El camino de los reyes (112 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

BOOK: El camino de los reyes
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En efecto, una hora después de iniciar sus actividades matutinas, cuidar el equipo, engrasar el puente, Lopen y Dabbid que trajeron la olla de bazofia y la devolvieron al aserradero), Kaladin vio a los soldados que dirigían a un grupo de hombres sucios y sometidos. Kaladin le hizo un gesto a Teft, y los dos se fueron a ver a Gaz.

—Antes de que vayas a gritarme —dijo Gaz en cuanto Kaladin llegó—, comprende que no puedo cambiar nada.

Los esclavos estaban agrupados, vigilados por un par de soldados con casacas verdes arrugadas.

—Eres sargento del puente —dijo Kaladin. Teft se detuvo a su lado; no se había afeitado, aunque había empezado a cuidar su corta barba gris.

—Sí —dijo Gaz—, pero ya no hago los nombramientos. La brillante Hashal quiere hacerlo ella misma. En nombre de su marido, por supuesto.

Kaladin apretó los dientes. Hashal dejaría sin miembros al Puente Cuatro.

—Así que no tendremos nada.

—Yo no he dicho eso —replicó Gaz, y luego escupió negra saliva a un lado—. Os ha dado uno.

«Al menos es algo», pensó Kaladin. Había unos cien hombres buenos en este nuevo grupo.

—¿Cuál? Más vale que sea lo bastante alto para cargar con el puente.

—Oh, es bastante alto —dijo Gaz, señalando a unos cuantos esclavos para que se apartasen—. Y buen trabajador también.

Los hombres se quitaron de en medio, revelando a uno de ellos que estaba de pie al fondo. Era un poco más bajo que la media, pero tenía la altura suficiente para cargar un puente.

Pero tenía la piel moteada roja y negra.

—¿Un parshmenio? —preguntó Kaladin. A su lado, Teft maldijo entre dientes.

—¿Por qué no? Son esclavos perfectos —dijo Gaz—. Nunca replican.

—¡Pero estamos en guerra con ellos! —exclamó Teft.

—Estamos en guerra con una tribu de rarezas —respondió Gaz—. Los de las Llanuras Quebradas son muy distintos a los tipos que trabajan para nosotros.

Eso, al menos, era cierto. Había un montón de parshmenios en el campamento, y a pesar de sus marcas en la piel había pocas similitudes entre ellos y los guerreros parshendi. Ninguno tenía las extrañas protuberancias de caparazón parecido a una armadura, por ejemplo. Kaladin observó al hombre, recio y calvo. El parshmenio miraba al suelo: solo llevaba un taparrabos y tenía aire de aturdimiento. Sus dedos eran más gruesos que los de los humanos, los hombros más recios, los muslos más anchos.

—Está domesticado —dijo Gaz—. No tenéis que preocuparos.

—Creía que los parshmenios eran demasiado valiosos para utilizarlos en las cargas —dijo Kaladin.

—Es solo un experimento. La brillante Hashal quiere conocer sus opciones. Encontrar hombres suficientes ha sido difícil últimamente, y los parshmenios podrían ayudar a rellenar huecos.

—Esto es una locura, Gaz —dijo Teft—. No me importa si está «domesticado» o no. Pedirle que cargue un puente contra otros de su especie es pura idiotez. ¿Y si nos traiciona?

Gaz se encogió de hombros.

—Ya veremos si pasa.

—Pero…

—Déjalo, Teft —dijo Kaladin—. Tú, parshmenio, ven conmigo.

Se volvió para bajar por la colina. El parshmenio lo siguió, diligente. Teft maldijo y lo siguió también.

—¿Qué truco crees que tiene planeado? —preguntó Teft.

—Creo que es lo que dice. Una prueba para ver si pueden confiar a los parshmenios la carga de los puentes. Tal vez hará lo que le digan. O tal vez se niegue a correr, o intentará matarnos. Ella ganará de todas formas.

—¡Por el aliento de Kelek! —maldijo Teft—. Nuestra situación es más oscura que el estómago de un comecuernos. Esa mujer nos verá muertos, Kaladin.

