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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (23 page)

BOOK: El camino de los reyes
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Shallan se sentó vacilante mientras la mujer hacía sonar una campanita bajo el mostrador. Al punto, un hombre grueso entró en la habitación vestido con un chaleco que parecía a punto de estallar por la tensión de contener su masa corporal. Su pelo era gris, y mantenía las cejas peinadas hacia atrás, sobre las orejas.

—Ah —dijo, dando una palmada con sus manos enormes—, querida joven. ¿Vienes al mercado por una bonita novela? ¿Algo entretenido para pasar las crueles horas mientras estás separada de un amor perdido? ¿O tal vez un libro de geografía, con detalles de lugares exóticos?

Tenía un leve tono condescendiente y hablaba en su nativo veden.

—Yo…, no, gracias. Necesito un extenso grupo de libros de historia y tres de filosofía —trató de recordar los nombres que había citado Jasnah—. Algo de Placini, Gabrathin, Yustara, Manaline, o Shauka-hija-Hasweth.

—Pesadas lecturas para alguien tan joven —dijo el hombre, asintiéndole a la mujer, que probablemente era su esposa. Ella se metió en la habitación del fondo. La usaría para leer, aunque él supiera hacerlo no querría ofender a los clientes haciéndolo en su presencia. Manejaría el dinero: el comercio era un arte masculino en la mayoría de las situaciones.

—Bueno, ¿cómo es que una joven flor como tú se molesta con esos temas? —dijo el mercader, sentándose frente a ella—. ¿No puedo interesarte en una novela romántica? Son mi especialidad, ya ves. Las jóvenes de toda la ciudad acuden a mí, y siempre les ofrezco lo mejor.

Su tono la irritó. Ya era bastante molesto saber que era una niña protegida. ¿De verdad era necesario recordárselo?

—Una novela romántica —dijo, apretando el zurrón contra su pecho—. Sí, tal vez estaría bien. ¿Tienes por casualidad un ejemplar de
Más cerca de la llama
?

El mercader parpadeó.
Más cerca de la llama
estaba escrito desde el punto de vista de un hombre que se volvía loco lentamente después de ver a sus hijos morir de hambre.

—¿Estás segura de que quieres algo tan, ejem…, ambicioso? —preguntó el hombre.

—¿Es la ambición un atributo inadecuado para una joven?

—Bueno, no, supongo que no —sonrió de nuevo, la gruesa sonrisa dentuda de un mercader que intenta tranquilizar a alguien—. Puedo ver que eres una mujer de gusto refinado.

—Lo soy —dio Shallan la voz firme, aunque su corazón martilleaba. ¿Es que iba a ponerse a discutir con todos los que conociera?—. Me gustan mis comidas preparadas con mucho cuidado, ya que mi paladar es muy delicado.

—Perdón. Quería decir que tienes un gusto exquisito con los libros.

—La verdad es que nunca me he comido ninguno.

—Brillante, creo que te estás burlando de mí.

—No, en realidad ni siquiera he empezado.

—Yo…

—Aunque haces bien al comparar la mente y el estómago.

—Pero…

—Demasiadas veces nos esforzamos mucho con lo que ingerimos por la boca, y mucho menos con lo que entra por nuestros ojos y oídos. ¿No te parece?

Él asintió, quizá porque no se fiaba de que lo dejara hablar sin interrumpirlo. En el fondo de su mente, Shallan sabía que se estaba permitiendo llegar demasiado lejos, que estaba tensa y frustrada tras sus encuentros con Jasnah.

No le importó en ese momento.

—Refinada —dijo, saboreando la palabra—. No estoy segura de estar de acuerdo. En el contexto, quieres decir que tengo prejuicios en contra de algo. Que soy exclusiva. ¿Puede una persona permitirse ser exclusiva con lo que ingiere? ¿Ya hablemos de comida o de pensamientos?

—Supongo que sí —dijo el mercader—. ¿No es eso lo que has dicho?

