Shallan corrió a su propia cámara, cerró la puerta y sacó la animista de su bolsa segura. El cálido brillo de las gemas bañó su rostro de luz blanca y roja. Eran tan grandes, y por tanto tan brillantes, que era difícil mirarlas directamente. Cada una valdría diez o veinte broams.
Se había visto obligada a esconderlas en el exterior durante la reciente alta tormenta para infundirlas, cosa que la había llenado de ansiedad. Inspiró profundamente, se arrodilló y sacó un palito de madera de debajo de la cama. Semana y media de prácticas, y todavía no había conseguido que la animista hiciera…, bueno, nada. Había intentado dar golpecitos a las gemas, girarlas, agitar la mano, cerrar el puño imitando con total exactitud a Jasnah. Había estudiado todas las imágenes que había dibujado del proceso. Intentó hablar, concentrarse e incluso suplicar.
Sin embargo, había encontrado un libro el día antes que ofrecía lo que le pareció una pista útil. Decía que canturrear, nada menos, podía volver más efectiva a una animista. Era solo una referencia de pasada, pero era más de lo que había encontrado en ningún otro sitio. Se sentó en la cama y se obligó a concentrarse. Cerró los ojos, sujetando el palo e imaginando que se transformaba en cuarzo. Entonces empezó a canturrear.
No sucedió nada. Siguió canturreando, probando distintas notas, concentrándose todo lo que pudo. Mantuvo su atención en la tarea durante más de media hora, pero al final su mente acabó por divagar. Una nueva preocupación empezó a roerla. Jasnah era una de las eruditas más brillantes e inteligentes del mundo. Había dejado la animista donde la podían coger. ¿Habría engañado intencionadamente a Shallan con una falsificación?
Parecía una molestia demasiado grande. ¿Por qué no tirar de la manta y descubrir que Shallan era una ladrona? El hecho de que no pudiera hacer funcionar la animista la llevaba a buscar explicaciones plausibles.
Dejó de canturrear y abrió los ojos. El palo no había cambiado. «Vaya pista» —pensó, apartando el palo con un suspiro. Tenía tantas esperanzas…
Se tumbó en la cama, descansando, contemplando el techo de piedra marrón, cavado directamente en la montaña, como el resto del Cónclave. Aquí habían dejado la piedra sin pulir, evocando el techo de una cueva. Era bastante bonito, de un modo sutil que no había advertido antes, los colores y contornos de la roca ondulando como un estanque agitado.
Sacó una hoja de su carpeta y se puso a dibujar las rocas. Un boceto para calmarla, y luego volvería a la animista. Tal vez debería intentarlo de nuevo con la otra mano.
No podía capturar los colores de los estratos, no con carboncillo, pero sí registrar la forma fascinante en que los estratos se entremezclaban. Como una obra de arte. ¿Habría tallado este techo intencionadamente algún picapedrero, creando esta sutil creación, o era un accidente de la naturaleza? Sonrió, imaginando a un albañil saturado de trabajo advertir el hermoso grano de la roca y decidiendo formar una pauta en onda para su propio deleite y sentido de la belleza.
—¿Qué eres?
Shallan soltó un grito, incorporándose, y la libreta cayó de su regazo. Alguien había susurrado las palabras. ¡Las había oído claramente!
—¿Quién está ahí? —preguntó. Silencio.
—¡Quién está ahí! —exigió con más fuerza, su corazón latiendo velozmente.
Algo sonó desde el saloncito ante su puerta. Shallan dio un salto, ocultando bajo una almohada la mano que llevaba la animista cuando vio que la puerta se abría y revelaba a una vieja criada del palacio, ojos oscuros, vestida con un uniforme blanco y negro.
—¡Oh, cielos! —exclamó la mujer—. No tenía ni idea de que estuvieras aquí, brillante. —Hizo una reverencia.
Una criada de palacio. Venía a limpiar la habitación, como hacía todos los días. Concentrada en su meditación, Shallan no la había oído entrar.
—¿Por qué me hablaste?
—¿Hablarte, brillante?
—Tú…
No, la voz había sido un susurro, y procedía claramente de dentro de la habitación de Shallan. No podía haber sido la criada.
Se estremeció y miró alrededor. Pero era una tontería. La diminuta habitación era fácil de inspeccionar. No había Vaciadores ocultos en los rincones ni debajo de la cama.
¿Entonces, qué había oído? «Los sonidos de la mujer al limpiar, obviamente.» La mente de Shallan había interpretado aquellos sonidos aleatorios por palabras.
Obligándose a relajarse, Shallan miró el saloncito más allá. La mujer había retirado la copa de vino y las migajas. Había una escoba apoyada contra la pared. Además, la puerta de Jasnah estaba entreabierta.
—¿Has estado en la habitación de la brillante Jasnah? —preguntó.
—Sí, brillante —respondió la mujer—. Arreglando su escritorio, haciendo la cama…
—A la brillante Jasnah no le gusta que entren en su habitación. Les ha dicho a las criadas que no la limpien.
