Syl frunció el ceño, ladeando la cabeza. Este tipo de conversación la confundía: no era buena con las abstracciones.
—Pero yo pensaba que estaba equivocado, que había un tercer tipo. Gente que mataba para salvar —sacudió la cabeza—. Fui un necio. Hay un tercer grupo, uno grande, pero no es el que yo pensaba.
—¿Qué grupo? —preguntó ella, sentándosele en la rodilla, el ceño fruncido.
—La gente que existe para que la salven o para que la maten. El grupo del medio. Los que no pueden hacer más que morir o ser protegidos. Las víctimas. Eso es todo lo que soy.
Contempló el aserradero mojado. Los carpinteros se habían retirado, cubriendo con lonas la madera sin tratar y llevándose las herramientas que podían oxidarse. Los barracones se extendían hasta las zonas norte y este del patio. El del Puente Cuatro estaba un poco apartado de los demás, como si la mala suerte fuera una enfermedad que pudiera contraerse. Contagio por proximidad, como diría el padre de Kaladin.
—Existimos para que nos maten —dijo Kaladin. Parpadeó y miró a los otros miembros del Puente Cuatro sentados apáticos bajo la lluvia—. Si no estamos muertos ya.
—Odio verte así —dijo Syl, zumbando alrededor de la cabeza de Kaladin mientras su cuadrilla arrastraba un tronco hasta el aserradero. Los parshendi a menudo pegaban fuego a los puentes permanentes más lejanos, así que los ingenieros y carpinteros del alto príncipe Sadeas siempre estaban ocupados.
El antiguo Kaladin podría haberse preguntado por qué los ejércitos no se esforzaban más por defender los puentes. «¡Aquí pasa algo raro!, dijo una voz en su interior. Te estás perdiendo parte del rompecabezas. Desperdician recursos y vidas. No parece importarles presionar y atacar a los parshendi. Solo libran escaramuzas en las llanuras, y luego vuelven a los campamentos y lo celebran. ¿Por qué? ¿POR QUÉ?»
Ignoró esa voz. Pertenecía al hombre que un día había sido.
—Antes eras vibrante —dijo Syl—. Muchos se fijaban en ti, Kaladin. Tu pelotón de soldados. Los enemigos con los que luchabas. Los otros esclavos. Incluso algunos ojos claros.
Pronto llegaría el almuerzo. Entonces podría dormir hasta que el jefe del puente lo despertara a patadas para el trabajo de la tarde.
—Yo te observaba pelear —dijo Syl—. Apenas lo recuerdo. Mis recuerdos de entonces son difusos. Como mirarte a través de un aguacero.
Espera. Eso era extraño. Syl no había empezado a seguirlo hasta después de su caída del ejército. Y ella había actuado entonces como cualquier vientospren corriente. Vaciló, ganándose una maldición y un latigazo del capataz.
Empezó a tirar de nuevo. Los hombres del puente que se retrasaban en el trabajo eran azotados, y los que eran torpes en las carreras, ejecutados. El ejército era muy riguroso en ese aspecto. Niégate a atacar a los parshendi, intenta retrasarte tras los otros puentes, y te decapitan. De hecho, reservaban ese destino para ese delito concreto.
Había un montón de formas de ser castigado. Podías ganar trabajo de más, ser azotado, perder tu paga. Si hacías algo realmente malo, te entregaban al juicio de Padre Tormenta, dejándote atado a un poste o una pared durante una alta tormenta. Pero lo único que podías hacer para ser ejecutado directamente era negarte a correr hacia los parshendi.
El mensaje estaba claro. Atacar con tu puente podía matarte, pero negarte a hacerlo te mataría.
Kaladin y su cuadrilla alzaron el tronco en una pila junto con los demás, y luego soltaron sus cuerdas. Regresaron a la entrada del aserradero, donde esperaban más leños.
—¡Gaz! —llamó una voz. Un soldado alto de pelo amarillo y negro esperaba al borde de los terrenos de los puentes, con un grupo de hombres de aspecto miserable acurrucados tras él. Era Laresh, uno de los soldados que cumplía servicio en las tiendas. Traía nuevos hombres para sustituir a aquellos que habían muerto.
El día era brillante, sin rastro de nubes, y el sol caía con fuerza sobre la espalda de Kaladin. Gaz se acercó a recibir a los nuevos reclutas, y Kaladin y los demás estaban casualmente allí para recoger un leño.
—Qué grupo tan patético —dijo Gaz, examinando a los reclutas—. Naturalmente, si no lo fueran, no los enviarían aquí.
—Esa es la verdad —convino Laresh—. Esos diez de ahí delante fueron sorprendidos robando. Ya sabes qué hacer.
