Kaladin corrió al fondo de la habitación, pisoteando la sangre, y abrió el armario. Sacó un frasquito de líquido claro.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Roshone, tratando de incorporarse—. ¡Atiende a mi hijo! ¡Todopoderoso, atiéndelo!
Kaladin se volvió vacilante, deteniéndose mientras vertía aturdeagua sobre una venda. Rillin tenía espasmos cada vez más violentos.
—Trabajo bajo tres directrices, Roshone —dijo Lirin, obligando al ojos claros a tenderse en la mesa—. Las directrices que sigue todo cirujano cuando tiene que elegir entre dos pacientes. Si las heridas son iguales, trata al más joven primero.
—¡Entonces atiende a mi hijo!
—Si las heridas no son igualmente amenazantes —continuó Lirin—, trata primero al que esté peor.
—¡Es lo que te estoy diciendo!
—La tercera directriz las supera a ambas, Roshone —dijo Lirin, inclinándose—. Un cirujano debe saber cuando alguien está más allá de su capacidad de ayuda. Lo siento, Roshone. Lo salvaría si pudiera, te lo prometo. Pero no puedo.
—¡No! —dijo Roshone, debatiéndose de nuevo.
—¡Kaladin! ¡Rápido!
Kaladin se acercó. Presionó la venda de aturdeagua contra la barbilla y la boca de Roshone, justo debajo de la nariz, obligando al ojos claros a inhalar los vapores. Kaladin contuvo la respiración, conforme a la instrucción recibida.
Roshone gritó y chilló, pero Jos dos lo contuvieron, estaba débil por la pérdida de sangre. Pronto sus gritos se volvieron más suaves. En pocos segundos, farfullaba y sonreía para sí. Lirin se dedicó a la pierna herida mientras Kaladin se disponía a tirar la venda con aturdeagua.
—No. Adminístrasela a Rillir. —Su padre no levantó la cabeza de su trabajo—. Es la única merced que podemos darle.
Kaladin asintió y usó la venda con el joven herido. La respiración de Rillir se hizo menos frenética, aunque no parecía lo bastante consciente para advertir los efectos. Luego Kaladin echó al brasero la venda con el aturdeagua. La venda blanca e hinchada se arrugó y agostó en el fuego, desprendiendo vapor mientras los bordes estallaban en llamas. Kaladin regresó con la esponja y lavó la herida de Roshone mientras Lirin la sondeaba. Había unos cuantas esquirlas de colmillo atrapadas en el interior, y Lirin murmuro para sí y sacó sus tenazas y un cuchillo afilado.
—Condenación se los lleve a todos —dijo Lirin, sacando la primera lasca de colmillo. Tras ellos, Rillir se quedó quieto—. ¿No les basta enviar a la mitad de nosotros a la guerra? ¿Tienen que buscar la muerte incluso cuando viven en una aldea tranquila? Roshone nunca debería haber salido a buscar al tormentoso espinablanca.
—¿Lo fue a buscar?
—Lo fueron a cazar —escupió Lirin—. Wistiow y yo solíamos bromear sobre los ojos claros como ellos. Si no puedes matar hombres, matas bestias. Bueno, esto es lo que te encontraste, Roshone.
—Padre —dijo Kaladin en voz baja—. No estará feliz contigo cuando despierte.
El brillante señor tarareaba en voz baja, tendido, los ojos cerrados.
Lirin no respondió. Sacó otro fragmento de colmillo, y Kaladin lavó la herida. Su padre presionó con los dedos el lado del gran tajo, inspeccionándolo.
Había una lasca más de colmillo que sobresalía de un músculo dentro de la herida. Justo al lado de ese músculo latía la arteria femoral, la más grande de la pierna. Lirin introdujo el cuchillo y cortó con cuidado alrededor de la lasca de colmillo. Entonces se detuvo un instante, el filo de su hoja a milímetros de la arteria.
«Si la cortara…» —pensó Kaladin. Roshone moriría en cuestión de minutos. Solo estaba vivo ahora mismo porque el colmillo no había alcanzado la arteria.
La mano de Lirin, normalmente firme, tembló. Entonces miró a Kaladin. Retiró el cuchillo sin tocar la arteria, y luego introdujo las tenazas para sacar la lasca. La arrojó a un lado, y luego echó mano tranquilamente de aguja e hilo.
Tras ellos, Rillir había dejado de respirar.
Esa noche, Kaladin estaba sentado en los escalones de su casa, las manos en el regazo. Roshone había sido conducido a su mansión para que sus sirvientes personales lo atendieran. El cadáver de su hijo se enfriaba en la cripta, y habían enviado a un mensajero para solicitar una animista para el cuerpo.
En el horizonte, el sol era rojo como la sangre. Allá donde Kaladin miraba, el mundo era rojo.
La puerta de la sala de operaciones se cerró, y su padre, con aspecto tan agotado como el propio Kaladin, salió. Se sentó junto a él, suspirando, y miró al sol. ¿Le parecía también sangre?
