Con unos hiperactivos cuarenta años, el pelo muy negro pegado a su cabeza redonda, el rostro lunar, ancho el torso, las piernas cortas y los pies gordezuelos, Medes, secretario de la Casa del Rey, daba forma a las decisiones tomadas por el faraón y su consejo y, luego, las difundía por todo el país. No perdonaba falta alguna a su personal.
Orgulloso de aquel nombramiento, que lo convertía en uno de los más altos personajes del Estado, Medes alimentaba, sin embargo, otras ambiciones. Y especialmente la de entrar en aquella institución, centro vital del poder, aunque no para servirla mejor, sino con el fin de destruir la Librarse de Sesostris no iba a resultar fácil, y el fracaso del último atentado contra el monarca demostraba la extensión de su protección mágica. Pero el dignatario no era hombre que renunciase fácilmente, sobre todo tras la alianza pactada con el Anunciador, un ser extraño y peligroso decidido a derribar el trono del faraón.
Medes era siempre el primero en llegar a los locales de su administración y el último en marcharse, y se comportaba en todo momento como un funcionario responsable y riguroso al que no podía hacerse reproche alguno. Al restablecer el cargo de visir, atribuido a Khnum-Hotep, el rey limitaba la influencia del secretario de la Casa del Rey. Además, el anciano cumplía perfectamente con su función, manifestando una fidelidad absoluta a un soberano antaño combatido. Medes cuidaba prudentemente de no meterse en el dominio del visir, de obedecerlo sin discutir y de no darle motivo alguno de descontento, pues el monarca escuchaba a Khnum-Hotep.
Pensando en su cita nocturna, tan importante como arriesgada, Medes bullía de impaciencia. La cercanía de aquella entrevista lo ponía más irritable aún que de costumbre, de modo que azuzó a varios escribas, demasiado indolentes para su gusto, para desahogarse.
Estaba terminando de examinar un expediente cuando el gran tesorero Senankh, director de la Doble Casa blanca y ministro de Economía, le hizo una inesperada visita.
Medes detestaba a aquel vividor de hinchadas mejillas, creciente panza y engañosa apariencia. Especialista en las finanzas públicas, temido conductor de hombres, insensible al halago, no vacilaba en maltratar a los cortesanos, los perezosos y los incapaces. Medes había intentado comprometerlo y obligarlo a dimitir en varias ocasiones. Pero Senankh, astuto, se olía los retorcidos ataques y replicaba con vigor.
—¿Algún problema grave a la vista?
—Ninguno, gran tesorero.
—Las finanzas de tu departamento parecen especialmente saneadas.
—Evito incluso el menor derroche. Lamentablemente, es una labor interminable. En cuanto la atención se relaja un poco, el laxismo avanza.
—Gracias a tu excelente gestión, la Secretaría de la Casa del Rey nunca había funcionado tan bien. Tengo que dar le una buena noticia: tu petición ha sido aceptada. Dispondrás de cinco embarcaciones rápidas más. Contrata el número de escribas que consideres necesarios y encárgate de que la información circule mejor.
—Nada podría alegrarme más, gran tesorero. Con esos medios podré difundir los decretos reales con mucha mayor rapidez.
—De ese modo, la cohesión de las Dos Tierras se fortalecerá más aún —consideró Senankh—. Sobre todo, no te relajes.
—No temáis.
Al regresar a casa, Medes se preguntó si acaso el gran tesorero no desconfiaría de él. Ni sus palabras ni su comportamiento permitían suponerlo, pero el ministro de Economía era lo bastante hábil para no dejar que se adivinaran sus verdaderas intenciones, y su interlocutor no debía bajar nunca la guardia. Fuera como fuese, Medes había obtenido lo que deseaba. Sus nuevos empleados, carteros y marinos, pertenecían a su red de informadores. Cuando hubiera que informar a los terroristas, la gestión seria mucho más fácil.
Medes vivía en una soberbia morada en el centro de Menfis. Del lado de la calle, una entrada de servicio y una puerta principal con dos batientes, permanentemente vigilada por un guardián. En cada uno de los dos pisos, unas puertas ventana con celosías de madera. Un balcón con columnitas pintadas de verde daba a un jardín.
Nada más entrar Medes en la sala de recepción, su esposa so le tiró al cuello.
—Estoy enferma, querido, ¡muy enferma! Me dejas sola demasiado tiempo.
— ¿Qué te duele?
—Tengo náuseas, se me cae el pelo, y no tengo apetito.. , Que venga de inmediato el doctor Gua!
—Mañana me encargaré de eso.
—¡Es urgente, muy urgente!
Medes la apartó.
—En estos momentos tengo otras ocupaciones.
—¡Deseas mi muerte!
—Sobrevivirás hasta mañana. Haz que me sirvan la cena y ponte en manos de tu camarera. Un masaje te relajará.