—He dicho que deberíamos pensar en lo que leemos o comemos. No que debiéramos ser exclusivos. Dime, ¿qué crees que le sucedería a una persona que solo comiera dulces?

—Lo sé bien —contestó el mercader—. Tengo una cuñada que periódicamente sufre problemas de estómago por eso.

—¿Ves? Es demasiado discriminadora. El cuerpo necesita muchas comidas diferentes para mantenerse sano. Y la mente necesita muchas ideas distintas para mantenerse aguda. ¿No estás de acuerdo? Si yo leyera solamente esos tontos romances que presumes que pueden manejar mi ambición, mi mente enfermaría igual que el estómago de tu cuñada. Sí, creo que la metáfora es sólida. Eres muy sagaz, maese Artmyrn.

Él recuperó la sonrisa.

—Naturalmente —advirtió ella, sonriendo también—, que te hablen en tono paternalista trastorna la mente y el estómago. Muy amable por tu parte dar una lección dolorosa para acompañar tu brillante metáfora. ¿Tratas a todos tus clientes de esta forma?

—Brillante… Creo que te pierdes en el sarcasmo.

—Curioso. Yo creía que iba de cabeza, gritando con toda la fuerza de mis pulmones.

Él se ruborizó y se puso en pie.

—Voy a ayudar a mi esposa.

Se retiró rápidamente.

Ella permaneció sentada, y advirtió que estaba molesta consigo misma por dejar que su frustración estallara. Era aquello contra lo que la habían advertido sus amas. Una joven tenía que cuidar sus palabras. La lengua desatada de su padre le había ganado a su casa una reputación lamentable: ¿insistiría ella en lo mismo?

Se calmó, disfrutando del calor de la chimenea y contemplando el baile de los fuegospren hasta que el mercader y su esposa regresaron trayendo varios montones de libros. El mercader volvió a sentarse, su esposa acercó un taburete, colocó los tomos en el suelo y luego los fue mostrando uno a uno mientras su marido hablaba.

—De historia tenemos dos opciones —dijo el mercader, desaparecida la condescendencia…, y la amabilidad—.
Tiempos y tránsito
, de Rencalt, es un repaso en un solo volumen de la historia roshariana desde la Hierocracia.

Su esposa alzó un libro rojo, encuadernado en tela.

—Le dije a mi esposa que probablemente te sentirías insultada por una opción tan poco profunda, pero ella insistió.

—Gracias —dijo Shallan—. No me siento insultada, pero necesito algo más detallado.

—Entonces tal vez te sirva
Eternathis
—respondió el mercader mientras su esposa alzaba un conjunto gris azulado de cuatro volúmenes—. Es una obra filosófica que examina el mismo período concentrándose solo en las relaciones de los cinco reinos vorin. Como puedes ver, el tratamiento es exhaustivo.

Los cuatro volúmenes eran gruesos. ¿Los «cinco» reinos vorin? Shallan creía que eran cuatro. Jah Keved, Alezkar, Kharbranth y Natanatan. Unidos por la religión, fueron fuertes aliados durante los años que siguieron a la Traición. ¿Qué era el quinto reino?

Los volúmenes la intrigaron.

—Me los llevaré.

—Excelente —dijo el mercader, y un poco de brillo volvió a sus ojos—. De las obras filosóficas que citaste, no tenemos nada de Yustara. Tenemos obras de Placini y Manaline: ambas son colecciones de extractos de sus escritos más famosos. He hecho que me lean el libro de Placini. Es bastante bueno.

Shallan asintió.

—En cuanto a Gabrathin, tenemos cuatro volúmenes distintos. ¡Sí que era prolífica! Oh, y tenemos un solo libro de Shauka-hija-Hasweth —la esposa alzó un fino volumen verde—. He de admitir que nunca he hecho que me lean ninguna de sus obras. No pensaba que hubiera ninguna filósofa shin de importancia.