No hablaron mientras el sol se hundía lentamente ante ellos ¿Por qué era más colorido cuando estaba a punto de desaparecer en la noche? ¿Estaba enfadado por ser arrastrado bajo el horizonte? ¿O era un mentiroso y actuaba antes de retirarse?
¿Por qué la parte más colorida de los cuerpos de la gente, el brillo de su sangre, quedaba oculta bajo su piel y no se dejaba ver a menos que algo fuera mal?
«No —pensó Kaladin—. La sangre no es la parte más colorida del cuerpo. Los ojos también pueden ser coloridos.» La sangre y los ojos. Representaciones ambas de tu herencia. Y de tu nobleza.
—He visto el interior de un hombre hoy —dijo Kaladin por fin.
—No es la primera vez —contestó Lirin—, y no será la última. Me siento orgulloso de ti. Esperaba encontrarte aquí llorando, como sueles hacer cuando perdemos un paciente. Estás aprendiendo.
—Cuando digo que he visto el interior de un hombre, no me refiero a las heridas.
Lirin tardó un instante en responder.
—Comprendo.
—Lo habrías dejado morir si yo no hubiera estado allí, ¿verdad?
Silencio.
—¿Por qué no lo hiciste? ¡Habría resuelto tantas cosas!
—Dejarlo morir no habría sido. Habría sido asesinarlo.
—Podrías haberlo dejado desangrar, y decir luego que no pudiste salvarlo. Nadie te habría cuestionado. Podrías haberlo hecho.
—No —dijo Lirin, mirando la puesta de sol—. No, no podría.
—¿Pero por qué?
—Porque no soy un asesino, hijo.
Kaladin frunció el ceño.
Lirin tenía una expresión distante en los ojos.
—Alguien tiene que empezar. Alguien tiene que dar un paso al frente y hacer lo que es justo, porque es justo. Si nadie empieza, los demás no pueden seguirlo. Los ojos claros hacen todo lo posible por matarse, y por matarnos. Los otros aún no han traído de vuelta a Alds y Milp. Roshone los dejó allí.
Alds y Milp, dos hombres del pueblo, habían ido a la cacería pero no habían regresado con el grupo que trajo a los dos ojos claros heridos. Roshone estaba tan preocupado por Rillir que los abandonó para poder viajar rápido.
—A los ojos claros no les preocupa la vida —dijo Lirin—. Así que debo hacerlo yo. Es otro motivo por el que no pude dejarlo morir, aunque tú no hubieras estado delante. Mirarte me dio fuerzas.
—Ojalá no hubiera sido así —dijo Kaladin.
—No debes decir esas cosas.
—¿Por qué no?
—Porque no, hijo. Tenemos que ser mejores que ellos. —Suspiró y se puso en pie—. Deberías dormir. Puede que te necesite cuando los demás regresen con Alds y Milp.
Eso no era probable: los dos hombres del pueblo estarían ya muertos. Se decía que sus heridas eran graves. Además, los espinas-blancas seguían allí. Lirin entró, pero no obligó a Kaladin a seguirlo.
«¿Lo habría dejado morir yo? —se preguntó el muchacho—. ¿Habría usado ese cuchillo para acelerar su partida?» Roshone no había sido más que una molestia desde su llegada ¿pero justificaba eso matarlo?
No. Cortar aquella arteria no habría tenido justificación. ¿Pero qué obligación tenía Kaladin de ayudar? Moderar su ayuda no era lo mismo que matar. No lo era.
Kaladin lo revisó de una docena de formas distintas, reflexionando sobre las palabras de su padre. Lo que descubrió le sorprendió. Sinceramente, habría dejado morir a Roshone en la mesa. Habría sido lo mejor para su familia. Habría sido lo mejor para el pueblo entero.
El padre de Kaladin se rio una vez del deseo de su hijo de ir a la guerra. De hecho, ahora que Kaladin había decidido ser cirujano en sus propios términos, sus pensamientos y acciones de sus primeros años le parecían infantiles. Pero Lirin consideraba a su hijo incapaz de matar. «Apenas puedes pisar un cremlino sin sentirte culpable, hijo. Clavarle tu lanza a un hombre no sería tan fácil como crees.»
Pero su padre se equivocaba. Fue una revelación sorprendente, aterradora. No se trataba de ensoñaciones o fantasías sobre la gloria de la batalla. Esto era real.
En ese momento, Kaladin supo que podía matar, si era necesario. Algunas personas, como un dedo infectado o una pierna aplastada sin posibilidad de sanación, tenían que ser eliminadas.
«Como una alta tormenta, regular en su llegada, pero siempre inesperada.»
La palabra Desolación se usa dos veces en referencia a sus apariciones. Véanse páginas 57, 59 y 64 de
Historias a la luz de la hoguera
.
