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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (110 page)

BOOK: El camino de los reyes
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Primero el techo. Cuatro líneas rectas. Las paredes. Líneas en las esquinas. Sus dedos seguían moviéndose, dibujando, describiendo la libreta misma, ante ella, la mano segura cubierta y sujetando la libreta desde atrás. Y adelante. Hasta los seres que se alzaban a su alrededor, sus símbolos retorcidos sin conectar con sus hombros irregulares. Aquellas no-cabezas tenían ángulos irreales, superficies que se fundían de modos extraños e imposibles.

La criatura de delante extendía sus dedos demasiado lisos hacia Shallan. A pocos centímetros a la derecha de la libreta.

«Oh, Padre Tormenta…», pensó Shallan, el lápiz inmóvil. La habitación estaba vacía, pero lo que tenía dibujado delante la mostraba repleta de figuras estilizadas. Estaban tan cerca que debería poder sentirlas respirar, si es que respiraban.

¿Hacía frío en la habitación? Vacilante, aterrada pero incapaz de detenerse, Shallan soltó el lápiz y extendió la mano libre a la derecha.

Y palpó algo.

Gritó entonces, y se puso en pie de un salto, dejando caer la libreta, la espalda contra la pared. Antes de poder pensar en lo que estaba haciendo, pugnaba con su manga, tratando de sacar la animista. Era lo único que tenía parecido a un arma. No, eso era una estupidez. No sabía utilizarla. Estaba indefensa.

Excepto…

«¡Tormentas! —pensó, frenética—. No puedo usar eso. Me lo prometí a mí misma.»

Empezó el proceso de todas formas. Diez latidos, para sacar el fruto de su pecado, los procedimientos de su acto más horrible. A la mitad la interrumpió una voz, extraña pero clara.

«¿Qué eres?»

Shallan se llevó la mano al pecho, perdiendo el equilibrio en la suave cama, y cayó de rodillas sobre la manta arrugada. Extendió una mano, apoyándose en la mesilla de noche, los dedos rozando el gran cuenco de cristal que allí había.

—¿Qué soy? —susurró—. Estoy aterrorizada.

«Eso es cierto.»

El dormitorio se transformó a su alrededor.

La cama, la mesilla de noche, la libreta, las paredes, el techo…, todo pareció reventar, formando diminutas esferas de cristal oscuro. Shallan se encontró en un lugar de cielo negro y un extraño y pequeño sol blanco que flotaba en el horizonte, demasiado lejos.

Gritó al darse cuenta de que estaba en el aire, cayendo hacia atrás en una lluvia de perlas. Cerca chisporroteaban llamas, docenas, quizá cientos de ellas. Como puntas de velas que flotaran en el aire y se movieran con el viento.

Golpeó algo. Un infinito mar oscuro, aunque no estaba mojado. Estaba hecho de pequeñas perlas, un océano entero de diminutas esferas de cristal. Se movían a su alrededor, ondulando. Shallan jadeó, agitó los brazos, intentando mantenerse a flote.

«¿Quieres que cambie?», dijo una cálida voz en su mente, clara y distinta del frío susurro que había oído antes. Era grave y hueca, y transmitía una sensación de gran edad. Parecía venir de su mano, y advirtió que tenía algo en ella. Una de las perlas.

El movimiento del océano de cristal amenazaba con tirar de ella hacia abajo: se agitó frenética, consiguiendo de algún modo mantenerse a flote.

«Llevo mucho tiempo como soy —dijo la cálida voz—. Duermo mucho. Cambiaré. Dame lo que tienes.»

—¡No sé qué quieres decir! ¡Por favor, ayúdame!

«Cambiaré.»

De pronto sintió frío, como si le hubieran absorbido el calor. Gritó cuando la perla de sus dedos de pronto se puso caliente. La dejó caer cuando un cambio en el océano la hizo volcar y las perlas rodaron unas contra otras con un suave castañeteo.

Cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza, de vuelta en su cuarto. Junto a ella, el cuenco de su mesilla de noche se fundió, el cristal convertido en líquido rojo, dejando caer las tres esferas sobre la superficie inundada de la mesilla. El líquido rojo cayó por los lados, hasta el suelo. Shallan se apartó, horrorizada.

El cuenco se había convertido en sangre.

Su movimiento golpeó la mesilla de noche, sacudiéndola. Había una jarra de agua vacía junto al cuenco. Su movimiento la volcó, derribándola. Se quebró contra el suelo de piedra, salpicando la sangre.

«¡Eso ha sido una animación!», pensó. Había transformado el cuenco en sangre, que era una de las Diez Esencias. Se llevó la mano a la cabeza mientras contemplaba el líquido rojo formar un charco. Parecía haber un montón.

No daba crédito. La voz, las criaturas, el mar de perlas de cristal y el cielo frío y oscuro. Todo había sido tan veloz.

«He animado. ¡Lo he logrado!»