Shallan miró los cuatro libros de Gabrathin. No tenía ni idea de cuál debería llevarse, así que evitó la cuestión, señalando las dos colecciones que había mencionado primero y el volumen único de Shauka-hija-Hasweth. ¿Una filósofa de la lejana Shin, donde la gente vivía en el barro y adoraba las rocas? El hombre que había matado al padre de Jasnah casi seis años antes, provocando la guerra contra los parshendi en Natanatan, era shin. El asesino de blanco, lo llamaban.

—Me llevaré esos tres, junto con las historias.

—¡Excelente! —repitió el mercader—. Por comprar tantos, te haré un buen descuento. Digamos ¿diez broams de esmeraldas?

Shallan estuvo a punto de atragantarse. Un broam de esmeralda era la denominación más alta de esfera y valía mil chips de diamante. ¡Diez era varias veces más de lo que había costado su viaje a Kharbranth!

Abrió su zurrón y miró en su monedero. Le quedaban unos ocho broams de esmeraldas. Obviamente, tendría que llevarse menos libros, ¿pero cuáles?

De repente, la puerta se abrió de golpe. Shallan dio un respingo y se sorprendió al ver a Yalb allí de pie, con la gorra en las manos, nervioso. Corrió hacia ella y clavó una rodilla en tierra. Ella se quedó demasiado aturdida para decir nada. ¿Por qué estaba tan preocupado?

—Brillante —dijo, inclinando la cabeza—. Mi amo me ordena que regreses. Ha reconsiderado su ofrecimiento. En efecto, podemos aceptar el precio que ofreciste.

Shallan abrió la boca, pero estaba estupefacta.

Yalb miró al mercader.

—Brillante, no le compres nada a este hombre. Es un mentiroso y un tramposo. Mi amo te enviará libros mucho mejores a mejor precio.

—¿Pero qué es esto? —dijo Artmyrn, poniéndose en pie—. ¿Cómo te atreves? ¿Quién es tu amo?

—Barmest —dijo Yalb, a la defensiva.

—Esa rata. ¿Envía a un sirviente a mi establecimiento para intentar robarme a mi cliente? ¡Escandaloso!

—¡Vino a nuestra tienda primero! —dijo Yalb.

Shallan recuperó finalmente el entendimiento. «¡Padre Tormenta! ¡Sí que es todo un actor!»

—Tuviste tu oportunidad —le dijo a Yalb—. Corre y dile a tu amo que me niego a ser manipulada. Visitaré todas las librerías de la ciudad si es necesario, hasta que encuentre a alguien razonable.

—Artmyrn no es razonable —dijo Yalb, escupiendo a un lado.

Los ojos del mercader se abrieron como platos, llenos de ira.

—Ya veremos —dijo Shallan.

—Brillante —repuso Artmyrn, la cara roja—. ¡No creerás estas acusaciones!

—¿Y cuánto ibas a cobrarle? —preguntó Yalb.

—Diez broams de esmeraldas —dijo Shallan—. Por esos siete libros.

Yalb se echó a reír.

—¿Y no te levantaste y saliste por la puerta? ¡Prácticamente le tiraste de las orejas a mi amo, y te ofreció un trato mejor que eso! Por favor, brillante, vuelve conmigo. Estamos dispuestos a…

—Diez era solo una cifra de partida. No esperaba que la ofreciera —Artmyrn miró a Shallan—. Naturalmente, ocho…

Yalb volvió a reírse.

—Estoy seguro de que tenemos esos mismos libros, brillante. Apuesto a que mi amo te los ofrece por dos.

Artmyrn se puso aún más colorado, murmurando.

—¡Brillante, no irás a favorecer a alguien tan indigno como para enviar a un criado a la casa de otro mercader para que le robe sus clientes!

—Tal vez debería —dijo Shallan—. Al menos no ha insultado mi inteligencia.

La esposa de Artmyrn miró con mala cara a su marido, y el hombre se puso todavía más colorado.

—Dos esmeraldas, tres zafiros. Es lo más que puedo rebajar. Si los quieres más barato, cómpraselos a ese sinvergüenza de Barmest. Seguro que a los libros les faltan páginas.

