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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (26 page)

BOOK: El camino de los reyes
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Kal suspiró.

—Los Heraldos fueron enviados para enseñar a la humanidad —explicó Lirin—. Nos guiaron contra los Vaciadores después de que fuéramos expulsados del cielo. Los Radiantes eran la orden de caballeros que fundaron.

—Que eran demonios.

—Que nos traicionaron cuando los Heraldos se marcharon —Lirin alzó un dedo—. No eran demonios, solo eran hombres que tenían demasiado poder e insuficiente sentido común. Sea como fuere, siempre tienes que lavarte las manos. Puedes ver con tus propios ojos el efecto que tiene en los putrispren, aunque los muertespren no puedan verse.

Kal volvió a suspirar, pero hizo lo que le decían. Lirin se acercó de nuevo a la mesa, con una bandeja llena de cuchillas y frasquitos de cristal. Su conducta era extraña; aunque se aseguraba de que su hijo no confundiera a los Heraldos con los Radiantes Perdidos, Kal había oído decir a su padre que creía que los Vaciadores no eran reales. Ridículo. ¿A quién más podía echársele la culpa cuando las cosas se perdían de noche, o cuando una cosecha se infectaba con gusanos cavadores?

En el pueblo pensaban que Lirin pasaba demasiado tiempo con libros y gente enferma, y eso hacía que fuera un tipo extraño. Se sentían incómodos con él, y con Kal por asociación. Kal apenas empezaba a darse cuenta del dolor que podía causar el ser diferente.

Lavadas las manos, se sentó de nuevo en el taburete. Empezó a sentirse nervioso otra vez, esperando que nada saliera mal. Su padre usó un espejo para ajustar las luces de las esferas sobre la mano de Sani. Con cuidado, cortó la venda improvisada con una cuchilla de cirujano. La herida no amenazaba la vida de la chica, pero la mano estaba muy afectada. Cuando su padre empezó a entrenar a Kal dos años antes, cosas como esta lo hacían sentirse mareado. Ahora ya estaba acostumbrado a la carne desgarrada.

Eso era bueno. Kal imaginaba que le resultaría útil cuando fuera a la guerra algún día, a luchar por su alto príncipe y los ojos claros.

Sani tenía tres dedos rotos y la piel de la mano arañada, y levantada la herida manchada de palos y tierra. El dedo tercero era el peor, quebrado y retorcido, con astillas de hueso asomando a través de la piel. Kal lo palpó, sintiendo los huesos fracturados, la negrura de la piel. Limpió con cuidado la sangre seca y la tierra con un paño húmedo, retirando las piedrecillas y los palos mientras su padre cortaba hilo para coser.

—Tendrá que perder el tercer dedo, ¿verdad? —dijo Kal, atando un vendaje a la base del dedo para impedir que sangrara.

Su padre asintió, con un atisbo de sonrisa en el rostro. Esperaba que Kal se diera cuenta de eso. Lirin decía a menudo que un cirujano sabio debe saber qué quitar y qué salvar. Si ese dedo hubiera sido tratado adecuadamente al principio…, pero no, no se podía recuperar. Volver a coserlo significaría dejarlo para que se infectara.

Su padre se encargó de la amputación. Tenía unas manos cuidadosas, precisas. La formación de cirujano duraba diez años, y aún faltaba algún tiempo para que Lirin dejara a Kal empuñar la cuchilla. Mientras tanto, Kal limpiaba la sangre, le entregaba las cuchillas a su padre, y sujetaba el tendón para impedir que se moviera mientras su padre serraba. Repararon la mano hasta donde pudieron, trabajando con deliberada velocidad.

El padre de Kal terminó la sutura final, obviamente satisfecho por haber podido salvar cuatro dedos. No lo verían así los padres de Sani. Se sentirían decepcionados porque su hermosa hija tendría ahora una mano desfigurada. Casi siempre sucedía así: terror ante la herida inicial, luego furia por la incapacidad de Lirin para hacer milagros. Lirin decía que era porque la gente del pueblo se había acostumbrado a tener un cirujano. Para ellos, la cura se había convertido en la normalidad, en vez de en un privilegio.

Pero los padres de Sani eran buena gente. Harían una pequeña donación, y la familia de Kal (sus padres, él y su hermano menor, Tien) podrían continuar comiendo. Era extraño que sobrevivieran gracias a las desgracias de otros. Tal vez era parte de lo que hacía que la gente de la ciudad los mirara con mala cara.

Lirin terminó usando una pequeña vara calentada para cauterizar los lugares donde consideraba que los puntos de sutura no serían suficientes. Finalmente, extendió un fuerte aceite de listre sobre la mano para impedir que se infectara: el aceite espantaba a los putrispren aún mejor que el jabón y el agua. Kal colocó vendas nuevas, cuidando de no molestar las tablillas.

