaje? Cualquier cosa sería posible.

En este punto de la conversación, Cecilia Rosa sintió como si una mano agarrase su corazón. Le costaba respirar y empezó a sudar y tuvo que apartarse un rato, se retiró al frío aire del claustro y respiró como en convulsiones. Si habían decidido casarla, ¿qué podría hacer para evitarlo? Le había jurado fidelidad a su amado Arn, y él le había jurado lo mismo. ¿Pero qué le importarían tales juramentos a unos hombres que ajustaban cuentas tras una guerra? ¿Qué importancia podía tener su voluntad o su amor, palabras a las que los hombres de poder no daban la más mínima importancia?

Se consoló con que de hecho estaba condenada a muchos años de penitencia y que era un veredicto de la sagrada Iglesia de Roma que ni Folkung ni Erik, que acababan de ganar una guerra, podrían cambiar. Se tranquilizó de inmediato pero también encontró que era una curiosa idea el hecho de que su larga condena pudiese llegar a ser su consuelo. De cualquier manera, no sería desposada.

—Te amo por toda la eternidad, Arn, que la Santa Virgen siempre te tenga bajo su mano protectora, sea donde sea que te encuentres en Tierra Santa, y sean los que sean los infieles enemigos a los que te enfrentes —susurró.

Rezó inmediatamente tres avemarias y luego se dirigió en propia plegaria a la Madre de Dios, pidiendo perdón por haberse dejado llevar por su amor mundanal y asegurando que su amor a la Madre de Dios era el mayor de todos. Después entró, más calmada, con las demás y todo volvió a la normalidad.

Al día siguiente, después del
prandium
y de la acción de gracias cuando en realidad tocaba descanso, hubo gran alboroto en Gudhem. Llegó un mensajero que golpeó con fuerza el portón, las hermanas corrían de un lado a otro, la madre Rikissa salió de la iglesia frotándose las manos de preocupación y todas las mujeres fueron llamadas a procesión. Pronto salieron por el gran portón bajo Eva y Adán, lentamente y por orden, tal y como prescribían las normas, y luego cantando dieron tres vueltas a los muros antes de detenerse ante la parte sureste de Gudhem. Allí se colocaron en grupos con la madre Rikissa al frente, tras ella las monjas ordenadas y detrás de éstas las hermanas legas. Curiosamente, las doncellas debían estar a la altura de las monjas ordenadas formando un pequeño grupo aparte.

En el campamento de tiendas que se había levantado, unos hombres en ropas de trabajo normales de color marrón se preparaban limpiando todo lo que estuviese sucio, algo que se realizaba con grandes prisas, y corriendo a buscar palos con banderines enrollados. Luego se colocaron todos los hombres mundanales en una fila y pronto sólo se oyeron susurros.

Todos los hombres y todas las mujeres permanecían ahora tensos mirando hacia el sureste. Era un día hermoso de ese momento en que el otoño conserva todos los colores y cuando todavía no es demasiado severo y augura el invierno. Había una suave brisa y sólo alguna que otra nube en el cielo.

Lo primero que pudo intuirse al sur fue el reflejo de unas puntas de lanza a la luz del sol. Pronto se vislumbró un gran grupo de jinetes y en seguida pudieron distinguirse los colores, que en su mayoría eran azules. Los que se acercaban eran Folkung y Erik, pudieron comprender todos los que no lo supiesen ya.

—Son nuestros hombres, nuestros colores —susurró Cecilia Blanka, excitada, a Cecilia Rosa, que estaba a su lado. La madre Rikissa se volvió y con una mirada severa se llevó la mano a la boca en señal de silencio.

La curiosa comitiva se fue acercando y pronto pudieron verse los escudos. Todos los que cabalgaban al frente llevaban tres coronas sobre fondo azul, o el león de los Folkung sobre el mismo color, al igual que todos los mantos de la primera fila eran azules.

En poco tiempo la comitiva estuvo todavía más cerca y entonces se pudo ver que había mantos rojos más atrás, y verdes y negros con dorado y otros colores que no pertenecían a ninguno de los linajes más poderosos.

Al acercarse aún más se vio que uno de los que cabalgaban al frente llevaba oro reluciente sobre su cabeza en lugar de un casco. No, dos de los que cabalgaban en primera fila llevaban coronas.

Al estar la comitiva a menos de un tiro de flecha de distancia fue fácil reconocer a los tres que cabalgaban al frente. Primero iba el arzobispo Stéphan sobre un apacible alazán de barriga considerable, todo el mundo sabía lo difícil que les era a algunos prelados cabalgar al entrar en edad avanzada, y ésta era una vieja y apacible yegua de ojos sabios y tranquilos.

