Gadol empezó a sufrir espasmos. Kaladin presionó las vendas contra la herida, sintiéndose impotente. No había ningún sitio donde aplicar un torniquete para una herida como esta. No había nada que pudiera hacer sino…
Gadol tosió y escupió sangre.
—¡Rompen la misma tierra! —susurró, los ojos desencajados—. La quieren, pero en su furia la destruirán. ¡Igual que el hombre celoso quema sus riquezas antes de dejar que se las queden sus enemigos! ¡Vienen!
Boqueó. Y entonces se quedó inmóvil, los ojos muertos mirando hacia arriba, la baba ensangrentada corriéndole por la mejilla. Sus últimas palabras flotaron espectrales sobre ellos. No muy lejos, los soldados gritaban y luchaban, pero los hombres del puente guardaban silencio.
Kaladin se sentó en el suelo, aturdido (como siempre) por el dolor de perder a alguien. Su padre siempre había dicho que el tiempo embotaría su sensibilidad.
En esto, Lirin se había equivocado.
Se sentía muy cansado. Roca y Teft corrían de regreso a la grieta en la roca, cargando con alguien entre los dos.
«No habría traído a nadie a menos que estuviera todavía vivo —se dijo Kaladin—. Piensa en los que puedes ayudar.»
—¡Mantén encendido ese fuego! —dijo, señalando a Narm—. ¡No lo dejes morir! Que alguien caliente el cuchillo.
Narm dio un respingo, advirtiendo por primera vez que había conseguido arrancar una llama. Kaladin se apartó del cadáver de Gadol y dejó sitio a Roca y Teft, quienes depositaron en el suelo a un ensangrentado Leyten, que respiraba entrecortadamente y tenía dos flechas, una en el hombro, otra en el otro brazo. Una tercera flecha le había rozado el estómago, y el corte se había visto ensanchado por el movimiento. Su pierna izquierda parecía haber sido pisoteada por un caballo: estaba rota, y tenía un gran tajo donde la piel se había quebrado.
—Los otros tres están muertos —dijo Teft—. Y a este le falta poco, No hay mucho que podamos hacer. Pero como dijiste que lo trajéramos…
Kaladin se arrodilló inmediatamente y trabajó con cuidadosa y eficiente velocidad. Presionó el vendaje contra el costado, sujetándolo con la rodilla, y luego ató otro a la pierna, ordenando a uno de los hombres que lo sostuviera con fuerza y levantara el miembro.
—¿Dónde está ese cuchillo? —gritó, atando un torniquete alrededor del brazo. Tenía que detener la hemorragia ahora mismo; ya se preocuparía de salvar el brazo más tarde.
El juvenil Dunny corrió con la hoja calentada. Kaladin alzó el vendaje lateral y cauterizó rápidamente la herida. Leyten estaba inconsciente y su respiración se hacía más entrecortada.
—No morirás —murmuró Kaladin—. ¡No morirás!
Su mente estaba aturdida, pero sus dedos conocían los movimientos. Durante un momento, volvió a la sala de cirugía de su padre, escuchó sus cuidadosas instrucciones. Cortó la flecha del brazo de Leyten, pero dejó la del hombro, y luego devolvió el cuchillo para que lo calentaran de nuevo.
Peet regresó finalmente con el agua. Kaladin la cogió, usándola para limpiar la herida de la pierna, que era la más fea, ya que había sido causada por un atropello. Cuando el cuchillo volvió, extrajo la flecha del hombro y cauterizó la herida lo mejor que pudo, y luego usó otro de sus vendajes, que desaparecían rápidamente, para cubrir la herida.
Usó dos flechas, lo único que tenían, para entablillar la pierna. Con una mueca, cauterizó también esa herida. Odiaba causar tantas cicatrices, pero no podía permitirse perder más sangre. Iba a necesitar antisépticos. ¿Cuándo podría conseguir aquel moco?
—¡No te atrevas a morirte! —dijo, apenas consciente de que estaba hablando. Vendó rápidamente la herida de la pierna, y luego usó la aguja y el hilo para cerrar la del brazo. La vendó, luego desató gran parte del torniquete.
Finalmente, se echó hacia atrás y miró al hombre herido, completamente agotado. Leyten seguía respirando. ¿Cuánto duraría? Las probabilidades estaban en su contra.
Los hombres del puente rodeaban a Kaladin, de pie o sentados, con expresiones extrañamente reverentes. Kaladin pasó a Hobber y atendió la herida de su pierna. No necesitaba ser cauterizada. Kaladin la lavó, retiró algunas astillas, luego la cosió. Había dolospren alrededor del hombre, diminutas manos anaranjadas que brotaban del suelo.
