El camino de los reyes (95 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

BOOK: El camino de los reyes
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Estaba de vuelta en Piedralar con su familia. Solo que era un adulto. El soldado en el que se había convertido. Y ya no encajaba con ellos. Su padre seguía preguntando: ¿Cómo sucedió esto? Dijiste que querías ser cirujano. Cirujano…

«Costillas rotas. Causadas por traumatismo lateral, infligidas por una paliza. Vendar el pecho e impedir que el sujeto haga esfuerzos.»

De vez en cuando abría los ojos y veía una habitación oscura. Era fría, las paredes de piedra, con un techo alto. Había otra gente en filas, cubierta con mantas. Cadáveres. Esto era el almacén donde esperaban para ser vendidos. ¿Quién compraba cadáveres?

El alto príncipe Sadeas. Compraba cadáveres. Todavía caminaban después de comprados, pero eran cadáveres. Los estúpidos se negaban a aceptarlo, fingiendo que estaban vivos.

«Laceraciones en la cara, los brazos y el pecho. La parte exterior de la piel arrancada en varios sitios. Causada por una exposición prolongada a los vientos de la alta tormenta. Vendar zonas heridas, aplicar una salva de denocax para potenciar el crecimiento de la nueva piel.»

Pasó el tiempo. Mucho tiempo. Debería estar muerto. ¿Por qué no estaba muerto? Quería tenderse y dejar que sucediera.

Pero no. No. Le había fallado a Tien. Le había fallado a Goshel. Le había fallado a sus padres. Le había fallado a Daller.

No le fallaría al Puente Cuatro. ¡No lo haría!

«Hipotermia, causada por frío extremo. Calentar al sujeto y obligarlo a permanecer sentado. No dejarlo dormir. Si sobrevive unas cuantas horas, es probable que no haya efectos secundarios duraderos.»

«Si sobrevive unas cuantas horas…»

Los hombres de los puentes no estaban hechos para sobrevivir. ¿Por qué dijo eso Lamaril? ¿Qué ejército emplearía a hombres para morir?

Su perspectiva había sido demasiado estrecha, demasiado cegata. Tenía que comprender los objetivos del ejército. Observó horrorizado los progresos de la batalla. ¿Qué había hecho?

Tenía que volver y cambiarlo. Pero no. Estaba herido, ¿verdad? Sangraba en el suelo. Era uno de los lanceros caídos. Era un hombre del Puente Dos, traicionado por esos necios del Puente Cuatro, que desviaron a todos los arqueros.

¿Cómo se atreven? ¿Cómo se atreven?

¡Cómo se atreven a sobrevivir matándome!

«Tendones distendidos, músculos rasgados, huesos rotos y magullados, y dolor generalizado causado por condiciones extremas. Forzar el descanso en cama por todos los medios necesarios. Comprobar hematomas grandes y persistentes o palidez causada por hemorragias internas. Eso puede amenazar la vida. Estar preparado para operar.»

Vio los muertespren. Eran negros, del tamaño de puños, con muchas patas y ojos rojo oscuro que brillaban, dejando rastros de luz ardiente. Se arremolinaban a su alrededor, correteando aquí y allá. Sus voces eran susurros, sonidos rasgados como de papel roto. Lo aterraban, pero no podía escapar de ellos. Apenas podía moverse.

Podía ver los muertespren sobre los moribundos. Los veías y luego morías. Solo los muy afortunados sobrevivían después de eso. Los muertespren sabían cuándo estaba cerca el final.

«Ampollas en los dedos de las manos y los pies causadas por la congelación. Asegurarse de aplicar antisépticos a cualquier ampolla que se rompa. Potenciar la cura natural del cuerpo. Es improbable que haya daños permanentes.»

Ante los muertespren había una diminuta figura de luz. No transparente, como siempre había aparecido antes, sino de pura luz blanca. Aquel suave rostro femenino tenía un tono más noble y más anguloso ahora, como una mujer guerrero de un tiempo olvidado. Ya no era infantil. Montaba guardia sobre su pecho, empuñando una espada hecha de luz.

Aquel brillo era tan puro, tan dulce. Parecía el brillo de la vida misma. Cada vez que uno de los muertespren se acercaba demasiado, ella lo atacaba, empuñando su radiante hoja.

La luz los espantaba.

Pero había un montón de muertespren. Más y más cada vez que él estaba lo bastante lúcido para mirar.

«Delirios varios causados por traumatismo en la cabeza. Mantener observación del sujeto. No permitir la ingesta de alcohol. Obligar al descanso. Administrar corteza insondable para reducir la hinchazón craneana. Puede usarse fuegomoho en casos extremos, pero cuidarse de no causar adicción en el sujeto.

»Si la medicación falla, trepanar el cráneo puede ser necesario para aliviar la presión.

»Habitualmente fatal.»

