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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (54 page)

BOOK: El camino de los reyes
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Había esperado que algunos miembros del Puente Cuatro se unieran a él en sus ejercicios. Después de todo, le habían obedecido durante la batalla, e incluso lo habían ayudado con los heridos. Su esperanza fue en vano. Mientras algunos hombres lo miraban, otros lo ignoraban. Ninguno tomó parte.

Al cabo de un rato, Syl se acercó revoloteando y se posó en el extremo del tablón, viajando como una reina en su palanquín.

—Están hablando de ti —dijo cuando pasaron de nuevo junto al Puente Cuatro.

—No me extraña —dijo Kaladin entre jadeos.

—Algunos piensan que te has vuelto loco. Como ese hombre que está ahí sentado mirando el suelo. Dicen que la tensión de la batalla te ha afectado la cabeza.

—Tal vez tengan razón. No lo había considerado.

—¿Qué es la locura? —preguntó ella, sentada con una pierna contra el pecho, la vaporosa falda revolviéndose alrededor de sus pantorrillas y convirtiéndose en bruma.

—Es cuando los hombres no piensan bien —dijo Kaladin, feliz de que la conversación lo distrajera.

—Los hombres nunca parecen pensar bien.

—La locura es peor de lo habitual —dijo Kaladin con una sonrisa—. En realidad depende de la gente que te rodea. ¿Cuánto te diferencias de ellos? La persona que destaca está loca, supongo.

—¿Entonces es solo…, algo que votáis? —preguntó ella, torciendo el rostro.

—Bueno, no de manera activa, Pero esa es la idea.

Ella permaneció pensativa durante un rato.

—Kaladin —dijo por fin—. ¿Por qué mienten los hombres? Puedo ver lo que son las mentiras, pero no sé por qué lo hacen.

—Por montones de razones —dijo Kaladin, secándose el sudor de la frente con la mano libre y luego usándola para sujetar el tablón.

—¿Es locura?

—No sé si yo lo llamaría así. Lo hace todo el mundo.

—Entonces tal vez todos estáis un poquito locos.

Él se echó a reír.

—Sí, tal vez.

—Pero si lo hace todo el mundo —dijo ella, apoyando la cabeza en la rodilla—, entonces el que no lo hace sería el que está loco, ¿no? ¿No es lo que dijiste antes?

—Bueno, supongo que sí. Pero no creo que haya una persona que no haya mentido jamás.

—Dalinar.

—¿Quién?

—El tío del rey. Todo el mundo dice que no miente jamás. Los hombres de tu puente incluso hablan de él a veces.

Era verdad. El Aguijón Negro. Kaladin había oído hablar de él, incluso en su juventud.

—Es un ojos claros. Eso significa que miente.

—Pero…

—Todos son iguales, Syl. Cuanto más nobles parecen, más corrompidos están por dentro. Todo es fingido.

Guardó silencio, sorprendido por la vehemencia de su amargura. «La tormenta te lleve, Amaram. Tú me hiciste esto.» Se había quemado demasiado para fiarse de la llama.

—No creo que los hombres fueran siempre así —dijo ella, ausente, con una expresión remota en el rostro—. Yo…

Kaladin esperó que continuara, pero ella no lo hizo. Pasó de nuevo ante el Puente Cuatro; muchos de los hombres descansaban, las espaldas apoyadas en la pared del barracón, esperando que la sombra de la tarde los cubriera. Rara vez esperaban dentro. Tal vez quedarse en el interior hacía que el día fuera demasiado sombrío, incluso para ellos.

—¿Syl? —instó finalmente—. ¿Ibas a decir algo?

—Parece que he oído hablar a los hombres de tiempos en que no había mentiras.