Con el estómago lleno, Medes aguardó a medianoche para salir de su casa, con la cabeza cubierta por una capucha. Se detuvo y se volvió varias veces, asegurándose de que no lo siguieran. Sin embargo, volvió sobre sus pasos y describió un ancho círculo en torno a su verdadero destino.
Tranquilizado, llamó a la puerta de una casa acomodada, oculta en un barrio modesto, y le mostró a un reticente guardián un pequeño pedazo de cedro en el que se había grabado el jeroglífico del árbol. Acto seguido, el porche se abrió. Medes subió al primer piso, donde lo recibió un voluble personaje que parecía una pesada ánfora, perfumado en exceso y vestido con una túnica larga y recargada.
—¡Queridísimo amigo, qué placer volver a veros! ¿Degustaréis algunas golosinas?
Aunque el libanés luchara contra el exceso de peso, su vasto salón seguía lleno de mesas bajas repletas de pasteles, a cuál más tentador.
Medes se quitó la capucha y se sentó.
—Sírveme licor de dátiles.
—¡En seguida!
El pocillo de plata era una pequeña maravilla.
—Es un regalo de uno de mis armadores, que intentó estafarme —reveló el libanés—. Antes de morir entre horribles sufrimientos, me legó todos sus bienes. Incluso los chicos malos demuestran, a veces, buenos sentimientos.
Tus arreglos de cuentas no me interesan. Iker ha abandonado el palacio. Estoy convencido de que no ha regresado a su provincia natal y se dirige a Canaán.
Mi organización ya está advertida, pero ¿cuál es la misión de ese joven?
—Descubrir la madriguera del Anunciador y avisar al ejército egipcio.
El libanés sonrió.
¿No os parece ese hijo real tan tierno como presuntuos
o?
¡No lo subestimes demasiado! Iker ha escapado varias veces de la muerte y ha demostrado su capacidad para hacer daño Ha cometido el error de aventurarse por territorio enemigo con la certeza de pasar desapercibido, así que, ¡aprovechémoslo!
—¿Por qué preocuparse tanto?
Porque sin duda Iker ha sido enviado por el faraón en persona, ¡ha sido, pues, dotado de eficaces poderes! Sesostris no actúa a la ligera. Si el hijo real ha recibido la orden de infiltrarse entre los rebeldes cananeos, puedes estar seguro que tiene alguna posibilidad de conseguirlo.
Los argumentos de Medes dieron en el blanco.
—Así pues, ¿deseáis organizar una emboscada?
Si no me equivoco, Iker irá a Siquem. Que tus espías te avisen en cuanto llegue. Dejemos que penetre en un clan que lo liquidará sin esfuerzo, tras haberlo interrogado. Tal vez nos proporcione informaciones interesantes sobre la estrategia adversaria.
El libanés se rascó la barbilla.
—Podría ser un modo de actuar.
—¡Arréglatelas como quieras, pero elimina al tal Iker! Su desaparición debilitará a Sesostris.
—Me encargaré de vuestro protegido —prometió el comerciante—. ¿Y si habláramos de nuestros negocios? Os recuerdo que un nuevo cargamento de madera preciosa acaba de zarpar del Líbano. Los aduaneros deben seguir ciegos.
—Ya se tomarán las disposiciones necesarias.
—También hay que cambiar de almacén.
—No lo he olvidado. ¿Y… los aceites?
—Cuando llegue el momento, os avisaré.
En caso de tener éxito, los monstruosos proyectos del libanés costarían la vida a centenares, miles incluso, de egipcios.
El mal iba a golpear. Conmovido por un instante, el secretario de la Casa del Rey cedía ante la fascinación. Defender Maat al modo de Sesostris era venerar un pasado ya caduco.
Ciertamente, se extendería la violencia y el sufrimiento, pero ¿acaso no justificaba eso la conquista del poder? Desde hacía mucho, Medes había elegido su bando. Ahora, cualquier demora sería perjudicial. El encuentro con el Anunciador le ofrecía la inesperada ocasión de derribar unos obstáculos que creía insuperables. Vender su alma a un diablo brotado de las tinieblas le supondría gloria y fortuna.
—¿No hay ninguna alarma seria?
—La policía no ha descubierto a ninguno de los miembros de mi organización. Sin embargo, los sabuesos de Sobek el Protector no permanecen de brazos cruzados. Me felicito por haber mantenido en Menfis sólo a mis mejores elementos, que se encuentran perfectamente integrados en la sociedad egipcia.
Por orden del Anunciador, el grueso de cuyas tropas se había retirado a la región sirio-palestina, el libanés dirigía la organización menfita compuesta por comerciantes, vendedores ambulantes y peluqueros, que se habían convertido en maestros en el arte de descubrir a los curiosos y, si era necesario, eliminarlos. El hermetismo seguía siendo riguroso, y ni siquiera una deserción pondría en peligro el conjunto. El libanés no traicionaría nunca al Anunciador. Únicamente le había mentido una vez, sólo una. El predicador con ojos llameantes casi le había arrancado el corazón, y le había dejado en la carne una cicatriz que servía de permanente advertencia. Al primer desfallecimiento, el comerciante sabía que no iba a escapar a las garras del halcón-hombre.