Kaladin cortó la porción más limpia del vendaje que había usado con Gadol y lo ató en torno a la herida de Hobber. Odiaba la falta de limpieza, pero no había más remedio. Luego entablilló el brazo de Dabbid con algunas flechas que hizo recoger a los otros hombres, usando la camisa del propio Dabbid para atarlas. Luego, finalmente, Kaladin se sentó contra el reborde de piedra y dejó escapar un largo y fatigado suspiro.
Golpes de metal contra metal y gritos de soldados sonaban desde atrás. Se sentía tan cansado… Demasiado cansado incluso para cerrar los ojos. Solo quería permanecer sentado y mirar al suelo eternamente.
Teft se sentó a su lado. El hombre canoso tenía la calabaza de agua, que aún contenía algo de líquido en el fondo.
—Bebe, muchacho. Lo necesitas.
—Deberíamos limpiar las heridas de los otros hombres —dijo Kaladin, aturdido—. Tienen arañazos…, he visto a algunos con cortes…, y deberían…
—Bebe —dijo Teft, con voz cascada e insistente.
Kaladin vaciló, pero luego bebió el agua. Sabía extrañamente amarga, como la planta de la que había sido sacada.
—¿Dónde aprendiste a curar así? —preguntó Teft. Varios de los hombres cercanos se volvieron hacia él al oír la pregunta.
—No siempre he sido esclavo —susurró Kaladin.
—Esto que has hecho no servirá para nada —dijo Roca, acercándose. El enorme comecuernos se puso en cuclillas—. Gaz nos hace dejar atrás a los heridos que no pueden andar. Son órdenes de arriba.
—Yo hablaré con Gaz —dijo Kaladin, apoyando de nuevo la cabeza contra la roca—. Devolved ese cuchillo al cadáver del que lo cogisteis. No quiero que nos acusen de ladrones. Luego, cuando llegue el momento de marcharnos, quiero a dos hombres a cargo de Leyten y a otros dos a cargo de Hobber. Los ataremos a lo alto del puente y los llevaremos. En los abismos, tendréis que moveros rápido y desatarlos antes de que cruce el ejército, y luego volver a amarrarlos cuando terminen. También necesitaremos que alguien se encargue de Dabbid, si no se le ha pasado el aturdimiento.
—Gaz no lo tolerará —dijo Roca.
Kaladin cerró los ojos, negándose a seguir discutiendo.
La batalla fue larga. Cuando empezó a anochecer, los parshendi finalmente se retiraron, saltando los abismos con sus poderosas e innaturales piernas. Hubo un coro de gritos por parte de los soldados alezi, que habían vencido. Kaladin se obligó a ponerse en pie y se fue a buscar a Gaz. Todavía tardarían un rato en abrir las crisálidas (era como golpear piedra), pero tenía que hablar con el sargento del puente.
Encontró a Gaz observando desde detrás de la línea de batalla. Miró a Kaladin con su único ojo.
—¿Cuánta de esa sangre es tuya?
Kaladin se miró y advirtió por primera vez que estaba cubierto de sangre oscura y reseca, la mayor parte perteneciente a los hombres que había atendido. No respondió a la pregunta.
—Nos llevamos a nuestros heridos.
Gaz negó con la cabeza.
—Si no pueden andar, se quedan atrás. Son las órdenes. No es decisión mía.
—Nos los llevamos —dijo Kaladin, sin más firmeza ni más fuerza.
—El brillante señor Lamaril no lo permitirá.
Lamaril era el superior inmediato de Gaz.
—Enviarás el Puente Cuatro en último lugar para conducir a los soldados heridos al campamento. Lamaril no irá con esa tropa: se adelantará con el cuerpo principal, ya que no querrá perderse el festín de la victoria de Sadeas.
Gaz abrió la boca.
—Eh…, yo…
—Mis hombres se moverán con rapidez y eficacia —dijo Kaladin, interrumpiéndolo—. No frenarán a nadie.
Sacó de su bolsillo la última esfera y se la entregó.
—Tú no dirás nada.
Gaz cogió la esfera e hizo una mueca.
—¿Un marcoclaro? ¿Crees que con eso correré un riesgo tan grande?
—Si no lo haces —dijo Kaladin, con voz tranquila—, te mataré y dejaré que me ejecuten.
Gaz parpadeó sorprendido.