—Eso son historias —dijo Kaladin—, de los tiempos de las Épocas Heráldicas, cuando los hombres estaban obligados por el honor. Pero siempre encontrarás a gente que cuente historias de días supuestamente mejores. Observa. Un hombre se une a un nuevo equipo de soldados, y lo primero que hace es hablar de lo maravilloso que era su antiguo equipo. Recordamos los buenos tiempos y los malos tiempos, olvidando que la mayor parte de las veces ni son buenos ni son malos. Solo son. —Echó a correr. El sol se volvía más caluroso en el cielo, pero quería moverse—. Las historias —continuó entre jadeos— lo demuestran.

»¿Qué sucedió con los Heraldos? Nos abandonaron. ¿Qué sucedió con los Caballeros Radiantes? Cayeron y se mancillaron. ¿Qué pasó con los Reinos de la Época? Fueron destruidos cuando la iglesia trató de hacerse con el poder. No se le puede confiar el poder a nadie, Syl.

—¿Y qué haces entonces? ¿No tener líderes?

—No. Le das el poder a los ojos claros y dejas que los corrompa. Luego intentas mantenerte lo más alejado de ellos que sea posible.

Sus palabras le parecían huecas. ¿Hasta qué punto había sido capaz de mantenerse alejado de los ojos claros? Siempre parecía estar entre ellos, atrapado en el lodazal que creaban con sus planes, esquemas y codicia.

Syl guardó silencio y, después de la última carrera, Kaladin decidió dejar el ejercicio. No podía permitirse esforzarse de nuevo hasta el límite. Devolvió el tablón. Los carpinteros se rascaron la cabeza, pero no se quejaron. Kaladin regresó con sus hombres, advirtiendo que un grupito de ellos (incluyendo a Roca y Teft) charlaban y lo miraban.

—¿Sabes? —le dijo a Syl—. Hablar contigo probablemente no ayuda demasiado a mi reputación de estar loco.

—Haré lo que pueda para dejar de ser tan interesante —dijo Syl, posándose en su hombro. Se llevó las manos a las caderas, luego se sentó, sonriente, obviamente satisfecha con su comentario.

Antes de que Kaladin pudiera regresar al barracón, advirtió que Gaz cruzaba el patio en su dirección.

—¡Tú! —dijo Gaz, señalándolo—. ¡Espera un momento!

Kaladin se detuvo y esperó con los brazos cruzados.

—Tengo noticias para ti —dijo Gaz, mirándolo intensamente con su ojo bueno—. El brillante señor Lamaril se enteró de lo que hiciste con los heridos.

—¿Cómo?

—¡Tormentas, muchacho! ¿Crees que la gente no habla? ¿Qué ibas a hacer? ¿Esconder a tres heridos en medio de todos nosotros?

Kaladin tomó aire, pero se contuvo. Gaz tenía razón.

—Muy bien. ¿Qué importa? No frenamos al ejército.

—No, pero a Lamaril no le hace mucha gracia la idea de pagar y alimentar a hombres que no puedan trabajar. Le planteó el tema al alto príncipe Sadeas con la intención de dejarte a la intemperie.

Kaladin sintió un escalofrío. Quedarse a la intemperie significaba permanecer colgado durante una alta tormenta para que lo juzgara el Padre Tormenta. Era esencialmente una sentencia de muerte.

—¿Y?

—El brillante señor Sadeas se negó a permitírselo.

«¿Qué?» ¿Había juzgado mal a Sadeas? Pero no. Esto era parte de la actuación.

—El brillante señor Sadeas le dijo a Lamaril que te dejara quedarte con los soldados —dijo Gaz sombríamente—, pero que les prohibiera tener comida o paga mientras no puedan trabajar. Dijo que eso demostraría por qué se ven obligados a dejar atrás a los hombres del puente.

—Ese cremlino —murmuró Kaladin.

Gaz palideció.

—Calla. ¡Estás hablando del alto príncipe en persona, muchacho!

Miró alrededor por si alguien lo había oído.

—Intenta dar un escarmiento con mis hombres. Quiere que los otros hombres de los puentes vean a los heridos sufrir y pasar hambre. Quiere que parezca que está haciendo un favor al dejar atrás a los heridos.

—Bueno, tal vez tenga razón.