El rey había prometido que sus criadas eran elegidas con mucho cuidado, y nunca había habido ningún robo, pero Jasnah había insistido de todas formas en que ninguna entrara en su dormitorio.
La mujer palideció.
—Lo siento, brillante. ¡No me había enterado! No me dijeron…
—No importa —dijo Shallan—. Más vale que vayas y le digas lo que has hecho. Siempre se da cuenta de si han tocado sus cosas. Será mejor para ti si vas a verla y se lo explicas.
—S…, sí, brillante. —La mujer volvió a hacer una reverencia.
—De hecho —dijo Shallan, mientras se le ocurría algo—. Deberías ir ahora mismo. No tiene sentido posponerlo.
La madura criada suspiró.
—Sí, por supuesto, brillante.
Se retiró. Unos segundos más tarde la puerta exterior se cerró.
Shallan se incorporó de un salto, se quitó la animista y la guardó de nuevo en su bolsa segura. Corrió al exterior, el corazón martilleándole, la extraña voz olvidada mientras aprovechaba la oportunidad para echar un vistazo en la habitación de Jasnah. Era improbable que descubriera algo útil sobre la animista, pero no podía dejar correr la oportunidad…, no con la criada para echarle la culpa de haber movido las cosas.
Solo sintió un atisbo de culpa. Ya le había robado a Jasnah. Comparado con eso, curiosear en su habitación no era nada.
El dormitorio era más grande que el de Shallan, aunque seguía pareciendo estrecho, debido a la inevitable falta de ventanas. La cama, una monstruosidad con cuatro postes, ocupaba la mitad del espacio. El tocador estaba contra la pared del fondo, y a su lado la mesita de la que Shallan había robado originalmente la animista. Aparte de eso, en la habitación solo estaba el escritorio, con los libros apilados en el lado izquierdo.
Shallan nunca había tenido una oportunidad de mirar los cuadernos de Jasnah. ¿Era posible que tomara notas sobre la animista? Shallan se sentó ante la mesa, abrió rápidamente el cajón superior y rebuscó entre los pinceles, lápices de carboncillo y hojas de papel. Todo estaba muy bien ordenado, y el papel estaba en blanco. El cajón superior derecho tenía tinta y cuadernos vacíos. El cajón inferior izquierdo, una pequeña colección de libros de referencia.
Además de los libros que había sobre el escritorio. Jasnah tendría consigo la mayoría de sus cuadernos de notas, ya que estaba trabajan do. Pero…, sí, aquí quedaban unos cuantos. Temblando, Shallan cogió los tres finos volúmenes y se los plantó delante.
Notas sobre Uriziru
, anunciaba el primero. El cuaderno estaba lleno, según parecía, de citas y anotaciones de los diversos libros que Jasnah había encontrado. Todos hablaban de ese lugar, Uriziru. Jasnah se lo había mencionado antes a Kabsal.
Shallan apartó el libro y miró el siguiente, esperando encontrar alguna mención de la animista. Este cuaderno estaba completamente lleno de notas, pero no tenía título. Shallan lo hojeó y leyó algunas entradas. «Los de ceniza y fuego, que mataban como un enjambre, implacables ante los Heraldos.» Anotado en Masly, página 337. Corroborado por Coldwin y Hasavah.
«Se llevan la luz, donde quiera que acechen. Piel que arde.» Cormshen, página 104.
«Cambiaron, incluso cuando los combatíamos. Eran como sombras que pueden transformarse mientras baila la llama. Nunca los subestimes por lo que ves primero.» Se dice que es un borrador recopilado por Talatin, Radiante de la Orden de los Guardapiedras. La fuente (Encarnado, de Guvlow) se considera fiable, aunque esto procede de un fragmento copiado de
El poema de la séptima mañana
, que se ha perdido.
Seguía así, página tras página. Jasnah le había enseñado su método de tomar notas: cuando el cuaderno estaba lleno, cada artículo era evaluado de nuevo para comprobar su validez y utilidad y se copiaba en otros cuadernos distintos y más específicos.
Frunciendo el ceño, Shallan le echó un vistazo al último cuaderno. Se centraba en Natanatan, las Montañas Irreclamadas y las Llanuras Quebradas. Recopilaba registros de descubrimientos de cazadores, exploradores o mercaderes que buscaban un paso fluvial hacia Nueva Natanatan. De los tres cuadernos, el más grande era el dedicado a los Vaciadores.
Los Vaciadores otra vez. Mucha gente en sitios rurales hablaba entre susurros de ellos y de otros monstruos de la oscuridad. Los susurrantes, o susurradores de las tormentas, o incluso los temidos nochespren. Sus severas tutoras le habían enseñado a Shallan que eran supersticiones, inventos de los Radiantes Perdidos, que usaban historias de monstruos para justificar su dominio sobre la humanidad.
Los fervorosos enseñaban otra cosa. Hablaban de los Radiantes Perdidos (llamados entonces los Caballeros Radiantes), que combatieron a los Vaciadores durante la guerra por Roshar. Según estas enseñanzas, solo después de derrotar a los Vaciadores (y la marcha de los Heraldos) cayeron los Radiantes.
