Kaladin olvidó su fatiga y cerró los puños. Aquí tenía a un ojos claros que podía odiar aún más que a la mayoría, un hombre insensible que causaba la muerte de cientos de hombres de los puentes cada mes. Un hombre que había prohibido expresamente que sus hombres de los puentes llevaran escudo por motivos que Kaladin aún seguía sin comprender.
Sadeas y su guardia de honor pasaron pronto, y Kaladin advirtió que probablemente tendría que haber inclinado la cabeza. Sadeas no se había dado cuenta, pero si lo hubiera hecho le habría causado problemas. Sacudiendo la cabeza, Sadeas levantó a su cuadrilla, aunque hizo falta un esfuerzo adicional para que Roca, el gran comecuernos, se incorporara y se pusiera en marcha. Una vez al otro lado del abismo, sus hombres levantaron su puente y corrieron hacia el abismo siguiente.
El proceso se repitió tantas veces que Kaladin perdió la cuenta. En cada cruce, se negó a tumbarse. Permaneció de pie con las manos a la espalda, viendo pasar al ejército. Más soldados se fijaron en él y se burlaron. Kaladin los ignoró, y al quinto o sexto cruce las burlas remitieron. La siguiente vez que vio al brillante señor Sadeas, inclinó la cabeza, aunque hacerlo le revolvió el estómago. No servía a este hombre. No le debía lealtad. Pero sí servía a los hombres del Puente Cuatro. Los salvaría, y eso significaba que tenía que cuidar de que no lo castigaran por insolencia.
—¡Invertid los corredores! —gritó Gaz—. ¡Cruzad e invertid!
Kaladin se volvió bruscamente. El siguiente cruce sería el asalto. Entornó los ojos para mirar a lo lejos, y apenas pudo distinguir una línea de oscuras figuras congregadas en otra meseta. Los parshendi habían llegado y estaban formando. Tras ellos, un grupo trabajaba en la apertura de una crisálida.
Kaladin sintió una puñalada de frustración. Su velocidad no había sido suficiente. Y, cansados como estaban, Sadeas querría atacar rápidamente, antes de que los parshendi pudieran sacar la gema corazón de su caparazón.
Los hombres de los puentes se levantaron, silenciosos, preocupados. Sabían lo que se avecinaba. Cruzaron el puente y tiraron de él, y luego se reagruparon en el orden inverso. Los soldados formaban filas. Todo era silencioso, como si se dispusieran a llevar un catafalco a la pira.
Los hombres dejaron sitio a Kaladin atrás, a cubierto y protegido.
Syl se posó en el puente, mirando el lugar. Kaladin se acercó, cansado mental y físicamente. Se había esforzado demasiado por la mañana, y luego al quedarse de pie en vez de descansar. ¿Qué le había impulsado a hacer una cosa así? Apenas podía andar.
Miró a los hombres del puente. Estaban resignados, abatidos, aterrorizados. Si se negaban a correr, serían ejecutados. Si corrían, se enfrentarían a las flechas. No miraban hacia la lejana línea de arqueros parshendi. Tenían las cabezas gachas.
«Son tus hombres —se dijo Kaladin—. Necesitan que los lideres, aunque no lo sepan.»
«¿Cómo puedes liderarlos desde atrás?»
Se salió de la fila y rodeó el puente. Dos de los hombres, Drehy y Teft, alzaron sorprendidos la cabeza al verlo pasar. La punta de la muerte (el lugar situado justo en el centro de la parte delantera) lo ocupaba Roca, el fornido y bronceado comecuernos. Kaladin le dio un golpecito en el hombro.
—Estás en mi sitio, Roca.
El hombre lo miró, sorprendido.
—Pero…
—Ve atrás.
Roca frunció el ceño. Nadie había intentado jamás saltarse las órdenes y ponerse delante.
—Estás tarado por el aire, llanero —dijo con su cargado acento—. ¿Deseas morir? ¿Por qué no saltas al abismo? Eso sería más fácil.
