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Authors: Jan Guillou

El Caballero Templario (61 page)

BOOK: El Caballero Templario
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—El derrotado te saluda, rey victorioso —lo saludó Arn con seriedad y el animado barullo a su alrededor murió de golpe. Saladino dudó antes de cambiar de repente de idea, dio dos rápidos pasos hacia adelante y abrazó a Arn y lo besó en las dos mejillas, con lo que se oyó cómo un murmullo se extendía entre los reunidos.

—Te saludo, templario, tú que tal vez más que nadie me concediste la victoria —dijo Saladino haciendo luego una señal con el brazo indicando que Arn le acompañase hasta el comedor.

Pronto se sirvieron grandes bandejas con pichones y codornices asadas y grandes garrafas de oro y de plata empañadas por el agua fresca.

Junto a Arn y a Saladino estaba sentado el hijo de Saladino, Al Afdal, que era un hombre joven y flaco con una mirada intensa y barba poco poblada. No tardó mucho rato en solicitar permiso para consultarle algo a Arn.

Según tenía entendido, él había estado al mando de siete mil caballeros en los manantiales de Cresson el año anterior y alguno de sus emires había dicho que Al Ghouti era el que portaba la bandera de los templarios, ¿era eso cierto?

Arn, al que ahora se le recordaba el descabellado ataque que forzó Gérard de Ridefort, ciento cuarenta jinetes contra siete mil, y la vergonzosa huida de la que fue obligado a tomar parte, pareció claramente incómodo al confirmar que era cierto que él había estado allí, que había sido él quien había alejado la bandera en retirada.

Pero ese asunto no pareció sorprender demasiado al joven príncipe, y comentó que había ordenado a todos sus emires que Al Ghouti debía ser capturado vivo. Sin embargo, lo que nunca pudo comprender, ni en aquel momento ni después, fue que los caballeros cristianos hubiesen sido capaces de cabalgar hacia la muerte de forma tan deliberada.

Se hizo un silencio entre los comensales y Arn se sonrojó por no tener una respuesta. Se encogió de hombros y dijo que a él le pareció tan descabellado como debió de parecerle a Al Afdal y a sus hombres. No había lógica alguna en un ataque así, sencillamente fue una ocasión en que la fe y la razón marcharon por caminos diferentes. Eso ocurría a veces, había visto a los musulmanes hacer cosas parecidas, aunque tal vez nunca de una forma tan exagerada como aquélla. Siguió explicando, con un gesto de desaprobación que nadie pudo confundir, que fue Gérard de Ridefort quien ordenó el ataque y luego decidió huir en cuanto hubo enviado a todos sus súbditos a la muerte. El abanderado, es decir, él mismo, estaba obligado a seguir a su superior, añadió, abochornado.

En aquel incómodo silencio que se produjo, Saladino señaló que a pesar de todo Dios lo había dirigido hacia lo mejor, pues había sido mejor para Arn y para él mismo que Arn cayese prisionero en los cuernos de Hattin y no antes. Arn no logró comprender qué quería decir Saladino con eso, pero no le apetecía prolongar aquel tema de conversación con una pregunta.

Pronto Saladino dejó claro que quería quedarse a solas con su hijo, su hermano y Arn, y en seguida lo obedecieron todos los demás. Una vez a solas, se trasladaron a otra habitación y se tumbaron cómodamente entre cojines suaves y con sus copas de plata de agua fresca. Arn se preguntaba cómo era posible que el agua estuviera tan fría pero no quería interesarse por una nadería ahora que sabía que iba a producirse un momento de gran solemnidad.

—Un hombre llamado Ibrahim ibn Anaza vino a verme una vez —empezó Saladino despacio y pensativo—. Traía consigo un regalo maravilloso, la espada que llamamos la espada del islam y que estuvo desaparecida durante mucho tiempo. ¿Comprendes lo que hiciste, Arn?