Ambos grupos estaban de acuerdo en que los Vaciadores ya no existían. Inventos o enemigos largamente derrotados, el resultado era el mismo. Shallan podía creer que algunas personas, incluso algunos eruditos, podrían creer que los Vaciadores existían todavía, acechando en la oscuridad. ¿Pero Jasnah, la escéptica? ¿Jasnah, que negaba la existencia del Todopoderoso? ¿Podía ser tan retorcida como para negar la existencia de Dios y aceptar sin embargo la existencia de sus enemigos mitológicos?
Llamaron a la puerta exterior. Shallan dio un salto, llevándose la mano al pecho. Volvió a colocar apresuradamente los libros sobre el escritorio en el mismo orden y orientación. Entonces, azorada, corrió a la puerta. «Jasnah no llamaría, idiota», se dijo. Descorrió el cerrojo y abrió la puerta una rendija.
Fuera estaba Kabsal. El guapo fervoroso ojos claros alzó una cesta.
—He oído decir que tienes el día libre. —Sacudió la cesta, tentador—. ¿Te apetece un poco de mermelada?
Shallan se calmó, y luego miró las habitaciones abiertas de Jasnah. Debería investigar más. Se volvió hacia Kabsal, con intención de decirle que no, pero sus ojos eran irresistibles. Aquel atisbo de sonrisa en su rostro, aquella postura relajada y confiada.
Si se iba con Kabsal, tal vez podría preguntarle qué sabía de las animistas. Sin embargo, no fue eso lo que la hizo decidirse. La verdad era que necesitaba relajarse. Había estado tan nerviosa últimamente, el cerebro embotado de filosofía, cada momento libre intentando hacer que la animista funcionara. ¿Era extraño que estuviera oyendo voces?
—Me encantaría un poco de mermelada —declaró.
—Mermelada de baya verdadera —dijo Kabsal, alzando el frasquito verde—. Es azishiana. Las leyendas dicen que los que consumen las bayas solo dicen verdades hasta la siguiente puesta de sol.
Shallan alzó una ceja. Estaban sentados en cojines sobre una manta en los jardines del Cónclave, no lejos de donde ella había experimentado por primera vez con la animista.
—¿Y es cierto?
—Difícilmente —dijo Kabsal, abriendo el frasco—. Las bayas son inofensivas. Pero las hojas y tallos de la planta de baya verdadera, si se queman, desprenden un humo que llena a la gente de euforia y embriaguez. Parece que a menudo reúnen los tallos para hacer hogueras. Se comen las bayas en torno al fuego y tienen una noche…, interesante.
—Me extraña… —empezó a decir Shallan, pero se mordió los labios.
—¿Qué?
Ella suspiró.
—Me extraña que no sean conocidas como preñabayas, teniendo en cuenta… —Se ruborizó.
Él se echó a reír.
—¡Buen argumento!
—Padre Tormenta —dijo ella, ruborizándose aún más—. Soy terrible a la hora de comportarme con decoro. Venga, dame un poco de mermelada de esa.
Él sonrió y le pasó una rebanada de pan untado con mermelada verde. Un parshmenio de ojos sombríos, cosa típica por vivir dentro del Cónclave, estaba sentado en el suelo junto a una pared de corteza-pizarra, actuando como improvisada carabina. A Shallan le parecía extraño estar aquí con un hombre de casi su edad y solo un parshmenio asistiéndolos. Era liberador. Exuberante. O tal vez era solo cosa de la luz del sol y el aire libre.
—También soy una erudita terrible —dijo ella, cerrando los ojos e inspirando profundamente—. Me gusta demasiado salir.
—Muchos de los mayores eruditos se pasaron la vida viajando.
—Y por cada uno de ellos hubo cien más encerrados en un agujero de una biblioteca, enterrado en libros.
—Y no habrían querido otra cosa. La mayoría de la gente que tiene tendencia a investigar prefiere sus agujeros y bibliotecas. Pero tú no. Eso hace que seas misteriosa.
Ella abrió los ojos, sonriéndole, y luego dio un fuerte bocado a su pan con mermelada.
—Bueno —dijo mientras masticaba—, ¿te sientes más sincero, ahora que has probado la mermelada?
—Como fervoroso que soy, mi deber y mi llamada son ser sincero en todo momento.
—Naturalmente —dijo ella—. Yo también soy sincera. Tan sincera, de hecho, que a veces expulso las mentiras por la boca. No hay lugar para ellas dentro de mí. El se rio de buena gana.
—Shallan Davar. No puedo imaginar a nadie tan dulce como tú murmurando una sola falsedad.
—Entonces, por tu cordura, las diré de dos en dos —sonrió—. Me lo estoy pasando fatal, y esta comida está horrible.
—¡Acabas de rebatir todo el saber y la mitología relacionadas con comer mermelada de baya verdadera!
—Bien. La mermelada no debería tener saberes ni mitologías. Debe ser dulce, colorida y deliciosa.
—Como las damas jóvenes, supongo.
—¡Hermano Kabsal! —Ella se volvió a ruborizar—. Eso no ha sido nada adecuado.