El Camino de las Sombras (53 page)

BOOK: El Camino de las Sombras
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Lo peor era que Logan no se lo perdonaría nunca, pero había sido por el bien del reino. A veces el deber exigía de un hombre acciones que desearía evitar casi a cualquier precio. Había sido el deber lo que había empujado a Agón a servir a Aleine IX, y nada más que el deber. Como Agón, Logan no era un hombre que rehuyera su deber pero, también como Agón, eso no significaba que tuviera que gustarle.

Lo más probable era que Logan lo odiase durante el resto de su vida, pero Cenaria tendría un buen rey. Con la inteligencia, popularidad e integridad de Logan, el país hasta podría convertirse en algo más que una cueva de ladrones y asesinos. Agón estaba dispuesto a pagar el precio, pero le pesaba. Se había visto reflejado en los ojos de Logan, consciente de haberse comprometido con un destino que nunca habría escogido. Había visto la expresión de Serah Drake. Logan viviría con los remordimientos de esa traición durante el resto de su vida. La imagen se le había quedado grabada. Apenas había podido probar bocado en toda la noche.

El rey se bebió el resto del vino. Los nobles seguían cuchicheando. No era el agradable murmullo de conversaciones propio de la víspera del solsticio. Los tonos eran discretos, las miradas furtivas. Todo el mundo daba su opinión sobre lo que estaba haciendo el rey, por qué nombraba un heredero y luego lo ofendía al minuto siguiente.

Era una locura.

Poco a poco, el rey se sobrepuso a sus lágrimas y su silencio. Paseó una mirada cargada de odio por el gran salón. Movió los labios, pero Agón tuvo que inclinarse hacia él para oír lo que decía. No le sorprendió descubrir que estaba farfullando palabrotas, una detrás de otra, en una cantilena interminable, trastornado en su ira.

Luego rompió a reír. El salón quedó en silencio una vez más, y el rey se carcajeó con más fuerza. Señaló a uno de los nobles, un conde apocado llamado Burz. Todo el mundo siguió el dedo del rey y miró fijamente al conde.

El noble se puso rígido y colorado, pero el rey no dijo nada. Perdió el interés y se puso de nuevo a maldecir para sus adentros. Durante un buen rato los nobles siguieron mirando al conde Burz, y después al rey.

Entonces el canciller Stiglor, que estaba sentado a la mesa de honor, se puso en pie con un chillido y gritó:

—¡Han echado algo en la comida! —El canciller se tambaleó y se derrumbó otra vez en la silla, con los ojos en blanco.

A su lado, el señor de Ruel, un hombre al que el rey siempre había odiado, se desplomó de improviso hacia delante. Su cara se estrelló contra el plato y se quedó inmóvil.

El rey soltó una carcajada y Agón se volvió hacia él. Ni siquiera estaba mirando al señor de Ruel, pero no podría haber elegido peor momento para reírse.

Alguien gritó:

—¡Nos han envenenado!

—¡El rey nos ha envenenado!

Agón se volvió para ver quién había gritado, pero no pudo distinguirlo. ¿Lo había dicho un criado? No, un sirviente no se atrevería...

Otra voz se hizo eco del grito.

—¡El rey! ¡El rey nos ha envenenado!

Sin parar de reír, Aleine IX se puso en pie de un salto y trastabilló como un beodo. Gritó obscenidades mientras el caos se adueñaba del gran salón. Chirriaron las sillas mientras damas y grandes señores se ponían en pie. Varios se tambalearon y cayeron al suelo. Un anciano noble empezó a vomitar sobre su plato. Una joven dama se derrumbó entre sonoras arcadas.

Agón estaba de pie, gritando órdenes a los soldados.

La puerta lateral cercana a la mesa de honor se abrió de golpe y un hombre vestido con la librea de los Gyre irrumpió en el salón con las manos alzadas para demostrar que iba desarmado. Llevaba la ropa rasgada y ensangrentada. Tenía la cara entera cubierta de sangre que manaba de un corte junto a los ojos.

«¿La librea de los Gyre?» Aquella noche no había ningún sirviente de Logan en el castillo.

—¡Traición! —gritó el criado—. ¡Socorro! ¡Unos soldados intentan asesinar al príncipe Logan! ¡Los soldados del rey quieren asesinar al príncipe Logan! Son más que nosotros. ¡Ayuda, por favor!

Agón se volvió hacia los guardias del rey y desenvainó su espada.

—Tiene que haber un error. Tú, tú y tú, venid conmigo. —Se volvió hacia el mensajero ensangrentado—. Llévanos a...

—¡No! —aulló el rey, su risa transformada en furia.

—Pero señor, debemos proteger...

—No te llevarás a mis hombres. ¡Se quedarán aquí! ¡Os quedaréis aquí! ¡Y tú también, Brant! Sois míos. ¡Míos! ¡Míos!

A Agon le parecía estar viendo al rey por primera vez. Había tenido a Aleine IX por un crío malévolo y grosero durante tanto tiempo que había olvidado lo que podía hacer un crío malévolo y grosero con una corona.

