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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (22 page)

BOOK: El camino de los reyes
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—Deberías haberme dejado la nota y marcharte antes de que yo regresara.

—Pero entonces la nota se habría perdido bajo ese montón de libros.

Jasnah la miró alzando una ceja, como para demostrar que no le gustaba que la corrigieran.

—Muy bien. El contexto de la vida de una persona es importante. Tus circunstancias no excusan tu falta de educación en historia y filosofía, pero un poco de indulgencia es aplicable en este caso. Permitiré que solicites ser mi pupila más adelante, un privilegio que nunca he concedido antes a ninguna aspirante. Cuando tengas base suficiente en esos dos temas, vuelve de nuevo a verme. Si has mejorado de manera adecuada, te aceptaré.

Las emociones de Shallan se vinieron abajo. El ofrecimiento de Jasnah era amable, pero harían falta años de estudio para conseguir lo que pedía. La casa Davar habría caído para entonces, las tierras de su familia habrían sido divididas entre sus acreedores, y sus hermanos y ella misma habrían sido despojados de sus títulos y quizás incluso vendidos como esclavos.

—Gracias, brillante —dijo Shallan, inclinando la cabeza.

Jasnah asintió, como considerando cerrado el tema. Shallan se retiró y caminó en silencio por el pasillo y tiró de la cuerda para llamar a los porteadores.

Jasnah solo había prometido aceptar una petición futura. Para la mayoría, eso habría sido una gran victoria. Ser educada por Jasnah Kholin, considerada por muchos la mejor erudita viva, le habría asegurado un futuro brillante. Shallan se habría casado extremadamente bien, quizá con el hijo de un alto príncipe, y habría encontrado nuevos círculos sociales abiertos. De hecho, si hubiera tenido tiempo para formarse bajo la tutela de Jasnah, el puro prestigio de una afiliación con los Kholin tal vez habría sido suficiente para salvar su casa.

Si acaso…

Shallan salió del Cónclave: no había puertas delante, solo columnas emplazadas ante la boca abierta. Le sorprendió descubrir lo oscuro que estaba fuera. Bajó los grandes peldaños, y luego siguió un pequeño sendero lateral más cultivado donde no podría verla nadie. Pequeños estantes de cortezapizarra ornamental habían sido plantados por este camino, y varias especies habían extendido sus tentáculos como abanicos para agitarlos a la brisa de la noche. Unos cuantos perezosos vidaspren, como motas de brillante polvo verde, revoloteaban de una hoja a la siguiente.

Shallan se apoyó contra la planta parecida a una roca, y los tentáculos se retiraron y escondieron. Desde este punto de observación, podía contemplar Kharbranth, las luces brillando bajo ella como una cascada de fuego que cayera por la superficie del acantilado. La otra única opción que les quedaba a sus hermanos y a ella era huir. Abandonar las posesiones familiares y buscar asilo. ¿Pero adonde? ¿Había antiguos aliados a los que su padre no hubiera alienado?

Estaba la cuestión de la extraña colección de mapas que habían encontrado en su estudio. ¿Qué significaban? Él apenas hablaba de sus planes con sus hijos. Ni siquiera los consejeros de su padre sabían gran cosa. Helaran, su hermano mayor, sabía más, pero había desaparecido hacía más de un año, y su padre lo declaró muerto.

Como siempre, pensar en su padre la hizo sentirse enferma, y el dolor empezó a constreñir su pecho. Se llevó la mano libre a la cabeza, abrumada de repente por el peso de la situación de la Casa Davar, su parte en él, y el secreto que ahora portaba, oculto a diez latidos de distancia.

—¡Hola, joven señora! —llamó una voz. Shallan se volvió y se sorprendió al ver a Yalb de pie en un saliente rocoso a poca distancia de la entrada del Cónclave. Un grupo de hombres con uniforme de guardia estaba sentado en la roca a su alrededor.

—¿Yalb? —dijo ella, aturdida. Tendría que haber regresado a su barco hacía horas. Corrió a acercarse al pequeño macizo rocoso—. ¿Por qué sigues todavía aquí?

—Oh —respondió él, sonriendo—. Me puse a jugar a kabers con estos agradables caballeros de la guardia de la ciudad. Pensé que los agentes de la ley difícilmente irían a hacerme trampas, así que nos pusimos a jugar mientras esperábamos.