—Lo sé.

Kaladin miró a parshmenio por encima del hombro. Tenía la cara un poco más ancha que la mayoría, pero a Kaladin todos le parecían iguales.

Los otros miembros del Puente Cuatro se habían alineado ya cuando Kaladin regresó. Miraron con sorpresa e incredulidad al parshmenio. Kaladin se detuvo ante ellos, con Teft a su lado y el parshmenio detrás. Tenerlo a sus espaldas le inquietaba. Se hizo a un lado con disimulo. El parshmenio se quedó donde estaba, la mirada gacha, los hombros encogidos.

Kaladin miró a los demás. Habían comprendido lo que pasaba, y mostraban su hostilidad.

«Padre Tormenta —pensó Kaladin—. Hay algo peor en este mundo que ser un hombre de los puentes. Es ser un parshmenio de los puentes.» Los parshmenios podían costar más que la mayoría de los esclavos, pero lo mismo pasaba con los chulls. De hecho, la comparación era buena, porque los parshmenios eran tratados como animales.

Ver la reacción de los otros hizo a Kaladin compadecer a la criatura. Y eso hizo que se enfadara consigo mismo. ¿Siempre tenía que reaccionar de esta forma? Ese parshmenio era peligroso, una distracción para los otros hombres, un factor con el que no podían contar.

Un problema.

«Convierte un problema en una ventaja siempre que puedas…» Esas palabras las había dicho un hombre que solo se preocupaba por su pellejo.

«A la tormenta —pensó Kaladin—. Soy un imbécil. Un completo idiota. Esto no es lo mismo. En absoluto.»

—Parshmenio —preguntó—. ¿Tienes nombre?

El hombre negó con la cabeza. Los parshmenios rara vez hablaban. Podían hacerlo, pero había que pincharlos.

—Bueno, tenderemos que llamarte algo. ¿Qué tal Shen?

El hombre se encogió de hombros.

—Muy bien, pues —le dijo Kaladin a los demás—. Este es Shen. Ahora es uno de nosotros.

—¿Un parshmenio? —preguntó Lopen, que holgazaneaba junto al barracón—. No me gusta, gancho. Fíjate cómo me mira.

—Nos matará cuando estemos dormidos —añadió Mosh.

—No, esto es buena cosa —dijo Cikatriz—. Lo pondremos a correr delante. Recibirá las flechas en vez de uno de nosotros.

Syl se posó en el hombro de Kaladin y miró al parshmenio. Sus ojos estaban llenos de pena.

«Si derrocaras a los ojos claros y pusieras en el poder a los tuyos, los abusos seguirían produciéndose. Simplemente, los sufriría otra gente.»

Pero ese era un parshmenio.

«Tienes que hacer todo lo posible por seguir con vida…»

—No —dijo Kaladin—. Shen es uno de nosotros ahora. No me importa lo que fuera antes. No me importa lo que fuera ninguno de vosotros. Somos el Puente Cuatro. Y él también.

—Pero… —empezó a decir Cikatriz.

—No —dijo Kaladin—. No voy a tratarlo como los ojos claros nos tratan a nosotros, Cikatriz. Y no hay más que hablar. Roca, búscale un chaleco y unas sandalias.

Los hombres del puente se dispersaron, todos menos Teft.

—¿Qué hay de nuestros…, planes? —preguntó en voz baja.

—Seguiremos adelante —dijo Kaladin. Teft pareció incómodo—. ¿Qué va a hacer, Teft? —preguntó Kaladin—. ¿Delatarnos? Nunca he oído a un parshmenio decir más de una sola palabra seguida. Dudo que pueda actuar como espía.

—No sé —gruñó Teft—. Pero nunca me han gustado. Parece que pueden hablar unos con otros sin emitir sonido alguno. No me gusta su aspecto.

—Teft —dijo Kaladin llanamente—, si rechazáramos a los hombres de los puentes basándonos en su aspecto, te habríamos echado hace semanas por esa cara que tienes.

Teft gruñó. Luego sonrió.

—¿Qué pasa? —preguntó Kaladin.