Teft entró en el barracón a mediodía. Pasar al interior en sombras era como entrar en una cueva. Miró a la izquierda, donde habitualmente dormían los otros heridos. Todos estaban fuera en este momento, tomando el sol. Los cinco mejoraban, incluso Leyten.

Teft dejó atrás las filas de mantas enrolladas colocadas a los lados de la habitación y se dirigió al fondo, donde estaba Kaladin.

«Pobre hombre —pensó Teft—. ¿Qué es peor, estar enfermo cerca de la muerte o tener que permanecer aquí, lejos de la luz?» Era necesario. El Puente Cuatro caminaba por una línea precaria. Les habían permitido bajar a Kaladin, y hasta ahora nadie había intentado impedir que lo cuidaran. Prácticamente el ejército entero había oído a Sadeas entregar a Kaladin al juicio del Padre Tormenta.

Gaz había venido a verlo, y luego hizo una mueca divertida. Probablemente les diría a sus superiores que iba a morir. Los hombres no vivían mucho con heridas como aquellas.

Sin embargo Kaladin resistía. Los soldados venían a echarle un vistazo. Su supervivencia era increíble. La gente hablaba en el campamento. Entregado al Padre Tormenta para ser juzgado, y luego había sido perdonado. Un milagro. A Sadeas no le gustaría. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que uno de los ojos claros decidiera aliviar al brillante señor del problema? Sadeas no podía emprender ninguna acción a las claras (no sin perder su credibilidad), pero envenenarlo o asfixiarlo en silencio abreviaría la vergüenza.

De modo que el Puente Cuatro mantenía a Kaladin lo más apartado de las miradas de todo el mundo como fuera posible. Y siempre dejaban a alguien con él. Siempre.

«Tormenta de hombre», pensó Teft, arrodillándose ante el febril paciente con sus mantas revueltas, los ojos cerrados, el rostro sudoroso, el cuerpo cubierto de una enorme cantidad de vendajes. La mayoría estaban manchados de rojo. No tenían dinero para cambiarlos con frecuencia.

Ahora Cikatriz montaba guardia. Estaba sentado a los pies de Kaladin.

—¿Cómo está? —preguntó Teft. Cikatriz respondió en voz baja.

—Parece que empeora, Teft. Le he oído murmurar sobre sombras oscuras, debatirse y decirle que se fueran. Abrió los ojos. No pareció verme, pero sí dijo algo. Lo juro.

«Muertespren —pensó Teft, sintiendo un escalofrío—. Kelek nos ayude.»

—Yo me encargo del turno —dijo, sentándose—. Ve a comer algo.

Cikatriz se levantó, pálido. Los ánimos de todos se vendrían abajo si Kaladin sobrevivía a la alta tormenta para morir luego de sus heridas. Cikatriz salió de la habitación arrastrando los pies, con los hombros hundidos.

Teft observó a Kaladin durante largo rato, tratando de poner en orden sus pensamientos, sus emociones.

—¿Por qué ahora? —susurró—. ¿Por qué aquí? ¿Después de que tantos hayan visto y esperado, venís aquí?

Pero naturalmente Teft se estaba adelantando. No lo sabía con certeza. Solo tenía suposiciones y esperanzas. No, esperanzas no: temores. Había rechazado a los Protectores. Y sin embargo, aquí estaba. Rebuscó en un bolsillo y sacó tres pequeñas esferas de diamante. Había pasado mucho, mucho tiempo desde la última vez que ahorró de su salario, pero se había quedado con estas, pensativo, preocupado. Brillaban en su mano con luz tormentosa.

¿De verdad quería saberlo?

Apretando los dientes, Teft se acercó a Kaladin y contempló el rostro del joven inconsciente.

—Hijo de puta —susurró—. Maldito hijo de puta. Cogiste a un puñado de ahorcados y los alzaste el tiempo suficiente para que respiraran. ¿Y ahora los vas a dejar? No lo consentiré, ¿me oyes? No lo consentiré.

Le puso las esferas a Kaladin en la mano, envolviendo los laxos dedos a su alrededor, y luego le puso la mano sobre el abdomen. Se sentó entonces sobre sus talones. ¿Qué sucedería? Todo lo que tenían los Protectores eran historias y leyendas. Cuentos de bobos, los había llamado Teft. Sueños vanos.

Esperó. Naturalmente, no sucedió nada. «Eres tan necio como el que más, Teft», se dijo. Extendió la mano hacia la de Kaladin. Aquellas esferas comprarían unas cuantas bebidas.

Kaladin boqueó de repente, absorbiendo rápidas, breves y poderosas bocanadas de aire.

El brillo en su mano se apagó.

Teft se quedó inmóvil, los ojos abiertos como platos. Hilillos de luz empezaron a brotar del cuerpo de Kaladin. Era leve, pero el brillo blanco de la luz tormentosa que surgía de su cuerpo era inconfundible. Era como si Kaladin se hubiera bañado en un súbito calor y su piel humeara.