—Conozco a Ibrahim, es un amigo —respondió Arn con cuidado—. Se le ocurrió que yo me merecía esa espada, pero yo estaba seguro de ser indigno de ella. Por eso te envié la espada a ti, Yussuf. No sabría muy bien decir por qué, pero fue en un momento de desespero y algo me hizo hacer lo que hice. Me alegra que el viejo Ibrahim acatase mi deseo.

—¿Pero no comprendes lo que hiciste? —preguntó Saladino en voz baja, y Arn notó cómo se formaba un tenso silencio en la habitación.

—Sentí que hacía lo correcto —contestó Arn—. Una espada sagrada para los musulmanes no significa nada para mí, y pensé que tal vez significaría más para ti. Soy incapaz de explicarlo mejor, tal vez Dios guiase mi acción.

—Seguro que lo hizo —sonrió Saladino—. Es como si yo te hubiese enviado lo que vosotros llamáis la Santa Cruz, que ahora está a buen recaudo en esta casa. Estaba escrito que quien algún día recuperase la espada del islam uniría a todos los fieles y vencería a todos los infieles.

—Si es así—respondió Arn, algo trastornado—, no debes estarme agradecido a mí, sino a Dios, que me guió con ese repentino pensamiento. Yo sólo fui su simple instrumento.

—Tal vez, pero de todos modos te debo una espada, amigo mío. ¿No es curioso que siempre parece que acabe en deuda precisamente contigo?

—Ya he recibido una espada y no me debes nada, Yussuf.

—¡Venga! Si yo te hubiese enviado la Santa Cruz seguro que no te habrías sentido menos en deuda conmigo ni a cambio de la más hermosa talla en madera. Pero hablaremos más tarde de mi deuda. Ahora quiero pedirte un favor.

—Si mi conciencia me lo permite, te haré cualquier favor, y eso lo sa-bes, Yussuf, pues soy tu prisionero y nunca podrás obtener un rescate por mí.

—Primero vamos a tomar Ascalón, después Gaza y luego Jerusalén. Lo que deseo es que seas mi consejero cuando todo esto suceda. Luego tendrás tu libertad y no te irás de aquí sin recompensa. Eso es lo que te pido.

—Lo que me pides es abominable, Yussuf, me pides que me convierta en un traidor —gimió Arn y todos pudieron ver su angustia.

—No es lo que te imaginas —respondió Saladino con calma—. No necesito tu ayuda para matar cristianos, porque en lo que se refiere a eso ya cuento con una cantidad infinita de manos voluntariosas. Pero recuerdo una cosa de nuestra primera conversación nocturna, la primera vez que quedé en deuda contigo. Dijiste algo acerca de una norma templaría sobre la que he pensado muchas veces: «Cuando alces tu espada, no pienses a quién vas a matar; piensa a quién vas a salvar.» ¿Comprendes lo que quiero decir?

—Ésa es una buena norma, pero sólo me siento aliviado a medias. No, no comprendo del todo lo que quieres decir, Yussuf.

—¡Tengo a Jerusalén aquí en mi puño! —exclamó Saladino alzando su puño cerrado frente al rostro de Arn—, La ciudad caerá cuando yo quiera que caiga, y eso sucederá después de Ascalón y de Gaza. Vencer es una cosa, pero vencer bien es otra muy distinta. Y acerca de lo que está bien y lo que está mal en este asunto, debo hablarlo con alguien que no sean mis emires, ya que ellos están convencidos de que debemos actuar como los cristianos.

—Matar a todas las personas y a todos los animales de la ciudad y no dejar nada con vida excepto las moscas —dijo Arn, agachando la cabeza.

—Si hubiese sido al revés —razonó Fahkr, que ahora por primera vez se entrometió en la discusión sin que su hermano hiciese una mueca de censura—, si hubiésemos sido nosotros quienes os hubiésemos quitado Jerusalén hace más de una generación y media y si entonces hubiésemos tratado la ciudad como vosotros lo hicisteis, ¿cómo razonaríais vosotros en vuestro campamento a las afueras de la ciudad santa, sabiendo que estáis a punto de tomarla?