¿Tenía algo que ver con las criaturas? Pero había empezado a verlas en sus dibujos antes de haber robado la animista. ¿Cómo…, qué…? Se miró la mano segura y la animista oculta en el bolsillo interior de la manga.

«No me la he puesto, y sin embargo la he usado de todas formas.»

—¿Shallan?

Era la voz de Jasnah. Ante la habitación. La princesa debía de haberla seguido. Shallan sintió una punzada de terror cuando vio el reguero de sangre que avanzaba hacia la puerta. Casi estaba allí ya, e iba a pasar por debajo en un segundo.

¿Por qué tenía que ser sangre? Asqueada, se puso en pie, manchando las zapatillas del líquido rojo.

—¿Shallan? —dijo Jasnah, la voz más cerca—. ¿Qué ha sido ese ruido?

Shallan miró frenética la sangre, y luego la libreta, llena de imágenes de las extrañas criaturas. ¿Y si tenían algo que ver con la animación? Jasnah las reconocería.

Había una sombra bajo la puerta.

Llena de pánico, guardó la libreta en su baúl. Pero la sangre la condenaría. Había tanta que solo una herida grave podría haberla creado. Jasnah la vería. Se daría cuenta. ¿Sangre donde no debería haber ninguna? ¿Una de las Diez Esencias?

¡Jasnah iba a saber lo que había hecho!

Se le ocurrió una idea. No era brillante, pero era una salida, y lo único que se le ocurrió. Se arrodilló y cogió un añico de la jarra de cristal rota con la mano segura, a través del tejido de la manga. Inspiró profundamente y se subió la manga, y usó el cristal para hacerse un tajo en la piel. Con el pánico del momento, apenas le dolió. La sangre brotaba.

Mientras el pomo de la puerta giraba y la puerta se abría, Shallan soltó el añico de cristal y se tumbó de lado. Cerró los ojos, fingiendo estar inconsciente. La puerta se abrió.

Jasnah se quedó boquiabierta e inmediatamente pidió ayuda. Corrió junto a Shallan, le agarró el brazo y presionó la herida. Shallan murmuró, como si apenas estuviera consciente, agarrando la bolsa oculta, y la animista dentro, con su mano segura. No la abrirían, ¿no? Se acercó más el brazo al pecho, esperando en silencio, atemorizada, al tiempo que sonaban más pisadas y gritos, y sirvientas y parshmenios entraban corriendo en la habitación mientras Jasnah seguía pidiendo ayuda.

«Esto no va a acabar bien», pensó Shallan.

«Aunque tenía que estar en Ciudad Veden para cenar esa noche, insistí en visitar Kholinar para hablar con Tivbet. Los aranceles en Uriziru se estaban volviendo bastante irracionales. Por entonces, los llamados Radiantes ya habían empezado a mostrar su auténtica naturaleza.»

Tras el incendio del Palaneo original solo quedó una página de la autobiografía de Terxim, y este es el único párrafo que me sirve.

Kaladin soñaba que era la tormenta.

Avanzaba, furioso, la muralla de la tormenta convertida en su capa, surcando una extensión negra y ondulante. El océano. Su paso avivó una tempestad, hizo entrechocar las olas unas con otras, alzando espuma blanca para que la capturara el viento.

Se acercó a un continente oscuro y se lanzó hacia arriba. Más alto. Más alto. Dejó atrás el mar. La enormidad del continente se extendía ante él, aparentemente infinito, un océano de roca. «Tan grande», pensó asombrado. No había comprendido. ¿Cómo podía haberlo hecho?

Sobrevoló las Llanuras Quebradas. Parecía como si algo muy grande las hubiera golpeado en el centro, enviando ondulantes grietas hacia fuera. También eran más grandes de lo que pensaba: no era extraño que nadie hubiera podido encontrar el camino entre los abismos.

En el centro había una gran meseta, pero con la oscuridad y la distancia no pudo ver mucho. Sin embargo, había luces. Allí vivía alguien.

Sí vio que el lado oriental de las llanuras era muy distinto del occidental, marcado por altas y finas columnas, mesetas que casi se habían desgastado. A pesar de eso, podía ver simetría en las Llanuras Quebradas. Desde lo alto, las llanuras parecían una obra de arte.

En un instante las dejó atrás, continuando hacia el noroeste para cruzar el Mar de las Lanzas, un poco profundo mar interior donde dedos rotos de roca sobresalían de las aguas. Pasó sobre Alezkar, y llegó a ver la gran ciudad de Kholinar, construida entre formaciones de roca como aletas que se alzaran de la piedra. Luego se volvió hacia el sur, alejándose de todo lo que conocía. Rebasó montañas majestuosas, densamente pobladas en sus cimas, con aldeas apiñadas cerca de agujeros que emitían vapor o lava. ¿Los Picos Comecuernos?