Lirin tiró el dedo, y Kal empezó a relajarse. Sani se pondría bien.

—Todavía tienes que trabajar esos nervios, hijo —dijo Lirin en voz baja, lavándose la sangre de las manos.

Kal agachó la cabeza.

—Es bueno preocuparse —dijo Lirin—. Pero la preocupación, como todo lo demás, puede ser un problema si interfiere con tu habilidad para operar.

«¿Preocuparse demasiado puede ser un problema? —pensó Kal—. ¿Y qué hay de sentirse tan desprendido que nunca cobras por tu trabajo?» No se atrevió a decirlo en voz alta.

Limpiar la habitación era lo siguiente. A Kal le parecía que se pasaba media vida limpiando, pero Lirin no lo dejaría marchar hasta que no hubiera terminado. Al menos abrió los postigos y dejó que entrara la luz. Sani continuaba dormida: la hierba de invierno la mantendría todavía inconsciente durante unas horas.

—¿Dónde estabas, por cierto? —preguntó Lirin, los frascos de alcohol y aceite tintineando mientras los devolvía a su sitio.

—Con Jam.

—Jam es dos años mayor que tú. Dudo que le guste pasarse el tiempo con alguien que es mucho más joven que él.

—Su padre empezó a entrenarlo con la lanza —dijo Kal apresuradamente—. Tien y yo fuimos a ver qué ha aprendido.

Kal se preparó para recibir una reprimenda.

Su padre continuó limpiando cada una de las cuchillas de cirujano con alcohol, y luego con aceite, como dictaban las antiguas tradiciones. No se volvió hacia Kal.

—El padre de Jam era soldado en el ejército del brillante señor Amaram —dijo Kal, vacilante. ¡El brillante señor Amaram! El noble general ojos claros que custodiaba el norte de Alezkar. Kal deseaba con todas sus ganas ver un ojos claros de verdad, no al viejo Wistiow. Un soldado, según decía todo el mundo, como contaban las historias.

—Sé lo del padre de Jam —dijo Lirin—. He tenido que operar esa pierna coja suya tres veces ya. Un regalo de su gloriosa época de soldado.

—Necesitamos a los soldados, padre. ¿Prefieres que los thayleños violen nuestras fronteras?

—Thaylenah es un reino isla —dijo Lirin tranquilamente—. No comparten frontera con nosotros.

—¡Bueno, pero podrían atacarnos por mar!

—Solo son mercaderes y comerciantes en su mayor parte. Todos los que he conocido han tratado de engañarme, pero no es lo mismo que invadir.

A todos los niños les gustaba contar historias de lugares lejanos. Era difícil recordar que el padre de Kal (el único hombre de segundo
nahn
en la ciudad) había recorrido todo Kharbranth durante su juventud.

—Bueno, luchamos contra alguien —continuó Kal, disponiéndose a fregar el suelo.

—Sí —dijo su padre tras una pausa—. El rey Gavilar siempre nos encuentra gente para luchar. Eso sí es verdad.

—Entonces necesitamos soldados, como dije.

—Más necesitamos cirujanos —Lirin suspiró con fuerza, apartándose de su armario—. Hijo, casi lloras cada vez que nos traen a alguien; aprietas los dientes ansiosamente incluso durante las intervenciones más sencillas. ¿Qué te hace pensar que serías capaz de hacerle daño a alguien?

—Me haré más fuerte.

—Eso es una tontería. ¿Quién te ha metido esas ideas en la cabeza? ¿Por qué quieres aprender a lastimar a otros niños con un palo?

—Por honor, padre —dijo Kal—. ¿Quién cuenta historias de cirujanos, por el amor de los Heraldos?

—Los hijos de los hombres y mujeres cuyas vidas salvamos —dijo Lirin tranquilamente, mirando a Kal a los ojos—. Ellos cuentan historias de cirujanos.

Kal se ruborizó y se amilanó, hasta que volvió a fregar el suelo.

—Hay dos tipos de personas en el mundo, hijo —dijo su padre severamente—. Los que salvan vidas. Y los que las quitan.

—¿Y los que protegen y defienden? ¿Los que salvan vidas quitando vidas?

Su padre bufó.

—Eso es como intentar detener una tormenta soplando más fuerte. Ridículo. No se puede proteger matando.

Kal siguió frotando.

Finalmente, su padre suspiró, se acercó y se arrodilló junto a él, y lo ayudó a fregar.

—¿Cuáles son las propiedades de la hierba de invierno?

—Tiene un sabor amargo —dijo Kal inmediatamente—, lo que hace más seguro guardarla, ya que la gente no se la comerá por accidente. Aplástala hasta convertirla en polvo, mézclala con aceite, usa una cucharadita por cada diez pesos de la persona que vas a drogar. Produce un sueño profundo durante unas cinco horas.

—¿Y cómo puedes saber si alguien tiene la temblequera?