—Pero no tenías por qué esperar.

—Tampoco tenía por qué ganarle ochenta chips a estos amigos —rio Yalb—. ¡Pero hice ambas cosas!

Los hombres sentados a su alrededor no parecían tan entusiasmados. Sus uniformes eran tabardos naranja atados por el centro con fajines blancos.

—Bueno, supongo que debería conducirte de vuelta al barco —dijo Yalb, recogiendo algo reacio la pila que tenía amontonada a los pies. Brillaban con diversidad de tonos. Su luz era escasa (cada una era solo un chip), pero era una ganancia impresionante.

Shallan dio un paso atrás mientras Yalb saltaba de la roca. Sus compañeros protestaron por su partida, pero él señaló a la muchacha.

—¿Pretendéis que deje que una mujer ojos claros de su estatura vuelva caminando sola al barco? ¡Os tenía por hombres de honor!

Ese argumento acalló sus protestas.

Yalb se rio para sus adentros, le hizo una reverencia a Shallan y la guio camino abajo. Sus ojos chispeaban.

—Padre Tormenta, sí que es divertido ganarles a esos agentes de la ley. Cuando esto se sepa, tendré bebida gratis en todos los muelles.

—No deberías jugar —dijo Shallan—. No deberías intentar adivinar el futuro. No te di esa esfera para que pudieras malgastarla con esas prácticas.

Yalb se echó a reír.

—No es jugar si sabes que vas a ganar, joven señora.

—¿Hiciste trampas? —susurró ella, horrorizada. Miró hacia los guardias, que habían continuado su juego, iluminados por las esferas en las piedras que tenían delante.

—¡No tan fuerte! —dijo Yalb en voz baja. Sin embargo, parecía muy satisfecho consigo mismo—. Hacerle trampas a cuatro guardias, eso sí que es arte. ¡Casi no puedo creerme que lo haya logrado!

—Me decepcionas. Esta conducta no es adecuada.

—Lo es si tu profesión es la de marinero, joven señora —se encogió de hombros—. Es lo que esperaban de mí. Me vigilaron como si fueran cuidadores de anguilas aéreas venenosas, eso dijeron. El juego no estaba en las cartas: estaba en intentar conseguir que no me pillaran. ¡Creo que no habría conseguido escapar con la piel intacta si no hubieras llegado!

Eso no parecía preocuparle mucho.

El camino hasta los muelles no estaba tan concurrido como antes, pero seguía habiendo un sorprendente número de gente. La calle estaba iluminada por lámparas de aceite (las esferas habrían acabado en la bolsa de alguien), pero mucha gente llevaba linternas de esferas que proyectaban un arco iris de luces de colores en el camino. Las personas casi parecían spren, cada una de un tono diferente, moviéndose a un lado o a otro.

—Bien, joven señora —dijo Yalb, guiándola con cuidado a través del tráfico—. ¿De verdad quieres volver? Solo he dicho lo que he dicho para poder escabullirme de la partida.

—Sí, quiero volver, por favor.

—¿Y tu princesa?

Shallan hizo una mueca.

—La reunión no fue…, fructífera.

—¿No te aceptó? ¿Qué pasa con ella?

—Competencia crónica, supongo. Ha tenido tanto éxito en la vida que tiene expectativas poco realistas de los demás.

Yalb frunció el ceño, guiando a Shallan alrededor de un grupo de borrachos que festejaban en el camino. ¿No era un poco temprano para este tipo de cosas? Yalb se adelantó unos pasos, se dio la vuelta y siguió caminando de espaldas, mirándola.

—Eso no tiene sentido, joven señora. ¿Qué podría querer más sino tú?

—Mucho más, al parecer.

—¡Pero si eres perfecta! Perdona mi atrevimiento.

—Estás caminando de espaldas.

—Perdona mi torpeza, entonces. Se te ve bien desde cualquier lado, joven señora, eso tengo que reconocerlo.

Ella sonrió. Los marineros de Tozbek tenían una opinión demasiado elevada de ella.