Los dejó con lluvia y vientos, corriendo hacia tierras extranjeras. Pasó ciudades y llanuras despejadas, aldeas y serpenteantes ríos. Había muchos ejércitos. Kaladin dejó atrás tiendas tensas a sotavento de formaciones rocosas, las estacas clavadas en la roca para sujetarlas, los hombres dentro. Pasó colinas en cuyas hendiduras se agazapaban los soldados. Pasó ante grandes carros de madera, construidos para albergar a los ojos claros mientras estaban en guerra. ¿Cuántas guerras estaba librando el mundo? ¿No había ningún sitio que estuviera en paz?

Tomó rumbo al suroeste, impulsándose hacia una ciudad construida en largas hondonadas del terreno, como si garras gigantescas hubieran arañado el paisaje. Lo dejó atrás en un suspiro, pasando ante una tierra interior donde la piedra misma se mostraba ondulada y escalonada, como olas de agua congelada. Los habitantes de este reino eran de piel oscura, como Sigzil.

La tierra continuaba y continuaba. Cientos de ciudades. Miles de aldeas. Gente con venas azulinas bajo la piel. Un lugar donde la presión de la alta tormenta inminente hacía que el agua brotara del suelo a chorros. Una ciudad donde la gente vivía en gigantescas estalactitas huecas que colgaban bajo un titánico saliente.

Sopló hacia el oeste. La tierra era tan vasta. Tan enorme. Tantos pueblos diferentes. Lo aturdían. La guerra parecía mucho menos común en el oeste que en el este, y eso lo consoló, pero siguió preocupado. La paz parecía una comodidad escasa en el mundo.

Algo atrajo su atención. Extraños destellos de luz. Sopló hacia ellos con la muralla de la tormenta. ¿Qué eran esas luces? Venían en andanadas, formando pautas extrañísimas. Casi como seres físicos que podía tocar, burbujas de luz esféricas que vibraban con picos y valles.

Kaladin cruzó una extraña ciudad extendida en una pauta triangular, con altos picos alzándose como centinelas en las esquinas y el centro. Los destellos de luz venían de un edificio en el pico central. Kaladin sabía que pasaría rápidamente, pues, como la tormenta, no podía retirarse. Siempre soplaba hacia el oeste.

Abrió la puerta con su mente, entrando en un largo pasillo con brillantes muros de losas rojas, murales de mosaicos que dejó atrás demasiado rápidamente para distinguirlos. Agitó las faldas de altas sirvientas de cabellos rubios que llevaban bandejas de comida o toallas humeantes. Gritaron en un extraño lenguaje preguntándose quizá quién había dejado sin trabar una ventana con la alta tormenta.

Los destellos de luz venían directamente de delante. Tan paralizantes. Tras pasar junto a una hermosa mujer de pelo dorado y rojo que se acurrucó asustada en un rincón, Kaladin atravesó una puerta. Vio un leve atisbo de lo que había más allá.

Un hombre junto a dos cadáveres. La cabeza afeitada, la ropa blanca, el asesino empuñaba una espada larga y fina. Alzó la cabeza y casi pareció verse, ver a Kaladin. Tenía grandes ojos shin.

Era demasiado tarde para ver algo más. Kaladin salió por la ventana, abriendo los postigos de par en par y perdiéndose en la noche.

Más ciudades, montañas y bosques pasaron en un borrón. Con su llegada, las plantas encogían sus hojas, los rocapullos cerraban sus conchas y los matorrales retiraban sus ramas. Al instante se acercó al océano occidental.

HIJO DE TANAVAST. HIJO DEL HONOR. HIJO DE QUIEN PARTIÓ HACE MUCHO.

La súbita voz estremeció a Kaladin. Volteó en el aire.

EL JURAMENTO SE QUEBRÓ.

El estruendo del sonido hizo que la muralla misma de la tormenta vibrara. Kaladin cayó al suelo, separado de la tormenta. Resbaló hasta detenerse, levantando chorros de agua con los pies. Los vientos de la tormenta chocaron contra él, pero era tan parte de ellos que ni lo derribaron ni lo sacudieron.

LOS HOMBRES YA NO CABALGAN LAS TORMENTAS.

La voz era un trueno que restallaba en el aire.

EL JURAMENTO ESTÁ ROTO, HIJO DEL HONOR.

—¡No comprendo! —le gritó Kaladin a la tormenta.

Un rostro se formó ante él, la cara que había visto antes, el viejo rostro tan ancho como el cielo, los ojos llenos de estrellas.

VIENE ODIUM. EL MÁS PELIGROSO DE LOS DIECISÉIS. AHORA TE IRÁS.

Algo sopló contra él.

—¡Espera! —dijo Kaladin—. ¿Por qué hay tanta guerra? ¿Por qué debemos luchar siempre?

No estaba seguro de por qué lo preguntaba. Las preguntas surgieron sin más.

La tormenta murmuró, como un padre pensativo y viejo. El rostro desapareció, convirtiéndose en gotas de agua.

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