¿ Y de vos, Medes, no sospecharán?
El alto dignatario se tomó un tiempo para reflexionar.
No soy tan ingenuo; me hago constantemente esa pregunta No hay ningún indicio turbador, aunque desconfío. Cuando el gran tesorero Senankh acepta mis proposiciones, me pregunto si se preocupa por los intereses del Estado o si quizá me está poniendo a prueba. Probablemente ambas cosas.
No podemos permitirnos la menor imprudencia —recordó el libanés—, corremos el riesgo de tener que anular nuestros proyectos. Si uno de los fieles de Sesostris se acercara demasiado a vos, no dejéis de avisarme. Cortaríamos entonces por lo sano. Recordarlo, Medes: el Anunciador no nos perdonaría ningún fracaso.
Numerosos obreros trabajaban en la extensión de los Muros del Rey, línea de fortines destinados a reforzar la frontera nordeste de Egipto y a desalentar cualquier intento de invasión por parte de las tribus rebeldes que recorrían parte de la región sirio-palestina.
Se consolidaban los antiguos edificios y se construían otros nuevos. Los fortines se comunicaban entre sí mediante señales ópticas y palomas mensajeras. Formadas por soldados y aduaneros, las guarniciones controlaban puntillosamente las mercancías y la identidad de los viajeros. Tras el atentado contra el faraón Sesostris, la vigilancia había aumentado. Algunos terroristas cananeos habían sido abatidos, pero otros sin duda intentarían introducirse en el Delta y vengar a sus camaradas. Así pues, el ejército expulsaba a sospechosos e indeseables, y sólo extendía salvoconductos tras un minucioso interrogatorio. «Quien cruza esta frontera —proclamaba el decreto del faraón— se convierte en uno de mis hijos.»
Para salir de Egipto y dirigirse a Canaán había que acatar unas reglas estrictas: dar el nombre, las razones del viaje y concretar la fecha de retorno. Los escribas acumulaban expedientes, que eran puestos al día constantemente,
La tarea de Iker iba a ser delicada, pues no debía dejar huella alguna de su paso por allí. Esta primera prueba no solo iba ser decisiva, sino que además le permitiría afirmar ante los cananeos insumisos que huía de su país, donde lo buscaba la policía. Suponiendo que tuvieran informadores entre el personal de los Muros del Rey, comprobarían que no le había sido concedida autorización oficial alguna, y que en efecto, se comportaba como un clandestino.
Iker advirtió la magnitud de las medidas de seguridad: numerosos arqueros en las almenas de los torreones y tropas en el suelo, dispuestas a intervenir permanentemente.
Ninguna expedición podía tener éxito, ya que un fortín tomado por asalto tendría tiempo de avisar a los más cercanos la noticia del ataque se extendería muy pronto, y los refuerzos intervendrían de inmediato.
Sin informaciones precisas, Iker no habría conseguido cruzar los Muros del Rey. Sehotep, el Portador del sello real, le había entregado un mapa detallado que menciona hasta el último punto débil del dispositivo. De este modo, el joven penetró, al caer la noche, en una zona de matorrales
Ante él había un viejo fortín aislado, en restauración. El encendido de las antorchas señalaría la hora del relevo, e Iker dispondría de algunos minutos inciertos para poner pies en polvorosa y pasar a Canaán.
Al comandante no le gustaba demasiado su nuevo destino y añoraba el cuartel de Menfis, cercano a la capital y a sus innumerables distracciones. Aquí, el tiempo parecía muy largo.
Mañana mismo haría quemar la maleza. Quien se aventurara por terreno abierto sería descubierto de inmediato. En caso de huida, los arqueros tenían orden de disparar; de ese modo, el ejercicio era diario y mataba el aburrimiento. Por fortuna, el general Nesmontu, como experimentado oficial, concedía numerosos permisos y cambiaba con frecuencia parte de la guarnición, para evitar el cansancio y las distracciones. Con un jefe de aquel temple, los soldados apreciaban su oficio.
Era la hora del relevo.
A la cabeza de una decena de arqueros, el comandante se dirigió hacia la torre de vigía, donde el encargado encendía unas antorchas. Por lo general, la maniobra se hacía bastante de prisa. Los hombres de guardia cedían de buena gana su lugar a quienes los reemplazaban, y se dirigían rápidamente al refectorio.
Aquella noche hubo una insólita agitación. Los arqueros, en su puesto aún, hablaban en voz alta, casi discutiendo, y no descendían.
—¿Qué ocurre ahí arriba?
—¡Venid, mi comandante, no lo logramos!
El oficial subió los peldaños de cuatro en cuatro.
En el suelo había un soldado tendido de espaldas con la nariz ensangrentada. Dos de sus compañeros dominaban, a duras penas, al agresor, que se sacudía como un toro enfurecido.