Constantemente eran necesarios hombres nuevos en los puentes, pero siempre había cuerpos suficientes. Los esclavos eran comunes, pero también lo eran los ladrones y otros delincuentes de entre los seguidores del campamento. Nunca parshmenios. Eran demasiado valiosos, y además, los parshendi eran una especie de primos de los parshmenios. Era mejor que los trabajadores parshmenios del campamento no vieran a los suyos luchando.
A veces un soldado acababa en la cuadrilla de un puente. Eso solo sucedía si había hecho algo extremadamente malo, como golpear a un oficial. Actos que acabarían colgando a un hombre en muchos ejércitos aquí se traducían en enviarlo a las cuadrillas de los puentes. En teoría, si sobrevivían a cien carreras con los puentes, los liberaban. Las historias decían que había sucedido una o dos veces. Probablemente era solo un mito para darle a los hombres de los puentes una diminuta esperanza de sobrevivir.
Kaladin y los demás pasaron ante los recién llegados, con las miradas gachas, y empezaron a atar sus cuerdas al siguiente tronco.
—El Puente Cuatro necesita algunos hombres —dijo Gaz, frotándose la barbilla.
—El Cuatro siempre necesita hombres —replicó Laresh—. No te preocupes. He traído una hornada especial.
Señaló con la cabeza a un segundo grupo de reclutas, mucho más desharrapado, que caminaba detrás.
Kaladin se irguió lentamente. Uno de los prisioneros de ese grupo era un muchacho de apenas catorce o quince años. Bajo, delgado, de cara redonda.
—¿Tien? —susurró, dando un paso adelante.
Se detuvo, sacudiéndose. Tien estaba muerto. Pero este recién llegado parecía tan familiar, con aquellos ojos negros asustados… Su presencia hizo que Kaladin quisiera protegerlo. Escudarlo.
Pero…, había fracasado. Todo el mundo que había intentado proteger, desde Tien hasta Cenn, había acabado muerto. ¿Qué sentido tenía?
Siguió arrastrando el tronco.
—Kaladin —dijo Syl, posándose—. Voy a dejarte.
Él parpadeó asombrado. Syl. ¿Dejarlo? Pero…, ella era lo único que le quedaba.
—No —susurró. Más pareció un graznido.
—Intentaré volver —dijo ella—. Pero no sé qué sucederá cuando te deje. Las cosas son extrañas. Tengo recuerdos raros. No, la mayoría no son ni siquiera recuerdos. Instintos. Uno de esos me dice que, si te dejo, puedo perderme.
—Entonces no te vayas —dijo él, cada vez más aterrado.
—Tengo que irme —dijo ella, rebulléndose—. No puedo seguir viendo esto. Intentaré regresar —parecía apenada—. Adiós.
Y con eso se perdió en el aire, adoptando la forma de un diminuto grupo de hojas transparentes que daban vueltas.
Kaladin la vio marchar, anonadado.
Luego volvió a tirar del tronco. ¿Qué más podía hacer?
El joven que le recordaba a Tien murió durante la siguiente carrera del puente.
Fue duro. Los parshendi estaban en posición, esperando a Sadeas. Kaladin corrió hacia el abismo, sin pestañear siquiera mientras los hombres eran masacrados a su alrededor. Lo que lo impulsaba no era valentía, ni siquiera el deseo de que aquellas flechas lo alcanzaran y le pusieran fin a todo. Corría. Era lo único que hacía. Como un peñasco que cae por una colina, o como caía la lluvia del cielo. Ni los peñascos ni la lluvia tenían elección. Él tampoco. No era un hombre, sino una cosa, y las cosas hacían solo lo que hacían.
Los hombres tendían puentes en una tensa línea. Cuatro cuadrillas habían caído. El grupo de Kaladin había perdido tantos miembros que casi se había detenido.
Colocado el puente, Kaladin se volvió, mientras el ejército lo atravesaba para iniciar la verdadera batalla. Regresó dando tumbos por la meseta. Después de unos instantes, encontró lo que estaba buscando. El cadáver del muchacho.
Kaladin se quedó allí de pie, el viento azotándole el pelo, contemplando el cuerpo. Yacía boca arriba en un pequeño hueco en la piedra. Kaladin recordó haber yacido en un hueco similar, abrazando a un cadáver similar.
Otro compañero había caído cerca, agujereado a flechazos. Era el hombre que había sobrevivido a la primera carga de Kaladin hacía todas aquellas semanas. Su cuerpo estaba tendido a un lado, sobre un macizo rocoso a un palmo del cadáver del muchacho. La sangre manaba de la punta de una flecha que le asomaba por la espalda. Caía, gota a gota, salpicando el ojo abierto y sin vida del chico. Un pequeño rastro rojo caía del ojo a un lado de su cara. Como lágrimas carmesí.
Esa noche, Kaladin se acurrucó en el barracón, escuchando una alta tormenta sacudir las paredes. Se apretujó contra la fría piedra. Los truenos quebraban el cielo.
