El Camino de las Sombras (62 page)

BOOK: El Camino de las Sombras
10.88Mb size Format: txt, pdf, ePub

El taller de barcas está oscuro, abandonado, frío a la luz plateada de la luna. Azoth está aterrado más allá del terror, a pesar de que ha planeado aquello. En ese momento se vuelve y Rata está detrás de él, desnudo.

Azoth se va acercando al agujero por el que en un tiempo izaban las barcas desde las inmundas aguas del Plith, se va acercando a la roca colocada junto al orificio y al lazo que ha atado en un extremo de la roca.

—Bésame otra vez —dice Rata, y está delante mismo de Azoth, agarrándolo con manos lujuriosas—. Bésame otra vez.

¿Dónde está el lazo? Lo había colocado aquí mismo, ¿no? Ve la roca que en teoría arrastrará a Rata hasta ahogarlo en el agua pero dónde está el... Rata lo acerca a sí y Azoth nota su aliento caliente en la cara, y sus manos que le quitan la ropa...

Kylar chocó contra el fondo del río con un golpe seco. Abrió los ojos y vio a Sentencia a unos centímetros de su cara. Con el golpetazo de la entrada al agua, se le había escapado de la mano. Tenía suerte de no haberse cortado a cachos con ella. Tenía suerte de que la hoja plateada hubiese caído directa al fondo con él.

Consciente de pronto de que le ardían los pulmones, cogió a Sentencia y buceó hacia la superficie.

«¿Cuánto tiempo he estado aquí abajo?» No podía haber sido más de un momento, o se habría alejado a la deriva y se habría ahogado. Al cabo de unos segundos, le sorprendió descubrirse respirando aire de nuevo e indemne, al menos de la caída. Todavía le sangraban la nariz y los dedos, que dejaban manchas fugaces en las aguas que lo rodeaban. La corriente lo empujó contra una roca y se encaramó a ella.

Había salido a flote en la orilla rocosa de la isla de Vos, bajo el Puente Real de Oriente, justo enfrente de la mansión de los Jadwin. La ribera en la que se encontraba era también la base del muro del castillo, por lo que para avanzar corriente arriba, tendría que alternar entre escalar y nadar. Necesitó diez agotadores minutos para llegar a un punto en el que pudiera volver a salir del agua.

Los muelles en los que había visto a Roth estaban en la punta septentrional de la isla. Para llegar, podía o bien seguir por el río sorteando las rocas de la orilla o bien atravesar el chato y apestoso edificio que cubría la Grieta de la isla de Vos.

Kylar no creía que pudiera seguir por la ruta de las rocas durante diez o veinte minutos más. Aun suponiendo que Roth fuera a permanecer tanto tiempo en el mismo sitio, estaba demasiado débil. La nariz por fin había dejado de sangrarle, y se había vendado la mano para contener la hemorragia, pero la herida se abriría si intentaba nadar. Notaba una palpitación en la mano y sentía el cuerpo entero debilitado por la pérdida de sangre.

Cualquier otra noche, habría dado media vuelta. No estaba en condiciones de intentar un asesinato. Sin embargo, la lógica no atendía a razones. No esa noche. No después de lo que Roth había hecho.

El edificio construido sobre la Grieta de la isla de Vos era un cuadrado de piedra de treinta pasos de lado y una única planta por encima del suelo. En teoría se trataba de una maravilla de la ingeniería, pero Kylar sabía poco al respecto. Supuso que a los nobles no les impresionaba una maravilla que apestaba a huevos podridos.

Seguir adelante era una estupidez. Estaba tan agotado que apenas podía pensar siquiera en usar su Talento, para lo que hacía falta cierto tipo particular de fuerza. Se apoyó en la pesada puerta, haciendo acopio de energías. Todavía sostenía a Sentencia. Al contemplar la hoja, se quedó mirando la palabra grabada en el filo,
JUSTICIA
. Solo que cuando miró no ponía «justicia». Kylar parpadeó.