Sin embargo, detrás del arzobispo, a su derecha, cabalgaba el mismo Knut Eriksson sobre un caballo negro y vivaz. Llevaba una corona real. Y a su lado cabalgaba Birger Brosa, el canciller, con una corona más pequeña.

La madre Rikissa permanecía con la espalda recta, casi en actitud desafiante. La comitiva estaba ya tan cerca que podrían haber hablado los unos con los otros. Entonces la madre Rikissa se arrodilló, pues debía hacerlo tanto ante el poder mundanal como el eclesiástico. Tras ella se arrodillaron todas las hermanas, todas las
conversae
, y finalmente las doncellas mundanales también. Cuando todas las mujeres se hallaron en esa posición con la mirada en el suelo, se arrodillaron también los hombres. El rey Knut Eriksson había llegado a Gudhem en su primer viaje por el país en calidad de rey.

Los primeros tres jinetes se habían detenido a tan sólo unos pasos de la madre Rikissa, que todavía no había alzado la mirada del suelo. Entonces el arzobispo Stéphan desmontó con dificultad, murmurando en un idioma extranjero acerca de los problemas de este asunto, arregló su vestimenta y luego se acercó a la madre Rikissa alargándole la mano derecha. Ella la tomó y la besó, sumisa, y entonces él le dio permiso para levantarse. Luego pudieron levantarse el resto y permanecieron en silencio.

El rey Knut bajó de su caballo, aunque con la ligereza propia de un joven guerrero victorioso y para nada como un arzobispo, alzó su mano derecha y esperó sin mirar a su alrededor mientras un jinete de las últimas filas se acercaba al galope y le entregó un manto azul con las tres coronas doradas de los Erik y con forro de armiño, el manto de un rey o una reina, uno igual que el que él mismo llevaba.

Tomó el manto sobre su brazo izquierdo y se dirigió despacio hacia las doncellas mundanales, mientras todo el mundo permanecía completamente inmóvil. Sin pronunciar ni una sola palabra, se colocó tras Cecilia Blanka, estiró los brazos levantando primero el manto para que todo el mundo pudiese verlo, luego colgó el manto de reina sobre sus hombros y la tomó de la mano para conducirla en dirección a la tienda real, donde ondeaban cuatro banderines con las tres coronas de los Erik. Cecilia Rosa tuvo tiempo de pensar —y le irritó que fuese capaz de pensar en tonterías en este momento— que no se había percatado de cuándo habían izado aquellos banderines.

Las dos Cecilias, sin embargo, seguían agarradas, sin darse cuenta se habían cogido de la mano en el mismo instante en que reconocieron a Knut Eriksson. Pero ahora que el rey quería llevarse a su Cecilia, sus brazos se estiraban a la vez que Cecilia Blanka, en breve la nueva reina de los svear y los godos, rápidamente se volvió y le dio a su amiga del alma un beso en cada mejilla.

El rey frunció el ceño pero pronto volvió a iluminársele la cara al conducir a su prometida Cecilia hacia la tienda real. Todos los demás permanecieron de pie o montados sobre sus caballos hasta que el rey y su prometida hubieron entrado en la tienda.

Entonces se armó un gran revuelo cuando toda la comitiva desmontó y todos empezaron a conducir sus caballos hacia los cercados y los almiares de heno que habían dispuesto los trabajadores. El arzobispo se giró hacia la madre Rikissa, la bendijo y luego le hizo una señal despachándola como si estuviese espantando a una mosca, y empezó a caminar él también hacia la tienda real.

A continuación la madre Rikissa dio unas palmadas para indicar a todas las mujeres que estaban bajo su mando que debían volver sin más tardanza al interior de los muros.

En la clausura surgió ahora una gran inquietud y muchas discusiones que ni las normas más severas de este mundo podrían impedir. Incluso las sagradas hermanas de la Virgen María empezaron todas a hablar a la vez, casi tan alto como las doncellas mundanales.

Era momento para el canto y la madre Rikissa fue severa en su intento de restablecer el orden y de hacerlas entrar a todas en la iglesia y con la dignidad y el silencio requeridos para el momento de canto y oración. Durante el canto observó con preocupación cómo Cecilia Rosa cantó con una increíble fuerza y que las lágrimas se deslizaban por las mejillas de la joven y ahora peligrosa mujer. Todo había ido tan mal como había temido la madre Rikissa.

Todo había ido tan bien como Cecilia Rosa había esperado, pero también temido. Su querida amiga sería reina, estaba más claro que el agua. Eso por una parte, la gran alegría. Por otra parte, ahora se quedaría sola por muchos años, sin su amiga del alma. Eso era lo segundo, la pena. Ni ella misma sabía cuál de las dos era más fuerte.

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