—Es despiadado. Recupera a los soldados heridos, pero deja a los hombres de los puentes porque es más barato encontrar esclavos nuevos que cuidar a los heridos.

Gaz guardó silencio.

—Gracias por traerme la noticia.

—¿Noticia? —replicó Gaz—. Me enviaron a darte esta orden, alteza. No intentes conseguir comida extra para tus heridos: se te negará.

Con eso, se marchó, murmurando para sí.

Kaladin regresó al barracón. ¡Padre Tormenta! ¿Dónde iba a conseguir comida suficiente para alimentar a tres hombres? Podía dividir sus propias comidas entre ellos, pero aunque los hombres de los puentes eran alimentados, no se le daba comida en exceso. Incluso alimentar a uno de ellos sería difícil. Tratar de dividir las comidas entre cuatro dejaría a los heridos demasiado débiles para recuperarse y a Kaladin para cargar los puentes. ¡Y seguía necesitando antisépticos! Los putrispren y las enfermedades mataban a más hombres en la guerra que el enemigo.

—Gaz dice que hay que negar a nuestros heridos comida o paga hasta que estén bien —le comunicó al grupo de hombres congregados.

Algunos de ellos (Sigzil, Peet, Koolf) asintieron, como si esto fuera lo que esperaban.

—El alto príncipe Sadeas quiere dar un escarmiento con nosotros. Quiere demostrar que no merece la pena curar a los hombres de los puentes, y va a hacerlo dejando que Hobber, Leyten y Dabbid tengan muertes lentas y dolorosas. —Kaladin inspiró profundamente—. Quiero unir nuestros recursos para comprar medicinas y comida para los heridos. Podemos mantener a esos tres con vida si dividimos nuestras comidas entre ellos. Necesitaremos más o menos una docena de marcoclaros para comprar las medicinas y los suministros adecuados. ¿Quién tiene algo que pueda compartir?

Los hombres se le quedaron mirando, y entonces Moash se echó a reír. Los demás lo imitaron. Hicieron un gesto despectivo y se dieron media vuelta y se marcharon, dejando a Kaladin con la mano tendida.

—¡La próxima vez podríais ser vosotros! —exclamó—. ¿Qué haréis si sois los que necesitáis atención?

—Me moriré —dijo Moash, sin molestarse siquiera en mirar atrás—. En el campo de batalla, rápidamente, en vez de aquí a lo largo de una semana.

Kaladin bajó la mano. Suspiró, se dio la vuelta, y casi chocó con Roca. El alto y fornido comecuernos estaba allí de pie con los brazos cruzados, como una estatua de piel bronceada. Kaladin lo miró, esperanzado.

—No tengo ninguna esfera —dijo Roca con un gruñido—. Las he gastado ya.

Kaladin suspiró.

—No habría servido de nada de todas formas. Entre dos no podemos comprar medicinas. Solos, no.

—Te daré algo de comida —gruñó Roca. Kaladin lo miró sorprendido.

—Pero solo para el hombre de la herida en la pierna —dijo Roca, todavía cruzado de brazos.

—¿Hobber?

—Como se llame. Parece que podrá mejorar. El otro morirá. Es seguro. Y no me compadezco del hombre que está ahí sentado, sin hacer nada. Pero para el otro puedes coger mi comida. Un poco.

Kaladin sonrió, extendió una mano y agarró el brazo del hombretón.

—Gracias.

Roca se encogió de hombros.

—Ocupaste mi puesto. Sin eso, estaría muerto.

Kaladin sonrió ante esa lógica.

—Yo no estoy muerto, Roca. Estarías bien.

Roca negó con la cabeza.

—Estaría muerto. Hay algo raro en ti. Todos los hombres pueden verlo, aunque no quieran hablar de ello. Miré al puente dónde estabas. Las flechas golpeaban a tu alrededor: junto a tu cabeza, junto a tus manos. Pero no te alcanzaron.

—Suerte.