—Soy el jefe del puente. Mi privilegio es correr delante. Ve.
Roca se encogió de hombros, pero hizo lo que le ordenaban, ocupando el puesto de Kaladin en la parte trasera. Nadie dijo una palabra. Si Kaladin quería hacerse matar, ¿quiénes eran ellos para oponerse?
Kaladin miró a los demás hombres.
—Cuanto más tardemos en colocar este puente, más flechas podrán lanzarnos. Permaneced firmes, sed decididos, y sed rápidos. ¡Levantad el puente!
Los hombres lo levantaron, las filas interiores se colocaron debajo y se situaron en hileras de cinco. Kaladin se colocó delante con un hombre alto y recio llamado Leyten a su izquierda, y un hombre delgado llamado Murk a su derecha. Adis y Corl ocupaban los extremos. Cinco hombres delante. La punta de la muerte.
Cuando todas las cuadrillas terminaron de levantar sus puentes, Gaz dio la orden.
—¡Atacad!
Corrieron, dejando atrás las filas de soldados que empuñaban lanzas y escudos. Algunos los miraban con curiosidad, tal vez divertidos ante la idea de aquellos pobres diablos corriendo con tanta urgencia hacia la muerte. Otros apartaron la mirada, quizás avergonzados de las vidas que costaría que pudieran cruzar ese abismo.
Kaladin mantuvo la mirada al frente, aplastando aquella voz incrédula que sonaba en el fondo de su mente y que le gritaba que estaba haciendo algo muy estúpido. Cargó hacia el último abismo, concentrado en las líneas parshendi. Figuras de piel negra y escarlata que empuñaban arcos.
Syl revoloteaba cerca de su cabeza, sin forma de persona ya, sino de lazo de luz. Se plantó delante de él.
Los arcos se alzaron. Kaladin no había estado en la punta de la muerte durante una carga tan mala como esta desde su primer día en la cuadrilla. Siempre ponían hombres nuevos en rotación en esa punta. Así, si morían, no tenían que preocuparse por entrenarlos.
Los arqueros parshendi tensaron sus armas y apuntaron a cinco o seis de las cuadrillas. El Puente Cuatro estaba obviamente en su punto de mira.
Los arcos dispararon.
—¡Tien! —gritó Kaladin, casi loco de fatiga y frustración. Gritó el nombre con fuerza, sin saber por qué, mientras una muralla de flechas volaba hacia él. Kaladin sintió un arrebato de energía, una descarga de súbita fuerza, inesperada e inexplicable.
Las flechas aterrizaron.
Murk cayó sin emitir un sonido, atravesado por cinco o seis flechas, manchando de sangre las rocas. Leyten cayó también, y con él Adis y Corl. Las flechas caían a los pies de Kaladin, rompiéndose, y media docena de ellas alcanzaron la madera alrededor de su cabeza y sus manos.
Kaladin no sabía si lo habían alcanzado. Estaba demasiado lleno de energía y alarma. Continuó corriendo, gritando, cargando el puente sobre sus hombros. Por algún motivo, un grupo de arqueros parshendi bajó sus armas. Kaladin vio su piel moteada, los extraños yelmos rojizos o anaranjados, y las sencillas ropas marrones. Parecían confundidos.
Fuera cual fuese el motivo, permitió que el Puente Cuatro ganara unos instantes preciosos. Para cuando los parshendi volvieron a alzar sus arcos, la cuadrilla de Kaladin había llegado al abismo. Sus hombres se alinearon con las otras cuadrillas: solo quedaban ya quince puentes. Habían caído cinco. Cerraron las aberturas mientras iban llegando.
Kaladin gritó a sus hombres para que soltaran el puente entre otra descarga de flechas. Una de ellas le rozó la piel de las costillas, rebotando en el hueso. Se sintió herido, pero no experimentó ningún dolor. La cuadrilla de Kaladin colocó el puente en su sitio mientras una oleada de flechas alezi distraía a los arqueros enemigos.