—Nada. Es que…, por un momento me has recordado tiempos mejores. Antes de que te cayera esta tormenta encima. Eres consciente de las posibilidades ¿no? ¿De liberarnos, de escapar de un hombre como Sadeas?

Kaladin asintió solemnemente.

—Bien —dijo Teft—. Y ya que no te sientes inclinado a hacerlo, yo no le quitaré ojo a nuestro amigo «Shen». Podrás darme las gracias después de que le impida clavarte un cuchillo por la espalda.

—No creo que tengamos que preocuparnos.

—Eres joven. Yo soy viejo.

—¿Y eso te hace más sabio?

—Condenación, no —dijo Teft—. Lo único que demuestra es que tengo más experiencia estando vivo que tú. Lo vigilaré. Tú entrena al resto de este penoso grupo para… —Se calló y miró alrededor—. Para que no tropiecen unos con otros en el momento en que alguien los amenace. ¿Me entiendes?

Kaladin asintió. Aquello se parecía mucho a lo que le decía uno de sus antiguos sargentos. Teft insistía en no hablar del pasado de nadie, pero nunca había parecido tan abatido como los demás.

—Muy bien —dijo Kaladin—, asegúrate de que los hombres cuiden de su equipo.

—¿Qué vas a hacer tú?

—Caminar. Y pensar.

Una hora más tarde, Kaladin seguía deambulando por el campamento de Sadeas. Tendría que volver al aserradero pronto: sus hombres tenían de nuevo servicio en el puente, y solo les habían dado unas pocas horas libres para cuidar del equipo.

De joven, Kaladin no comprendía por qué su padre salía a menudo a caminar para pensar. Cuanto mayor se hacía, más imitaba sus costumbres. Caminar, moverse, afectaba de algún modo su mente. El paso constante de tiendas, alternancias de colores, hombres yendo y viniendo creaban una sensación de cambio, y eso hacía que sus pensamientos quisieran moverse también.

«No escatimes apuestas con tu vida, Kaladin —decía siempre Durk—. No pongas un chip cuando tienes una bolsa llena de marcos. Apuéstalo todo o deja la mesa.»

Syl bailaba ante él, saltando de hombro a hombro en medio de la calle abarrotada. De vez en cuando se posaba en la cabeza de alguien que venía de frente y se quedaba allí sentada, las piernas cruzadas, mientras pasaba ante Kaladin. Todas sus esferas estaban sobre la mesa. Estaba decidido a ayudar a los hombres del puente. Pero algo lo acuciaba, una preocupación que no podía explicar todavía.

—Pareces preocupado —dijo Syl, posándose en su hombro. Llevaba una gorra y una chaqueta sobre su vestido habitual, como imitando a los tenderos cercanos. Pasaron ante la tienda del boticario. Kaladin apenas se molestó en mirarla. No tenía savia de matopomo que vender. Pronto se quedaría sin suministros.

Le había dicho a sus hombres que los entrenaría para luchar, pero eso llevaría tiempo. Y cuando estuvieran entrenados ¿cómo conseguirían lanzas en los abismos que los ayudaran a escapar? Hacerse con ellas sería difícil, considerando cómo los registraban. Podían empezar a luchar en la búsqueda misma, pero eso solo pondría en alerta al campamento entero.

Problemas, problemas. Cuanto más pensaba, más imposible parecían sus propósitos.

Se dirigió hacia un grupo de soldados de uniforme verde bosque.

Sus ojos marrones los señalaban como ciudadanos comunes, pero los nudos blancos de sus hombros decían que eran ciudadanos con cargo. Sargentos y jefes de pelotón.

—¿Kaladin? —preguntó Syl.

—Liberar a los hombres del puente es la tarea más grande a la que me he enfrentado jamás. Mucho más difícil que mis otros intentos de huida como esclavo, y fracasé todas esas veces. No puedo dejar de preguntarme si estoy preparando otro desastre.

—Esta vez será diferente, Kaladin —dijo Syl—. Lo noto.