—Eso no existe. —Roca miró el hombro de Kaladin—. Además, hay una
mafah 'liki
que te sigue siempre.

El gran comecuernos inclinó reverente la cabeza ante Syl, y luego un extraño movimiento con la mano, tocándose los hombros y acto seguido la frente.

Kaladin se sobresaltó.

—¿Puedes verla?

Miró a Syl. Como vientospren, podía aparecerse a los que quería…, y eso generalmente se refería solo a Kaladin.

Syl parecía sorprendida. No, no se había aparecido a Roca específicamente.

—Soy
alaii'iku
—dijo Roca, encogiéndose de hombros.

—Que significa…

Roca hizo una mueca.

—Llaneros tarados. ¿Es que no sabéis nada de nada? De todas formas, tú eres un hombre especial. El Puente Cuatro perdió ayer ocho cargadores, contando los tres heridos.

—Lo sé —dijo Kaladin—. Rompí mi primera promesa. Dije que no iba a perder a ninguno.

Roca bufó.

—Somos hombres de los puentes. Morimos. Así funcionan las cosas. ¡Lo mismo puedes prometer que las lunas se alcancen unas a otras! —El hombretón señaló uno de los otros barracones—. De los puentes que intervinieron, la mayoría perdió muchos hombres. Cayeron cinco puentes. Perdieron más de veinte hombres cada uno y necesitaron soldados para traer los puentes de vuelta. El Puente Dos perdió once hombres, y ni siquiera fueron el blanco de las flechas.

Se volvió hacia Kaladin.

—El Puente Cuatro perdió ocho. Ocho hombres, durante una de las peores cargas de la temporada. Y quizá salves a dos de ellos. El Puente Cuatro perdió menos hombres que ningún otro puente que intentaran abatir los parshendi. El Puente Cuatro nunca pierde menos hombres que los demás. Todo el mundo lo sabe.

—Suerte…

Roca lo señaló con un dedo, interrumpiéndolo.

—Llanero tarado.

Era solo suerte. Pero bueno, Kaladin lo aceptaría como la pequeña bendición que era. No tenía sentido discutir cuando alguien había decidido por fin empezar a escucharlo.

Pero un hombre no era suficiente. Aunque Roca y él se alimentaran a base de media ración, uno de los hombres enfermos moriría de hambre. Necesitaba esferas. Las necesitaba desesperadamente. Pero era un esclavo: para él era ilegal ganar dinero de cualquier manera. Si tan solo tuviera algo que pudiera vender. Pero no poseía nada. No…

Se le ocurrió una idea.

—Vamos —dijo, echando a andar. Roca lo siguió, curioso. Kaladin buscó por el aserradero hasta que encontró a Gaz hablando con un jefe de puente delante del barracón del Puente Tres. Como iba convirtiéndose en costumbre, Gaz palideció cuando vio acercarse a Kaladin, e hizo amago de escabullirse.

—¡Gaz, espera! —dijo Kaladin, alzando una mano—. Tengo una oferta para ti.

El sargento se detuvo. Junto a él, el jefe del Puente Tres miró a Kaladin con mala cara. La manera en que los otros hombres de los puentes lo habían estado tratando últimamente tuvo de pronto sentido. Les preocupaba ver que el Puente Cuatro salía en tan buena forma de una batalla. Se suponía que el Puente Cuatro tenía mala suerte. Todo el mundo necesitaba a alguien inferior en quien mirarse…, y las otras cuadrillas podían consolarse con el pequeño favor de no pertenecer al Puente Cuatro. Kaladin había trastornado esa idea.

El barbudo jefe de puente se retiró, dejando a Kaladin y a Roca a solas con Gaz.

—¿Qué me vas a ofrecer esta vez? —dijo Gaz—. ¿Más esferas opacas?

—No —contestó Kaladin, pensando rápidamente. Tendría que manejar esto con mucho cuidado—. Me he quedado sin esferas. Pero no podemos continuar así, tú evitándome y las otras cuadrillas odiándome.

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