Una tropa a caballo cruzó los puentes. Los hombres que les habían permitido el acceso fueron pronto olvidados. Kaladin cayó de rodillas junto al puente mientras los otros miembros de su cuadrilla se apartaban, ensangrentados y heridos, terminada su participación en la batalla.
Kaladin se sujetó el costado, sintiendo la sangre. «Herida recta, de poco más de un centímetro de largo, no lo bastante grande para ser peligrosa.»
Era la voz de su padre.
Kaladin jadeó. Tenía que ponerse a salvo. Las flechas zumbaban por encima de su cabeza, disparadas por los arqueros alezi.
«Algunas personas quitan vidas. Otras las salvan.»
No había terminado todavía. Kaladin se obligó a ponerse en pie y se tambaleó hacia donde alguien estaba tendido junto al puente. Era un hombre llamado Hobber; tenía una flecha en la pierna. El hombre gemía, sujetándose el muslo.
Kaladin lo agarró por los sobacos y lo apartó del puente. El hombre maldijo de dolor, mareado, mientras Kaladin lo arrastraba a una grieta bajo un saliente de roca donde Roca y algunos de los otros hombres habían buscado refugio.
Tras soltar a Hobber (la flecha no había alcanzado ninguna arteria y se pondría bien), Kaladin se volvió y trató de correr de vuelta al campo de batalla. Sin embargo, resbaló y se desplomó por la fatiga. Golpeó el suelo con fuerza, gimiendo.
«Algunas personas quitan vidas. Otras las salvan.»
Se puso en pie, el sudor goteando en su frente, y volvió al puente, mientras la voz de su padre resonaba en sus oídos. El siguiente hombre que encontró, un tipo llamado Koorm, estaba muerto. Kaladin dejó el cadáver.
Gadol tenía una profunda herida en el costado, donde una flecha lo había atravesado por completo. Tenía la cara cubierta de sangre por un arañazo en la sien, y había conseguido arrastrarse un poco para alejarse del puente. Alzó la mirada con frenéticos ojos negros, los dolospren anaranjados ondulando a su alrededor. Kaladin lo cogió por debajo de los brazos y lo arrastró justo antes de que una resonante carga de caballería cruzara por el sitio donde estaba tendido.
Lo arrastró hasta la grieta, advirtiendo que había dos muertos más. Hizo una rápida cuenta. Había veintinueve hombres de puente, incluyendo los muertos que había visto. Faltaban cinco. Kaladin volvió dando tumbos al campo de batalla.
Los soldados se habían agazapado tras el puente, los arqueros formaban a los lados y disparaban contra las líneas parshendi mientras la caballería pesada cargaba, dirigida por el mismísimo alto príncipe Sadeas, virtualmente indestructible con su armadura esquirlada, e intentaba hacer retroceder al enemigo.
Kaladin se tambaleó, mareado, acongojado al ver a tantos hombres corriendo, gritando, disparando flechas y arrojando lanzas. Cinco hombres del puente, muertos probablemente, perdidos en todo aquello…
Divisó una figura agazapada junto al borde del abismo. Las flechas cruzaban por encima de su cabeza. Era Dabbid, uno de sus hombres. Estaba encogido, un brazo torcido en un extraño ángulo.
Kaladin corrió. Se lanzó al suelo y se arrastró bajo las zigzagueantes flechas, esperando que los parshendi ignoraran a un par de hombres de los puentes desarmados. Dabbid ni siquiera se dio cuenta de que Kaladin lo alcanzaba. Estaba en estado de shock, moviendo los labios sin hablar, los ojos vidriosos. Kaladin lo agarró torpemente, temeroso de erguirse demasiado, no fuera a alcanzarlo una flecha.
Apartó a Dabbid del borde del abismo con un torpe medio arrastre. Seguía resbalando en la sangre, cayendo, lastimándose los brazos con la roca, golpeándose la cara con las piedras. Insistió, arrastrando al joven bajo las flechas voladoras. Finalmente, llegó lo suficientemente lejos para arriesgarse a levantarse. Trató de coger en brazos a Dabbid, pero sus músculos estaban demasiado débiles. Se esforzó y resbaló, agotado, y cayó al suelo.