—De forma descabellada —respondió Arn con gesto de repugnancia—.

Hombres como esos dos prisioneros vuestros, Gérard de Ridefort y Guy Lusignan, estarían completamente de acuerdo por una vez. Nadie les llevaría la contraria, nadie, cuando dijesen que había llegado la hora de la venganza, que ahora obraríamos incluso peor que el enemigo cuando profanó nuestra ciudad.

—Así es como razonamos todos excepto mi hermano Yussuf —dijo Fahkr—, ¿Puedes convencernos de que él tiene razón en que la venganza sería un error?

—El deseo de venganza es una de las cosas más fuertes entre los humanos —explicó Arn con resignación—. Los musulmanes y los cristianos son así, tal vez también los judíos. Lo primero que se puede decir al respecto es que hay que actuar con mayor dignidad que el depravado enemigo. Pero eso a los vengativos no les importa. Lo segundo que se puede decir es lo que he oído decir tanto a un cristiano, el conde Raimundo, y a un musulmán como Yussuf, que la guerra no llegará a su fin hasta que todos los peregrinos tengan acceso a la ciudad santa, incluso los judíos. Pero tampoco eso les importa a los vengativos, pues quieren ver la sangre correr hoy y no piensan en el mañana.

—Hasta este punto hemos razonado nosotros —asintió Yussuf—, Y hasta aquí es como tú dices, que los vengativos, que son mayoría, no dan importancia ni cuando se habla de honor ni cuando se habla de guerras interminables. Así que, ¿qué más se puede decir?

—Una cosa —respondió Arn—, Todas las ciudades pueden ser conquistadas, que es lo que ahora vais a hacer. Pero no todas las ciudades pueden ser conservadas con tanta facilidad como fueron tomadas. Así que vuestra pregunta debe ser: ¿qué haremos con la victoria? ¿Podremos conservar la ciudad santa?

—En este momento en que a los cristianos sólo les quedan cuatro ciudades en toda Palestina, de las que pronto tomaremos tres, me temo que nadie duda de la respuesta —dijo Saladino—. Así que, ¿hay algo más que decir?

—Sí, sí que lo hay. ¿Queréis conservar Jerusalén durante más de un año? Preguntaos entonces si el próximo año queréis ver diez mil guerreros francos nuevos en esta tierra o si preferís cien mil. Si preferís cien mil guerreros francos el año que viene, debéis hacer con vuestra victoria lo mismo que hicieron los cristianos: matarlos a todos. Si os conformáis con sólo diez mil francos el año que viene, tomad la ciudad, recuperad vuestros santuarios, proteged la iglesia del Santo Sepulcro y permitid que todos los que quieran abandonen la ciudad. Aunque sólo sea por una simple cuestión numérica. ¿Cien mil francos el año que viene o sólo diez mil? ¿Qué preferís?

Los otros tres permanecieron largo tiempo en silencio. Al fin Saladino se levantó, se acercó a Arn, lo levantó, lo abrazó y lloró como solfa hacerlo cuando algo emocionante, cruel o hermoso sucedía en su presencia. Las lágrimas de Saladino eran famosas, eran objeto de burla y de admiración en todo el mundo de los fieles.

—Me has salvado, me has dado la causa y con ello has salvado muchas vidas el próximo mes en Jerusalén y tal vez la ciudad para nosotros por toda la eternidad —sollozó Saladino.

Su hermano y su hijo se emocionaron con sus lágrimas, pero fueron capaces de contenerse.