—Tú nunca…
Kaladin dio un solo paso hacia delante. Cubierto de sangre, debía de ser una visión espantosa. Gaz palideció. Entonces maldijo, alzando la esfera oscura.
—Y encima es una esfera opaca.
Kaladin frunció el ceño. Estaba seguro de que todavía brillaba antes de la carga del puente.
—Es culpa tuya. Tú me la diste.
—Esas esferas fueron recién infundidas anoche —dijo Gaz—. Vinieron directamente del tesorero del brillante señor Sadeas. ¿Qué has hecho con ellas?
Kaladin sacudió la cabeza, demasiado agotado para pensar. Syl se posó en su hombro cuando se volvió para regresar con los hombres del puente.
—¿Qué son para ti? —gritó Gaz—. ¿Por qué te importan?
—Son mis hombres.
Dejó atrás a Gaz.
—No me fío de él —dijo Syl, mirando por encima del hombro—. Podría decir que lo has amenazado y enviar hombres para que te arresten.
—Tal vez. Supongo que tendré que contar con que quiera más sobornos.
Kaladin continuó su camino, escuchando los gritos de los vencedores y los gemidos de los heridos. Las mesetas estaban cubiertas de cadáveres amontonados en los bordes del abismo, donde los puentes habían concentrado la batalla. Como siempre, los parshendi habían dejado atrás a sus muertos. Lo hacían incluso cuando vencían. Los humanos enviaban a sus cuadrillas de los puentes y sus soldados a quemar a sus muertos y enviar sus espíritus a la otra vida, donde los mejores lucharían en el ejército de los Heraldos.
—Esferas —dijo Syl, todavía mirando a Gaz—. No parecen gran cosa con la que contar.
—Tal vez sí, tal vez no. He visto cómo las mira. Quiere el dinero que le doy. Tal vez tanto que se mantendrá en cintura —Kaladin sacudió la cabeza—. Lo que dijiste antes es verdad: los hombres no son fiables de muchas maneras. Pero si hay algo con lo que puedas contar, es con su codicia.
Era un pensamiento amargo. Pero había sido un día amargo. Un principio brillante y esperanzado, y un crepúsculo sangriento y rojo.
Como todos los días.
Ati fue una vez un hombre amable y generoso, y ya viste en qué se convirtió. Rayse, por otro lado, se encontraba entre los individuos más repulsivos, ladinos y peligrosos que he conocido.
—Sí, esto lo han cortado —dijo el grueso talabartero, alzando la correa mientras Adolin miraba—. ¿No estás de acuerdo, Yis?
El otro talabartero asintió. Yis era un iriali de ojos amarillos y pelo dorado. No rubio, dorado. Había incluso un brillo dorado en él. Lo llevaba corto y usaba gorra. Obviamente, no quería llamar la atención. Muchos consideraban un mechón de pelo iriali un conjuro de buena suerte.
Su compañero, Avaran, era un ojos oscuros alezi que llevaba un delantal sobre el chaleco. Si los dos hombres trabajaban al modo tradicional, uno se dedicaba a las piezas más grandes y robustas, como las sillas de montar, mientras que el otro se especializaba en los detalles más finos. Un grupo de aprendices se esforzaba al fondo, cortando y cosiendo pellejos de cerdo.
—Cortado —coincidió Yis, cogiendo la correa—. Estoy de acuerdo.
—Que me envíen a Condenación —murmuró Adolin—. ¿Queréis decir que Elhokar tenía razón?
—Adolin —dijo una voz femenina desde atrás—. Dijiste que íbamos a dar un paseo.
—Es lo que estamos haciendo —respondió él, volviéndose sonriente. Janala esperaba cruzada de brazos, vestida con un elegante vestido amarillo de factura impecable, abotonado por los lados y cerrado en torno al cuello con un tieso collar bordado de hilo escarlata.
—Había imaginado que el paseo sería para caminar.
—Hmm —dijo él—. Sí. Pronto llegaremos a eso. Será magnífico. Podremos pasear, caminar, deambular y esto…
—¿Transitar? —ofreció Yis, el talabartero.
—¿Eso es un tipo de bebida? —preguntó Adolin.
—Mmm…, no, brillante señor. Estoy seguro de que es otra palabra que significa caminar.
—Bueno, pues haremos eso también. Transitaremos. Siempre me gusta un buen tránsito. —Se frotó la barbilla y recuperó la correa—. ¿Estáis seguros con eso que me decís sobre esta cincha?
—No hay mucho que discutir, brillante señor —dijo Avaran—. No es una simple rotura. Tendrías que tener más cuidado.