PIEDAD,
rezaba con las mismas letras plateadas, en el punto exacto donde antes ponía
JUSTICIA
en negro. En la empuñadura, perpendicular a esa palabra, también plateada cuando antes había sido negra como el ka'kari, además aparecía la inscripción
VENGANZA
.

El ka'kari había desaparecido. Kylar estaba tan atontado por el cansancio que por un momento desesperó. Después recordó dónde había desaparecido. «¿Se me ha metido bajo la piel?» ¿Tan cansado estaba? Sin duda debían de haber sido imaginaciones suyas. Una alucinación.

Volvió la mano hacia arriba y de repente manó un sudor negro de su palma como si fuese aceite. Permaneció líquido por un instante y luego se solidificó formando una cálida esfera metálica. Era negra como la medianoche y totalmente lisa. Un ka'kari negro. Las historias de Logan solo mencionaban seis: blanco, verde, marrón, plateado, rojo y azul. El emperador Jorsin Alkestes y su archimago Ezra los habían entregado a seis campeones, haciendo un desprecio a uno de los mejores amigos de Jorsin, que después lo traicionó. Acabada la guerra, los seis ka'kari habían sido objeto de una gran codicia, y sus portadores no tardaron en morir.

Kylar intentó recordar el nombre del traidor. Era Acaelus Thorne. Vaya, resultaba que al final Jorsin no lo había desairado. Al fingir que lo despreciaba, Jorsin había proporcionado a su amigo la forma de escapar... y de mantener un artefacto alejado de las manos enemigas. Como nadie había estado al corriente de la existencia del negro, Acaelus no había sufrido persecución. Acaelus Thorne había sobrevivido.

Durzo había firmado su carta como «AT».

—Oh, dioses —musitó Kylar. No podía pensarlo en ese momento, no podía parar o sería incapaz de moverse de nuevo—. Ayúdame —le dijo al ka'kari—. Por favor. Sírveme.

Apretó el ka'kari, que se disolvió y cubrió en un instante toda su piel, su ropa, su rostro, sus ojos. Kylar se estremeció, pero aún veía a la perfección, aún veía en la oscuridad como si fuese pleno día. Contempló sus manos, su espada negra, y las vio brillar con un resplandor mágico y desaparecer. No estaban únicamente envueltas en sombras, como se camuflaban los ejecutores; habían desaparecido. Kylar no era una sombra como antes. Era invisible.

No había tiempo para maravillarse; tenía trabajo que hacer. Habían pasado más de diez minutos desde que había visto a Roth en el muelle. Si quería verlo muerto esa noche, tenía que ponerse en marcha. Forzó la cerradura y entró.

Dentro del edificio hacía un calor asfixiante. Unas pasarelas de madera rodeaban una gigantesca chimenea central de quince pasos de diámetro. Estaba hecha de anchas placas de metal unidas por remaches y apuntaladas por un armazón externo de madera.

La chimenea descendía una distancia de por lo menos cuatro plantas bajo tierra, hasta encontrarse con la grieta natural en la corteza terrestre.

Fue suficiente un vistazo a las sombrías profundidades de la Grieta para entender que la gente calificara aquello de maravilla. Los hombres que trabajaban allí no solo domeñaban el poder del aire caliente que surgía de la tierra misma, sino que también impedían que el río Plith se desbordara y entrase en la fisura.

Si eso sucediera, el río herviría, los peces morirían, se acabarían los pescadores y Cenaria perdería su principal fuente de sustento.

Incluso entonces, ajenos al caos que reinaba a medio kilómetro de distancia, los hombres trabajaban revisando cuerdas, comprobando poleas, engrasando engranajes y reemplazando planchas metálicas.

Kylar cruzó una larga pasarela, dobló unas cuantas esquinas y se encontró en una encrucijada donde podía tomar una puerta bajo el nivel del suelo o subir hasta una entrada de mantenimiento en un tramo horizontal del conducto de la chimenea, cercano a su salida en la fachada norte del edificio... donde estaría Roth.