—Energía nerviosa —dijo Kal—, sed, problemas para dormir e hinchazón en los sobacos.

—Tienes buena cabeza, hijo —dijo Lirin en voz baja—. Yo tardé años en aprender lo que tú has aprendido en unos meses. He estado ahorrando. Me gustaría enviarte a Kharbranth cuando cumplas dieciséis años, para que te formes con cirujanos auténticos.

Kal sintió una punzada de emoción. ¿Kharbranth? ¡Eso era un reino distinto! Su padre había viajado por allí como correo, pero no se había formado como cirujano en aquel lugar. Lo había aprendido del viejo Vathe en Shorse, la población más cercana.

—Tienes un don concedido por los Heraldos mismos —dijo Lirin, apoyando una mano en su hombro—. Podrías ser diez veces el cirujano que yo soy. No sueñes los sueños pequeños de los demás hombres. Nuestros abuelos nos consiguieron el segundo
nahn
para que pudiéramos tener ciudadanía plena y el derecho a viajar. No desperdicies eso matando.

Kal vaciló, pero acabó por asentir.

«Tres de dieciséis gobernaban, pero ahora el Roto reina.»

Recogido: Chacharían, año 1173, 84 segundos antes de la muerte. Sujeto: un ladronzuelo con la enfermedad consumidora, de ascendencia iraili parcial.

La alta tormenta acabó por remitir. Era el atardecer del día en que murió el muchacho, el día en que Syl lo dejó. Kaladin se puso las sandalias (las mismas que le había cogido al hombre del rostro correoso el primer día) y se levantó. Caminó por el abarrotado barracón.

No había camas, solo una fina manta por persona. Había que elegir si utilizarla como colchón o para abrigarte. Podías congelarte o podías acabar dolorido. Esas eran las opciones, aunque varios de los hombres de los puentes habían encontrado un tercer uso para las mantas. Se envolvían con ellas las cabezas, como para bloquear la vista, el sonido y el olor. Para ocultarse del mundo.

El mundo los encontraba de todas formas. Sabía jugar a esa clase de juegos.

La lluvia caía copiosamente en el exterior, el viento arreciaba todavía. Los relámpagos iluminaban el horizonte occidental, donde el centro de la tormenta continuaba su avance. Faltaba una hora para que llegaran los coletazos, y era tan temprano que nadie quería salir a la tormenta.

Bueno, nadie quería salir a ninguna tormenta. Pero era lo más temprano que se podía salir y sentirse a salvo. Los relámpagos habían pasado, los vientos eran soportables.

Atravesó el oscuro aserradero, encogido para protegerse del viento. Las ramas yacían dispersas como huesos en el cubil de un espina-blanca. Las hojas estaban aplastadas por la lluvia contra los ásperos lados de los barracones. Kaladin chapoteó en los charcos que helaron y entumecieron sus pies. Le sentó bien: todavía los tenía doloridos de la última carga del puente.

Oleadas de lluvia helada lo asaltaron, mojando su pelo, corriendo por su cara y su hirsuta barba. Odiaba tener barba, sobre todo la forma en que los pelos le picaban en la comisura de la boca. Las barbas eran como los cachorros de sabueso-hacha. Los niños sueñan con el día en que pueden tener uno, sin advertir lo molestos que pueden llegar a ser.

—¿Vas a dar un paseo, alteza? —dijo una voz.

Kaladin alzó la cabeza y encontró a Gaz acurrucado en un hueco entre dos barracones. ¿Por qué estaba aquí fuera, bajo la lluvia?

Ah. Gaz había sujetado una pequeña cesta de metal en la pared de uno de los barracones, y una suave luz surgía del interior. Había dejado sus esferas a la tormenta, y había salido temprano para recuperarlas.

Era un riesgo. Incluso una cesta cubierta podía soltarse. Algunas personas creían que las sombras de los Radiantes Perdidos acechaban las tormentas, robando esferas. Tal vez era cierto. Pero durante el tiempo que había pasado en el ejército, Kaladin había conocido a más de un hombre que había resultado herido al salir a buscar esferas durante una tormenta. Sin duda esa superstición había que achacarla a la experiencia de los ladrones.

Había formas más fáciles de infundir esferas. Los prestamistas cambiaban esferas opacas por otras infundidas, o podías pagarles para que infundieran las tuyas en uno de sus nidos bien protegidos.

—¿Qué estás haciendo? —exigió Gaz. El hombre bajo y tuerto se llevó la cesta al pecho—. Haré que te cuelguen si has robado las esferas de alguien. —Kaladin se apartó de él—. ¡Ojalá te caiga encima la tormenta! ¡Haré que te cuelguen de todas formas! No creas que puedes escapar: sigue habiendo centinelas. Te…

—Voy al Abismo del Honor —dijo Kaladin en voz baja. Su voz apenas era audible por encima de la tormenta.

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