«No puedo seguir así. Estoy tan muerto por dentro como si me hubieran atravesado con una lanza el cuello.»
La tormenta continuó con su furia. Y por primera vez en un año, Kaladin se encontró llorando.
NUEVE AÑOS ANTES
Kal irrumpió en el quirófano, donde la puerta abierta dejó entrar la brillante y blanca luz del sol. A los diez años de edad, ya mostraba indicios de que sería alto y desgarbado. Siempre había preferido que lo llamaran Kal a su nombre completo, Kaladin. El diminutivo hacía que se relacionara mejor. Kaladin sonaba a nombre de ojos claros.
—Lo siento, padre —dijo.
Lirin, el padre de Kal, tensó con cuidado la correa en torno al brazo de la joven atada a la mesa de operaciones. Tenía los ojos cerrados ya: Kal se había perdido la administración de la droga.
—Discutiremos luego tu tardanza —dijo Lirin, asegurando la otra mano de la mujer—. Cierra la puerta.
Kal se estremeció y cerró la puerta. Las ventanas estaban oscuras, los postigos firmemente en su sitio, y por eso la única luz era la que procedía de la luz tormentosa que brillaba en un gran globo lleno de esferas. Cada una de esas esferas era un broam, en total una suma increíble en préstamo permanente del terrateniente de Piedralar. Las linternas fluctuaban, pero la luz tormentosa siempre era continua. El padre de Kal decía que eso podía salvar vidas.
Kal se acercó a la mesa, ansioso. La joven, Sani, tenía el pelo negro brillante, sin un solo mechón de marrón o rubio. Tenía quince años, y su mano libre estaba envuelta en un vendaje harapiento y ensangrentado. Kal hizo una mueca al ver el torpe vendaje: parecía como si hubieran arrancado la tela de la camisa de alguien y la hubieran atado a toda prisa.
Sani volvió la cabeza hacia un lado, y murmuró algo, drogada. Solo vestía una muda blanca de algodón, su mano segura expuesta. Los chicos mayores del pueblo alardeaban de las oportunidades que habían tenido (o que decían haber tenido) de ver a las chicas en ropa interior, pero Kal no comprendía por qué tanto alboroto. Sin embargo, le preocupaba Sani. Siempre se preocupaba cuando alguien estaba herido.
Por fortuna, la herida no parecía grave. Si hubiera amenazado su vida, el padre de Kal ya había empezado a trabajar en ella, usando a su madre, Hesina, como ayudante.
Lirin se dirigió a un lado de la sala y recogió unos cuantos frasquitos de contenido claro. Era un hombre bajo, calvo a pesar de su relativa juventud. Llevaba puestas sus gafas, que consideraba el regalo más precioso que le habían hecho jamás. Rara vez se las quitaba excepto para operar, ya que eran demasiado valiosas para arriesgarse a romperlas. ¿Y si se arañaban o se caían? Piedralar era una población grande, pero su remoto emplazamiento al norte de Alethar haría difícil reemplazar las gafas.
La sala estaba limpia, los estantes y la mesa lavados cada mañana, todo en su sitio. Lirin decía que podía saberse mucho de un hombre por cómo mantenía su lugar de trabajo. ¿Estaba revuelto u ordenado? ¿Respetaba sus herramientas o las dejaba por cualquier parte? El único reloj fabrial de la ciudad estaba aquí, en la encimera. El pequeño aparato tenía un único dial en el centro y una brillante gema en el corazón: había que infundirlo para que diera la hora. A nadie más en la ciudad le preocupaban los minutos y las horas como a Lirin.
Kal acercó un taburete para ver mejor. Pronto no lo necesitaría: se hacía más alto día a día. Inspeccionó la mano de Sani. «Está bien —se dijo, como su padre le había instruido—: Un cirujano tiene que conservar la calma. La preocupación tan solo malgasta tiempo.»
Era difícil seguir ese consejo.
—Manos —dijo Lirin, sin dejar de recoger sus instrumentos. Kal suspiró, se bajó de un salto del taburete y corrió a la bacina de agua jabonosa y caliente que había junto a la puerta.
—¿Por qué importa? —quería estar trabajando, ayudar a Sani.
—La sabiduría de los Heraldos —dijo Lirin, ausente, repitiendo una lección que había dado muchas veces antes—. Los muertespren y los putrispren odian el agua. Los mantendrá alejados.
—Hammie dice que es una tontería —repuso Kal—. Dice que los muertespren son muy buenos matando gente, ¿así que por qué deben tenerle miedo a un poco de agua?
—Los Heraldos fueron sabios más allá de nuestra comprensión.
Kal hizo una mueca.
—Pero son demonios, padre. Se lo oí decir a ese fervoroso que vino a predicar la primavera pasada.
—Hablaba de los Radiantes —dijo Lirin bruscamente—. Vuelves a confundirlos.