Fue hacia abajo. La puerta estaba situada junto a un portón doble que se usaba para introducir piezas de maquinaria enormes. Kylar la entreabrió.

Al otro lado había una joven bruja, con el pelo recogido y los brazos cruzados, rebosantes de vir. Miraba hacia la parte superior de una larga rampa de piedra. Alguien le hablaba, pero Kylar no veía a la otra persona. Detrás de ella había una docena más, vestidos de forma parecida.

Cerró la puerta con discreción. Regresó al otro ramal de la pasarela y abrió la puerta ubicada en la sección horizontal de la chimenea.

Tras doblarse en ángulo recto, en ese punto la chimenea era más bien un túnel de vapor. Medía quince pasos de ancho y se encogía hasta tener cuatro al llegar al último ventilador. El suelo estaba cubierto de placas de metal reforzadas para que los hombres pudieran trabajar de pie tanto en el descomunal ventilador situado en el codo, justo antes de que la chimenea descendiera hacia abajo, como en el ventilador mucho más pequeño al otro extremo del túnel, por el que el aire caliente salía a la noche cenariana. Este último estaba orientado al norte y sus palas giraban tan despacio que Kylar podría echar un vistazo y comprobar si Roth seguía en el muelle.

Entró con cuidado, tanteando el suelo para ver si chirriaría al recibir su peso. No hizo ruido. Sin embargo, aun antes de cerrar la puerta a su espalda, sintió una vaga inquietud.

Enfriados tras su largo ascenso por la chimenea metálicas, los vapores sulfurosos atravesaban perezosamente el túnel en dirección al aire nocturno del exterior. Volutas y remolinos de ese gas denso llenaban el tercio inferior de la altura del túnel. La única luz provenía de la luna, filtrada por las aspas del ventilador al girar. Entre el espeso vapor y las sombras bailarinas, la visión de Kylar no era mejor que la de cualquier otro.

«Aquí hay alguien.»

Capítulo 59

El corazón de Durzo acababa de saltar por ese puto ventanal. Se acercó y miró hasta que vio salir a Kylar a la superficie del río.

Asombroso. «En todos mis años, jamás he intentado una estupidez semejante, y va él y lo intenta en su primer día... y le funciona.» Kylar subió a la orilla con esfuerzo y empezó a avanzar hacia el norte. Durzo sabía adónde se dirigía. Insensato testarudo. Siempre había tenido esa veta, ya desde que se había negado a aceptar su fracaso en el asesinato de Rata y antes de que pasaran tres horas había matado a aquel sádico.

Kylar hacía lo que le parecía correcto y al diablo las consecuencias y lo que pensara todo el mundo, hasta Durzo. Le recordaba a Jorsin Alkestes. Kylar había escogido ser leal a Durzo y le había hecho honor siempre, a pesar del propio Durzo. Había depositado la misma fe en Durzo Blint que Jorsin. Kylar no era más que un maldito crío, pero también había depositado su fe en un hombre mucho peor que Acaelus Thorne.

El dolor resonaba por cada fibra de la vida de Durzo Blint. Había sido mil clases de impostor a lo largo de los años, de modo que podía descartarse a cualquiera que hubiese creído en él llevado por esos embustes, pero Jorsin sí lo había conocido. Kylar sí lo había conocido. No por primera vez en siete siglos, la existencia le dolía. Todo el mundo era sal y Durzo Blint una herida abierta.

«¿Dónde me equivoqué?»

Se movió porque, como todas las encarnaciones de Acaelus Thorne, Durzo Blint era un hombre de acción. Su Talento formó charquitos en torno a sus manos y pies (qué curioso que siguiera funcionando así a pesar de haber perdido el ka'kari), se subió al hueco del ventanal y dio un paso fuera. No cayó.

La magia que le rodeaba los pies se adhirió a la piedra y Durzo se dejó caer hacia delante. Quedó boca abajo, con las manos apoyadas en la pared del castillo, como un insecto. Kylar no había aprendido todos los trucos de Durzo. Qué caray, ni siquiera los había visto todos.