Kaladin abrió los ojos, y estos también filtraron luz, levemente teñida de ámbar. Boqueó de nuevo con fuerza, y los hilillos de luz empezaron a enroscarse en los cortes abiertos de su pecho. Unos se unieron y se anudaron.

Entonces desapareció, agotada la luz de aquellos diamantes. Kaladin cerró los ojos y se relajó. Sus heridas seguían siendo graves, su fiebre seguía siendo alta, pero un poco de color había regresado a su piel. La roja hinchazón en torno a algunos cortes había disminuido.

—Dios mío —dijo Teft, advirtiendo que estaba temblando—. Todopoderoso, surgido del cielo para habitar en nuestros corazones…, es cierto.

Inclinó la cabeza ante el suelo de roca, cerrando los ojos con fuerza, mientras las lágrimas brotaban de sus comisuras.

«¿Por qué ahora? —pensó de nuevo—. ¿Por qué aquí?»

«Y en nombre de todos los cielos ¿por qué yo?»

Permaneció arrodillado durante cien latidos, contando, pensando, preocupado. Por fin se puso en pie y recogió las esferas, ahora opacas, de la mano de Kaladin. Tendría que cambiarlas por esferas con luz. Entonces podría regresar y dejar que Kaladin las absorbiera también.

Tendría que tener cuidado. Unas cuantas esferas cada día, pero no demasiadas. Si el cuerpo sanaba demasiado rápido, atraería demasiado la atención.

«Y tengo que decírselo a los Protectores. Tengo que…»

Los Protectores ya no existían. Muertos, por lo que él había hecho. Si había otros, no tenía ni idea de cómo localizarlos.

¿A quién se lo diría? ¿Quién le creería? El propio Kaladin probablemente no comprendía lo que estaba haciendo.

Era mejor no decir nada, al menos hasta que pudiera decidir qué hacer al respecto.

«En un latido Alezarv estuvo allí, cruzando una distancia que habría tardado más de cuatro meses en recorrer a pie.»

Otra historia popular, está registrada en
Entre los ojos oscuros
, por Calinam. Página 102. Las historias de viajes instantáneos y las Puertas Juramentadas abundan en estas historias.

La mano de Shallan volaba sobre el tablero de dibujo, moviéndose como por su propia cuenta: el carboncillo arañaba, esbozaba, manchaba. Líneas gruesas primero, como rastros de sangre dejados por un pulgar sobre el áspero granito. Líneas diminutas como arañazos hechos con un alfiler.

Estaba sentada en su pequeña cámara de piedra en el Cónclave. No había ventanas, no había adornos en las paredes de granito. Solo la cama, su baúl, la mesilla de noche, y el pequeño escritorio que hacía también las veces de tablero de dibujo.

Un único broam de rubí proyectaba una luz rojiza sobre su boceto. Normalmente, para producir un dibujo vibrante tenía que memorizar conscientemente una escena. Un parpadeo que detenía el mundo y lo marcaba en su mente. No lo había hecho cuando Jasnah aniquilaba a los ladrones. Estaba demasiado petrificada por el horror o por la morbosa fascinación.

A pesar de eso, podía ver en su mente cada una de esas escenas tan vivamente como si las hubiera memorizado de forma deliberada. Y estas memorias no se desvanecían cuando las dibujaba. No podía librarse de ellas. Estas muertes estaban marcadas a fuego.

Se apartó del tablero de dibujo, la mano temblando, la imagen ante ella una exacta representación al carboncillo del sofocante paisaje nocturno, apretujado entre las paredes del callejón, una torturada figura en llamas alzándose hacia el cielo. En ese momento, su rostro todavía conservaba su forma, los ojos desorbitados y los labios ardientes entreabiertos. La mano de Jasnah se dirigía hacia la figura, como advirtiéndola, o rezando.

Shallan se llevó al pecho los dedos manchados de carboncillo y contempló su creación. Era uno de las docenas de dibujos que había hecho durante los últimos dos días. El hombre convertido en fuego, el otro cristalizado, los dos últimos transmutados en humo. Solo podía dibujar plenamente a uno de los dos: estaba mirando al este cuando sucedió. Sus dibujos de la muerte del cuarto hombre eran de humo que se alzaba, las ropas ya en el suelo.

Se sentía culpable por no haber podido registrar su muerte. Y se sentía estúpida por ese sentimiento.

La lógica no condenaba a Jasnah. Sí, la princesa había acudido voluntariamente al peligro, pero eso no eximía de responsabilidad a quienes habían decidido hacerle daño. Las acciones de los hombres eran reprensibles. Shallan se había pasado días consultando libros de filosofía y la mayoría de los marcos éticos exoneraban a la princesa.

Pero Shallan estuvo allí delante. Había visto morir a aquellos hombres. Había visto el terror en sus ojos, y se sentía mal. ¿No había otro modo?

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