—He tomado mi decisión —declaró Shallan.
Jasnah dejó su investigación. En un inusitado momento de deferencia, apartó sus libros y permaneció sentada de espaldas al Velo, mirando a Shallan.
—Muy bien.
—Lo que hiciste fue a la vez legal y justo, en el sentido estricto de las palabras —dijo Shallan—. Pero no fue moral, y desde luego no fue ético.
—¿Entonces moralidad y legalidad son cosas distintas?
—Casi todas las filosofías están de acuerdo en que lo son.
—¿Pero qué piensas tú?
Shallan vaciló.
—Sí. Puedes ser moral sin seguir la ley, y puedes ser inmoral siguiéndola.
—Pero también has dicho que lo que hice fue «justo» pero no «moral». La distinción entre esos dos términos parece menos fácil de establecer.
—Una acción puede ser justa —dijo Shallan—. Es simplemente algo hecho, visto sin considerar la intención. Matar a cuatro hombres en defensa propia es justo.
—¿Pero no es moral?
—La moralidad se aplica a tu intención y al contexto superior de la situación. Buscar hombres para matarlos es un acto inmoral, Jasnah, no importa cuál sea el resultado.
Jasnah dio un golpecito a su mesa con la uña. Llevaba puesto el guante, las gemas de la animista rota abultaban debajo. Habían pasado dos semanas. Sin duda ya había descubierto que no funcionaba. ¿Cómo podía estar tan tranquila?
¿Intentaba arreglarla en secreto? Tal vez temía que si revelaba que estaba rota, perdería poder político. ¿O se había dado cuenta de que la habían cambiado por una animista diferente? ¿Era posible, a pesar de todas las probabilidades en contra, que no hubiera intentado usar la animista? Shallan tenía que marcharse dentro de poco. Pero si lo hacía antes de que Jasnah descubriera el cambio, se arriesgaba a que la princesa probara su animista justo después de su marcha, lo que haría recaer las sospechas directamente en ella. La ansiosa espera estaba volviendo loca a Shallan.
Finalmente, Jasnah asintió, y regresó a su investigación.
—¿No tienes nada que decir? —preguntó Shallan—. Acabo de acusarte de asesinato.
—No, el asesinato es una definición legal. Has dicho que maté sin ética.
—¿Crees que estoy equivocada, entonces?
—Lo estás. Pero acepto que crees lo que estás diciendo y has puesto detrás un pensamiento racional. He examinado tus notas, y creo que comprendes las diversas filosofías. En algunos casos, pienso que fuiste bastante reflexiva en tu interpretación. La lección fue instructiva —abrió su libro.
—¿Y eso es todo?
—Por supuesto que no —dijo Jasnah—. Seguiremos estudiando filosofía en el futuro; por ahora, me contento con que hayas establecido unas bases sólidas sobre el tema.
—Pero decidí que hiciste mal. Sigo pensando que hay una Verdad absoluta ahí fuera.
—Sí —dijo Jasnah—, y tardaste dos semanas de esfuerzo en llegar a esa conclusión. —La princesa alzó la cabeza y la miró a los ojos—. No fue fácil, ¿verdad?
—No.
—Y sigues preguntándotelo, ¿no?
—Sí.
—Es suficiente. —Jasnah entornó ligeramente los ojos, y una sonrisa de consolación asomó a sus labios—. Si te ayuda a luchar con tus sentimientos, niña, quiero que comprendas que intenté hacer el bien. A veces me pregunto si podría hacer más con mi animista. —Volvió a su lectura—. Quedas libre durante el resto del día.
Shallan parpadeó.
—¿Qué?
—Libre. Puedes irte. Haz lo que quieras. Sospecho que te pasarás el día dibujando mendigos y camareras, pero es cosa tuya. Me las apañaré sin ti.
—¡Sí, brillante! Gracias.
Jasnah hizo un gesto de despedida y Shallan recogió su carpeta y salió rápidamente del reservado. No había tenido tiempo libre desde el día en que salió a dibujar sola a los jardines. La reprendieron amablemente por ello: Jasnah la había dejado en sus habitaciones para que descansara, no para que saliera a dibujar.
Shallan esperó impaciente mientras los porteros parshmenios bajaban el ascensor hasta la planta baja del Velo, y luego recorrió a toda prisa el cavernoso salón central. Un largo paseo más tarde, llegó a los aposentos de invitados, donde saludó a los maestro-siervos que trabajaban allí. Medio guardias, medio conserjes, llevaban el control de quienes entraban y salían.
Utilizó la gruesa llave de bronce para abrir la puerta de las habitaciones de Jasnah, y luego entró y echó el cerrojo. El pequeño estudio, amueblado con una alfombra y dos sillas junto a la chimenea, estaba iluminado por topacios. La mesa todavía contenía una copa medio llena de vino naranja de los estudios de Jasnah de la noche anterior, junto con unas cuantas migajas de pan en un plato.