Un mes más tarde, Arn se hallaba con el ejército de Saladino frente a los muros de Ascalón. Iba vestido con sus viejas ropas, que habían sido remendadas y pulidas, al igual que su cota de malla, de forma que estaban en mejores condiciones que cuando las perdió. Pero no era el único en llevar el manto de templario, pues allí estaba también el Gran Maestre Gérard de Ridefort. Él y el rey Guy de Lusignan acompañaban el ejército más como carga que como jinetes. Iban sentados cada uno sobre un camello agarrándose lo mejor que podían. Saladino había pensado que sería más seguro colocarlos sobre animales que no sabían montar que sobre caballos. Los sarracenos se habían divertido mucho durante los cinco días de traslado viendo cómo los dos valiosos prisioneros procuraban ocultar los dolores en el trasero y a la vez conservar la dignidad a pesar de ser arrastrados en la hilera de camellos detrás de la caballería en sí.

Saladino había enviado una flota desde Alejandría para reunirse con ellos en Ascalón y ya estaba anclado como una amenaza a las afueras de la ciudad cuando llegó por tierra el ejército sarraceno. Pero la flota parecia más amenazadora de lo que realmente era, pues se trataba de una flota comerciante sin guerreros y con las bodegas vacías.

Al acampar a las afueras de la ciudad, Saladino dejó que el rey Guy de Lusignan se acercara al portón cerrado y conminara a los habitantes a que se rindiesen, pues entonces sería liberado su rey. ¿Qué era una ciudad a cambio del mismísimo rey?

Pues mucho, parecían opinar los habitantes, algo que pronto quedó claro. Los habitantes de la ciudad empezaron a arrojarle fruta podrida y desechos al rey desde la torre de la puerta, humillándolo de la forma más grave que jamás unos súbditos habían humillado a su propio rey.

A Saladino, el espectáculo le divirtió más de lo que le disgustó su resultado, y dejó a la mayor parte del ejército para que iniciase el trabajo de tomar Ascalón por la fuerza y continuó hacia Gaza.

Sobre los muros de Gaza había unos pocos templarios con mantos blancos pero muchos más sargentos. No se dejaron asustar por el insignificante ejército que ahora acampó a las afueras de sus muros y tampoco tenían motivo para hacerlo. Los enemigos no llevaban catapultas ni otros artilugios para derribar los muros.

Tampoco se dejaron influir por el hecho de que su Gran Maestre fuese llevado ante la puerta de la ciudad. Esperaban verse amenazados con que, si no se rendían, el Gran Maestre sería ejecutado ante sus ojos.

Pero no podrían ceder ante una amenaza de ese tipo. La Norma era completamente clara al respecto: un templario no podía ser canjeado ni por oro ni por otros prisioneros ni tampoco bajo amenaza. Por tanto, el deber del Gran Maestre era morir como un templario sin quejarse ni mostrar temor. Además, para algunos de ellos sería de especial agrado ver precisamente la cabeza de Gérard de Ridefort rodar por la arena, pues quienquiera que fuese el próximo Gran Maestre sería mejor que aquel demente que había causado tan grandes derrotas.

Pero ante su estupefacción e indescriptible bochorno sucedió algo diferente. Gérard de Ridefort se adelantó y, como Gran Maestre, dio la orden de que la ciudad debía ser evacuada de inmediato y que cada uno podía tomar sus propias armas y un caballo pero que debían dejar todo lo demás, incluidas las arcas. La Norma no dejaba espacio para negarse a obedecer al Gran Maestre, y una hora más tarde se había completado la evacuación de Gaza. Arn estaba sentado sobre su caballo observando la marcha y lloraba de vergüenza ante la traición de Gérard de Ridefort.

Cuando los últimos caballos de la columna de templarios hubieron salido por la puerta de la ciudad, Gérard recibió un caballo franco y Saladino lo despidió con palabras irónicas deseándole buena suerte. Gérard no contestó, dio media vuelta a su caballo y se dirigió hacia sus templarios, que despacio y cabizbajos, como en una marcha fúnebre, bordeaban la orilla del mar hacia el norte. Sin mediar palabra, se colocó a la cabeza de la columna.

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