Miró a los guardias reales, que tenían el asco escrito en la cara. Notó que ansiaban acudir en defensa de Logan, su príncipe, pero su sentido del deber les impedía desobedecer al rey.

«Logan, su príncipe.»

Qué sencillo pareció todo de repente. El deber y el deseo se unieron por primera vez en años.

—Capitán Arturian —ladró Agón con su voz de mando, para que le oyeran todos los guardias—. ¡Capitán! ¿Cuál es vuestro deber si muere el rey?

El hombre achaparrado parpadeó.

—¡Señor! Mi deber sería proteger al nuevo rey. El príncipe.

—Larga vida al rey —dijo Agón.

El rey lo miraba fijamente, confundido. Abrió mucho los ojos cuando Agón echó atrás el brazo de la espada.

Aleine no pudo completar la maldición que estaba pronunciando cuando la hoja del general supremo le cortó la cabeza.

El cadáver del rey Aleine IX de Gunder golpeó la mesa y tiró varias sillas antes de acabar tendido en el suelo.

Antes de que ninguno de los guardias pudiera atacarle, Agón levantó la espada por encima de su cabeza con ambas manos.

—Responderé por esto, lo juro. Matadme si es preciso, pero ahora vuestro deber es para con el príncipe. ¡Salvadlo!

Durante un segundo, nadie se movió. El pánico que imperaba en el salón parecía muy lejano: las damas que chillaban, los nobles vociferantes, los sirvientes armados solo con cuchillos de carne que intentaban defender a sus descompuestos señores, los gritos de «¡Traición!» y «¡Asesinato!» que resonaban en el aire.

Entonces el capitán Arturian gritó:

—El rey ha muerto, ¡larga vida al rey! ¡Por el príncipe! ¡Por el rey Gyre!

Juntos, Agón, los guardias reales y una docena de nobles armados con cuchillos salieron corriendo del gran salón.

Kylar dejó de correr y aminoró el paso antes de ponerse a la vista del Puente Real de Occidente. Se concentró en ser una sombra, y luego se miró. Parecía un fragmento de oscuridad toscamente recortado. Eso era bueno: Durzo le había explicado que los bordes irregulares camuflaban la forma humana y volvían al ejecutor más difícil de distinguir. Kylar supuso que su Talento también estaría ahogando el sonido de sus pasos —le había ordenado mentalmente que lo hiciese—, pero no había forma de saber si era así. No podía permitirse descubrirlo a las malas.

Dobló la esquina y vio a los guardias. El acceso al Puente Real de Occidente se controlaba con un portón parecido a los del castillo: roble de un palmo de grosor con remaches de hierro, de seis metros de altura, con pinchos de remate y una portezuela más pequeña en medio. Los corpulentos centinelas, equipados con cotas de malla, parecían nerviosos. El más inquieto no paraba de girar la cabeza para mirar a los lados. Su compañero, algo más tranquilo, vigilaba con mucha atención en todas direcciones salvo río abajo. Kylar se acercó más. Reconoció a los guardias a pesar de sus cascos, y no solo porque los gemelos tuvieran sendos tatuajes de un rayo en la cara. Eran matones, y de los buenos: Zocato, el de la nariz torcida, y Bernerd.

Kylar miró hacia donde Bernerd no lo hacía. En la oscuridad distinguió una gabarra en el río, cargada y lenta como una vaca marina varada. Tenía todas las compuertas abiertas, pero no había ninguna luz. Sin embargo, la oscuridad ya no afectaba a los ojos de Kylar. De haber tenido más tiempo, se habría maravillado por ello: al caer la noche, su visión incluso mejoraba a medida que las sombras se volvían más uniformes.

Tras las compuertas abiertas de la barcaza había filas y filas de soldados. Todos llevaban los colores de Cenaria, pero con un pañuelo rojo atado a un brazo: los soldados en el izquierdo y los oficiales en el derecho.

Aquellas tropas no eran cenarianas. Bajo el casco, camuflados por las sombras de la noche, Kylar distinguió los rasgos marcados y fríos de los norteños: pelo negro como ala de cuervo y ojos azules como lagos helados. Eran hombres grandes, huesudos, curtidos y endurecidos por la exposición a los elementos y la batalla. Por tanto, no eran khalidoranos del montón. Eran montañeses de Khalidor, las tropas más fieras y selectas del rey dios. Todos ellos.

A la luz del día eso hubiese resultado evidente para cualquier cenariano del castillo. Sin embargo, de noche, los soldados locales tardarían en descubrir que los atacaba un enemigo extranjero. Los soldados de Cenaria averiguarían que los khalidoranos usaban los brazaletes para identificarse, pero llevaría tiempo. Cada nuevo grupo que topara con los invasores tendría que aprenderlo por sí mismo.

Kylar vio que se acercaba otra gabarra por el río, a solo cien pasos de distancia. Los montañeses khalidoranos tendían a ser más anchos y gruesos de pecho que la mayoría de sus compatriotas. Aún quedaban unas pocas tribus independientes en las montañas, pero las que había absorbido el imperio eran ahora sus guerreros más temibles.