Sabía adónde se dirigía Kylar y sabía cómo llegar antes que él, de modo que no tenía prisa. El entrechocar de las armas en el patio atrajo su atención. Se camufló en sombras y bajó reptando hasta allí.

La batalla se encontraba en un punto muerto. Los doscientos guardias cenarianos y los poco más de cuarenta nobles inútiles que los acompañaban no podían apartar a los cien khalidoranos de la puerta que daba al Puente Real de Oriente. Los invasores contaban con media docena de meisters pero, tan avanzada la batalla, poca ventaja suponían aparte de la psicológica. Habían consumido prácticamente toda la magia de la que eran capaces.

Gracias a su vista agudizada por mil batallas y las artes del asesinato, Durzo localizó las piedras angulares de la contienda. A veces era sencillo. Los oficiales solían ser importantes. Los meisters siempre lo eran. Pero en ocasiones había meros soldados en las filas que fortalecían a quienes los rodeaban. La muerte de esas piedras angulares podía cambiar el signo de la batalla entera. En el bando khalidorano, las piedras angulares eran dos oficiales, tres de los meisters y un gigantesco montañés. Por parte de los cenarianos, solo había dos: un sargento con un arco largo alitaerano y Terah de Graesin.

El sargento era un simple soldado, que probablemente vivía su primera batalla a pesar de su edad, y Durzo conocía la expresión de su cara. Era un hombre que se había alistado en la milicia para descubrir su valía y por fin la había descubierto en combate. Había pasado su propio Crisol y estaba satisfecho. Esa satisfacción era una fuerza potente, y todos los hombres que rodeaban al sargento la sentían.

Terah de Graesin, por supuesto, habría destacado entre cualquier muchedumbre. Con el pecho alto y altiva, parecía una diosa con su desgarrado vestido azul. Creía que ningún daño osaría importunarla. Creía que todos los que la rodeaban la obedecerían, y eso también lo notaban los combatientes.

—Sargento Gamble —dijo una voz familiar desde debajo de Durzo. El sargento disparó otra flecha y acabó con un meister, pero no era de los importantes.

El conde Drake salió de la puerta delantera de la torre y agarró al sargento.

—Hay otros cien montañeses en camino —dijo, su voz apenas audible entre el ruido de las armas y la aglomeración de hombres que avanzaban y retrocedían en el patio.

La visión del conde echó más sal a la herida que Kylar había abierto. Durzo había pensado que esa noche el conde se quedaría en casa, pero allí estaba, todavía enfermo por su veneno, a punto de morir con todos los demás.

—¡Maldición! —exclamó el sargento Gamble.

Durzo les dio la espalda. Los cenarianos serían aniquilados. No podía evitarlo. Él tenía su propio juicio pendiente.

—¡Ángel de la Noche! —gritó el sargento—. ¡Si todavía luchas con nosotros, hazlo ahora! ¡Ángel de la Noche! ¡Ven!

Durzo se quedó paralizado. La única conclusión posible era que Kylar ya había intervenido en el castillo de alguna manera. «Muy bien, Kylar. Haré esto por ti, y por el conde, y por Jorsin, y por todos los necios que creen que hasta un asesino puede hacer algo bueno.»—Dame tu arco —dijo Durzo. Era una voz dura y amenazadora, proyectada con el Talento para que llegara a su destino. La cabeza del sargento Gamble se volvió de golpe y tanto él como el conde Drake vieron la sombra que se destacaba sobre la puerta de la torre. El sargento le lanzó su arco y un carcaj lleno de flechas.

Other books

Hudson by Shayne McClendon
New York for Beginners by Remke, Susann
Foreign Affair by Shelli Stevens
#GIRLBOSS by Sophia Amoruso
The Forever War by Joe Haldeman
The Witness by Josh McDowell
Private Practices by Linda Wolfe
Wild Boys - Heath by Melissa Foster