Quedó allí tendido, jadeando, finalmente superado por el dolor en el costado. «Tan cansado…»
Se incorporó temblando, e intentó agarrar de nuevo a Dabbid.
Parpadeó para espantar las lágrimas de frustración, demasiado débil incluso para tirar del hombre.
—Llanero tarado —gruñó una voz.
Kaladin se volvió para ver llegar a Roca. El enorme comecuernos agarró a Dabbid por debajo de los brazos y tiró de él.
—Loco —le murmuró a Kaladin, pero alzó con facilidad al hombre herido y lo llevó al hueco.
Kaladin lo siguió. Se desplomó en el hueco, la espalda contra la roca. Los miembros supervivientes de la cuadrilla se congregaron a su alrededor, los ojos llenos de asombro. Roca soltó a Dabbid.
—Cuatro más —dijo Kaladin entre jadeos—. Tenemos que encontrarlos…
—Murk y Leyten —dijo Teft. Había estado cerca de la parte trasera del puente durante la carrera y no había sufrido ninguna herida—. Y Adis y Corl. Iban delante.
«Así es, pensó Kaladin, exhausto. Cómo pude olvidar…»
—Murk está muerto —dijo—. Los otros puede que vivan.
Trató de ponerse en pie.
—Idiota —dijo Roca—. Quédate aquí. Yo me encargo. Vaciló.
—Supongo que yo también soy idiota.
Hizo una mueca, pero volvió al campo de batalla. Teft titubeó pero luego corrió detrás de él.
Kaladin respiró entrecortadamente, sujetándose el costado. No podía decidir si el impacto de la flecha le dolía más que el corte.
«Salvar vidas…»
Se arrastró hasta los tres heridos. Hobber, con una flecha en la pierna, podía esperar, y Dabbid solo tenía un brazo roto. Gadol era el peor, con un agujero en el costado. Kaladin miró la herida. No tenía una mesa de operaciones, ni siquiera tenía antiséptico. ¿Cómo se suponía que iba a hacer nada?
Ignoró la desesperación.
—Que uno de vosotros me traiga un cuchillo —le dijo a los hombres del puente—. Cogedlo del cadáver de un soldado que haya caído. ¡Y que alguien encienda una hoguera!
Los hombres se miraron unos a otros.
—Dunny, trae tú el cuchillo —dijo Kaladin mientras colocaba la mano sobre la herida de Gadol, tratando de detener la sangre—. Narm ¿sabes encender una hoguera?
—¿Con qué? —preguntó el hombre.
Kaladin se quitó el chaleco y la camisa y se la tendió a Narm.
—Usa esto como yesca y reúne algunas flechas caídas para que sirvan de madera. ¿Alguien tiene acero y pedernal?
Moash tenía, afortunadamente. Si tenías algo valioso, lo llevabas en las cargas con el puente: podían robártelo si lo dejabas atrás.
—¡Moveos rápido! —dijo Kaladin—. Que alguien abra un rocapullo y me traiga la molleja de agua de dentro.
Vacilaron unos momentos. Entonces, por suerte, hicieron lo que les pedía. Tal vez estaban demasiado aturdidos para poner reparos. Kaladin le abrió la camisa a Gadol, descubriendo la herida. Era mala, terriblemente mala. Si había cortado los intestinos o alguno de los otros órganos…
Le ordenó a uno de los hombres que sujetara una venda en la frente de Gadol para contener la pequeña hemorragia que tenía allí (cualquier cosa podía ayudar) e inspeccionó el costado herido con la velocidad que le había enseñado su padre. Dunny regresó rápidamente con un cuchillo. Sin embargo, Narm tenía problemas con el fuego. El hombre maldijo, probando de nuevo su acero y pedernal.