Cuatrocientos o quinientos montañeses. Kylar no estaba seguro, pero suponía que la otra barcaza también iba llena de soldados de élite. De ser así, Khalidor pretendía tomar el castillo esa misma noche. El resto del país se vendría abajo como un cuerpo despojado de su cabeza.

Varios brujos hablaban entre ellos mientras subían por el camino zigzagueante que llevaba de la orilla al puente. Tenían la vista puesta en el cielo por encima del castillo, en apariencia a la espera de alguna señal.

Kylar se quedó paralizado sin saber qué hacer. Una opción era entrar para salvar a Logan, ya que sin duda Roth habría encargado a Hu o Durzo que mataran a todos los duques, y más después de lo mucho que había combatido Logan en la frontera khalidorana. Era igual de seguro que el asesinato se produciría en breve, si no había ocurrido ya. Kylar podía entrar e intentar impedir la matanza o bien quedarse fuera y tratar de detener a los khalidoranos.

«¿Yo solo? Una locura.»

Aun así, lo enfurecía ver acercarse la barcaza al puente. No tenía motivo para sentir lealtad alguna hacia Cenaria, pero sí era leal a Logan y al conde Drake. Si ese ejército entraba en el castillo, sería una matanza.

De modo que debía luchar dentro y fuera. Estupendo.

Observó a los impostores del Sa'kagé que custodiaban el puente. Unos matones como ellos no sabrían utilizar las defensas de la estructura, ni les interesarían, y mucho menos tendrían la disciplina necesaria para desmantelarlas. Se habían limitado a abrir paso a las barcazas accionando el enorme torno que alzaba la compuerta del río.

Entonces, elevándose en el cielo por encima del castillo, Kylar divisó un arco de fuego azul verdoso. Empezó a caminar.

Los brujos parecían complacidos. Hablaron con un oficial, que se puso a ladrar órdenes. Uno de los khalidoranos alzó una antorcha y la movió dos veces de lado a lado. Zocato y Bernerd cogieron sendas antorchas, se colocaron uno a cada lado del puente y también las agitaron dos veces.

«¿Todo despejado? Ya lo veremos.»

Kylar desenfundó a Sentencia. El siseo del acero al salir de la vaina hizo volverse a los matones. Zocato parpadeó y se inclinó hacia delante. Las antorchas que llevaban en la mano entorpecían su visión nocturna, por lo que lo único que vieron fue una tira fina de metal oscuro que flotaba y cabeceaba en el aire. Luego se movió con tremenda velocidad.

En cuestión de un momento, los dos hombres estaban muertos. Kylar dejó en su sitio la antorcha que había cogido de la mano de Bernerd y echó un vistazo a los incursores de las barcazas. Los grupos de cubierta ya habían formado y avanzaban en fila india por los angostos y retorcidos caminos que subían al puente.

Agarró las llaves del cuerpo de Bernerd, abrió la cerradura del portón y se metió por la portezuela empotrada. Allí estaban el torno y la palanca de la compuerta del río, que no era más que un gigantesco rastrillo con contrapeso que podía dejarse caer al agua. O en su caso, sobre un barco.

Kylar soltó la palanca, la compuerta cayó medio metro... y no se oyó un crujido, sino un golpe metálico. Se asomó por el lado del puente. El rastrillo se había estrellado contra unas barreras mágicas que resplandecían y centelleaban en la oscuridad. Había brujos en la cubierta de la primera barcaza, gritando.

Corrió a la garita de los guardias. Encontró un fuego de leña con un caldero lleno de estofado, utensilios de cocina, un casco, varias capas, cofres para los efectos personales de los soldados y un juego de tabas en la mesa baja. Había un armario lleno de viejas alfombras anchas embutidas en gruesos cubos.

Salió a toda velocidad del cuarto de guardia. El rey jamás habría dejado el puente que defendía el castillo tan desprotegido... Los pilares del puente eran de madera recubierta de hierro, invulnerables al fuego. La madera revestida se humedecía, pero no podía respirar y sudar el agua que absorbía, y con el paso de los años había que ir reemplazando las vigas podridas.

¿Por qué se tomaría el rey tantas molestias en previsión de un incendio?

Entonces vio el motivo. A lo largo de cada lado del puente había unas largas barras de madera montadas sobre pivotes. Al final de cada barra había una enorme esfera de arcilla que medía de ancho tanto como Kylar de alto. Al menos parte de la arcilla estaba moldeada sobre hierro, porque de la parte superior de la esfera asomaba un aro metálico al que iba atada una amarra. También sobresalían varias asas pequeñas de los costados.

Kylar tiró de un asa y descubrió que sacaba un tapón. Al retirarlo le saltó a la cara una vaharada de vapores aceitosos.

Necesitó contemplar el ingenio entero durante unos preciosos segundos para comprenderlo. Los brazos de madera girarían en arco por encima del borde del puente, sosteniendo las esferas llenas de aceite que luego soltarían sobre cualquier embarcación que pasara por debajo. Con suerte, provocarían un incendio espectacular.

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