—Parece algo que diría Tien. Antes de que lo preguntes, no voy a dejarme llevar de nuevo por la desesperación. Pero no puedo ignorar lo que me ha pasado. Empezó con Tien. Desde ese momento, parece que siempre que he elegido gente a la que proteger han acabado muertos. Siempre. Es suficiente para hacer que me pregunte si el Todopoderoso me odia.

Ella frunció el ceño.

—Creo que te portas como un necio. Además, si acaso, odiaría a la gente que murió, no a ti. Tú viviste.

—Supongo que es egoísmo centrarlo todo en mí. Pero, Syl, yo sobrevivo siempre, cuando casi nadie más lo hace. Una y otra vez. Mi antiguo pelotón de lanceros, la primera cuadrilla con la que corrí, numerosos esclavos a los que intenté ayudar a escapar. Hay una pauta. Cada vez me cuesta más trabajo ignorarla.

—Tal vez el Todopoderoso te protege.

Kaladin se detuvo en la calle. Un soldado que pasaba maldijo y lo empujó a un lado. Algo en toda esa conversación era un error. Kaladin se acercó a un barril de lluvia colocado entre dos recias tiendas de paredes de piedra.

—Syl —dijo—. Has mencionado al Todopoderoso.

—Lo hiciste tú primero.

—Ignora eso ahora. ¿Crees en el Todopoderoso? ¿Sabes si existe realmente?

Syl ladeó la cabeza.

—No lo sé. Mmm. Bueno, hay muchas cosas que no sé. Pero esta debería saberla. Creo. ¿Tal vez? —Parecía muy perpleja.

—Yo no estoy seguro de si creo o no —dijo Kaladin, contemplando la calle—. Mi madre creía, y mi padre siempre hablaba con reverencia de los Heraldos. Creo que también creía, pero tal vez solo porque se dice que las tradiciones curativas proceden de los Heraldos. Los fervorosos nos ignoran a los hombres de los puentes. Cuando estaba en el ejército de Amaram, visitaban a los soldados, pero no he visto a ninguno por aquí. No he pensado mucho en el tema. No parece que creer ayudara nunca a ningún soldado.

—Entonces, si no crees, no hay ningún motivo para pensar que el Todopoderoso te odia.

—Excepto que si no hay ningún Todopoderoso, puede que haya otra cosa —dijo Kaladin—. No sé. Muchos de los soldados que conocí eran supersticiosos. Hablaban de cosas como la Antigua Magia y la Vigilante Nocturna, cosas que podían traer mala suerte. Yo me burlaba de ellos. ¿Pero cuánto tiempo puedo seguir ignorando esa posibilidad? ¿Y si todos estos fracasos pueden achacarse a algo así?

Syl parecía perturbada. La gorra y la chaqueta que llevaba puestas se disolvieron en bruma, y se abrazó como si sus comentarios le provocaran frío.

Odium reina…

—Syl —dijo él, recordando su extraño sueño—. ¿Has oído hablar de algo llamado Odium? No me refiero al sentimiento, sino a…, una persona o algo llamado por ese nombre.

Syl siseó de repente. Fue un sonido feroz, preocupante. Saltó de su hombro, convirtiéndose en una veta de luz, y se ocultó bajo los aleros del edificio de al lado.

Kaladin parpadeó.

—¿Syl? —dijo, llamando la atención de dos lavanderas que pasaban. La spren no volvió a aparecer. Kaladin cruzó los brazos. La palabra la había espantado. ¿Por qué?

Una intensa serie de imprecaciones interrumpió sus pensamientos. Kaladin dio media vuelta y vio a un hombre salir de un hermoso edificio de piedra al otro lado de la calle. Empujaba ante él a una mujer medio desnuda. El hombre tenía brillantes ojos azules, y su guerrera, que llevaba en un brazo, tenía en el hombro nudos rojos. Un oficial ojos claros, de no muy alto rango. Tal vez séptimo dahn.

La mujer cayó al suelo. Se agarró el escote abierto del vestido, llorando, el largo pelo negro atado con dos lazos rojos. El vestido era de mujer ojos claros, excepto que ambas mangas eran cortas, la mano segura al descubierto. Una cortesana.

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