Shallan vaciló, miró a Yalb. El estaba metido en su papel, la cabeza inclinada, rezongando. Lo miró a los ojos y él se encogió levemente de hombros.

—Lo aceptaré —le dijo a Artmyrn, provocando un gemido por parte de Yalb, que se marchó con una maldición de la esposa del mercader. Shallan se puso en pie y contó las esferas. Sacó de su monedero los broams de esmeraldas.

Poco después, salió de la tienda con una pesada bolsa de lona. Recorrió la calle vacía y encontró a Yalb holgazaneando junto a una farola. Le sonrió mientras le cogía la bolsa.

—¿Cómo sabes cuál es el precio justo de un libro? —preguntó ella.

—¿Precio justo? —dijo él, echándose la bolsa al hombro—. ¿Para un libro? No tengo ni idea. Tan solo pensé que intentaría cobrarte lo máximo que pudiera. Por eso pregunté quién era su mayor rival y volví para ayudarte a que fuera más razonable.

—¿Tan obvio era que me iba a dejar engañar? —preguntó ella, ruborizada, mientras los dos salían de la calleja.

Yalb se echó a reír.

—Un poquito. Engañar a hombres como él es casi tan divertido como engañar a los guardias. Probablemente podrías haber conseguido un precio aún mejor si te hubieras marchado conmigo y luego hubieras vuelto para darle otra oportunidad.

—Eso parece complicado.

—Los mercaderes son como mercenarios, decía siempre mi abuela. La única diferencia es que los mercaderes te arrancan la cabeza y luego pretenden ser tus amigos.

Esto lo decía un hombre que acababa de pasarse la tarde engañando a las cartas a un grupo de guardias.

—Bueno, te estoy muy agradecida.

—No es nada. Fue divertido, aunque no puedo creer que pagaras esa cantidad. Es solo un puñado de madera. Podría encontrar unas cuantas tablas y hacerle unas marcas divertidas. ¿Me pagarías esferas puras también por eso?

—No puedo ofrecer eso —dijo ella, rebuscando en su zurrón.

Sacó el dibujo que había hecho de Yalb y el porteador—. Pero, por favor, acepta esto con mi agradecimiento.

Yalb cogió el dibujo y se colocó bajo una linterna cercana para verlo. Se echó a reír, ladeando la cabeza, sonriente de oreja a oreja.

—¡Padre Tormenta! ¿Pero qué es esto? Parece que me estoy mirando en una placa pulida, vaya que sí. ¡No puedo aceptar esto, brillante!

—Por favor. Insisto.

Sin embargo, parpadeó, tomando un recuerdo de él allí de pie, una mano en la barbilla mientras estudiaba el dibujo de sí mismo. Lo volvería a dibujar más tarde. Después de lo que había hecho por ella, lo quería en su colección. Yalb metió con cuidado el dibujo entre las páginas de un libro, y luego se echó la bolsa al hombro y continuaron caminando. Salieron a la calle principal. Nomon (la luna media) había empezado a salir, bañando la ciudad de una suave luz azul. Estar despierta hasta tan tarde había sido un raro privilegio para ella en la casa de su padre, pero en la ciudad la gente apenas parecía reparar en la hora. Qué lugar tan extraño era esta ciudad.

—¿Volvemos al barco? —preguntó Yalb.

—No —dijo Shallan, inspirando profundamente—. Vayamos al Cónclave.

Él alzó una ceja, pero la condujo de regreso. Una vez allí, se despidió de Yalb, recordándole que se llevara su dibujo. Él así lo hizo, deseándole suerte antes de marcharse a toda prisa, quizá preocupado por encontrarse con los guardias a los que había engañado antes.

Shallan hizo que un sirviente llevara sus libros, y recorrió el pasillo de vuelta al Velo. Tras atravesar las ornadas puertas de hierro, llamó la atención de un maestro-siervo.

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