—Serías una pupila ideal —continuó Yalb—. Agradable, bonita, refinada y demás. No me gusta mucho tu opinión del juego, pero era de esperar. No sería adecuado que una mujer decorosa no lo reprendiera a uno por jugar. Sería como si el sol se negara a salir o que el mar se volviera blanco.

—O que Jasnah Kholin sonriera.

—¡Exactamente! Sea como sea, eres perfecta.

—Eres muy amable al decirlo.

—Bueno, es verdad —dijo él, poniendo los brazos en jarras y deteniéndose—. ¿Así que ya está? ¿Vas a renunciar?

Ella le dirigió una mirada de perplejidad. Estaba allí de pie en el camino abarrotado, iluminado desde arriba por una linterna que brillaba en amarillo anaranjado, las manos en las caderas, las blancas cejas thayleñas cayendo a los lados de su cara, el pecho desnudo bajo el chaleco abierto. No era una postura que ningún ciudadano, no importaba lo alto de su rango, hubiera adoptado jamás en la mansión de su padre.

—Intenté persuadirla —dijo Shallan, ruborizándose—. Fui a verla por segunda vez, y me rechazó de nuevo.

—Dos veces ¿eh? En las cartas, siempre tienes una tercera mano. Gana con más frecuencia.

Shallan frunció el ceño.

—En realidad eso no es cierto. Las leyes de la probabilidad y la estadística…

—No sé mucho de malditas matemáticas —dijo Yalb, cruzándose de brazos—. Pero sí conozco las Pasiones. Ganas cuando más lo necesitas ¿sabes?

Las Pasiones. Supersticiones paganas. Naturalmente, Jasnah había considerado los glifos como otra superstición, así que tal vez todo era cuestión de perspectiva.

Intentarlo una tercera vez…, Shallan se estremeció al pensar en la ira de Jasnah si volvía a molestarla de nuevo. Sin duda retiraría su ofrecimiento de que viniera a estudiar con ella en el futuro.

Pero Shallan nunca llegaría a aceptar ese ofrecimiento. Era como una esfera de cristal sin ninguna gema en el centro. Bella, pero sin valor. ¿No era mejor correr un último riesgo para conseguir el puesto que necesitaba…, ahora?

No funcionaría. Jasnah había dejado claro que Shallan no tenía educación suficiente.

Educación suficiente…

Una idea chispeó en su cabeza. Se llevó la mano segura al pecho, de pie en el camino, y consideró la audacia de aquella propuesta. Lo más probable era que la expulsaran de la ciudad por orden de Jasnah.

Sin embargo, si regresaba a casa sin intentar usar de todos los recursos ¿podría mirar a sus hermanos a la cara? Dependían de ella. Por una vez en la vida, alguien necesitaba a Shallan. Esa responsabilidad la entusiasmaba. Y la aterrorizaba.

—Necesito un mercader de libros —dijo, la voz temblando levemente.

Yalb la miró alzando una ceja.

—Un mercader de…

—La tercera mano gana casi siempre. ¿Crees que puedes encontrarme un mercader de libros que esté abierto a estas horas?

—Kharbranth es un puerto importante, joven señora —dijo él con una risotada—. Las tiendas abren hasta tarde. Espera aquí.

Se perdió entre la multitud, dejándola con una ansiosa protesta en los labios.

Shallan suspiró, y luego se sentó en una postura recatada en la base de piedra del poste de una linterna. Debería estar a salvo. Vio a otras mujeres ojos claros pasar por la calle, aunque a menudo iban en palanquín o en aquellos pequeños vehículos de los que tiraban a mano. Incluso vio algún ocasional carruaje regio, aunque solo los muy ricos podían permitirse tener caballos.

Unos minutos más tarde, Yalb surgió de la multitud como por ensalmo y le indicó que lo siguiera. Ella se puso en pie y se dirigió rápidamente hacia él.

—¿No deberíamos procurarnos un porteador? —preguntó mientras él la conducía a una gran calle que corría en lateral por la colina de la ciudad. Pisó con cuidado: su falda era tan larga que le preocupaba rasgar el dobladillo contra la piedra. La tira inferior estaba diseñada para ser reemplazada fácilmente, pero Shallan apenas podía permitirse malgastar esferas en esas cosas.

—No —respondió Yalb—. Está aquí mismo.

Señaló una calle que cruzaba donde había una fila de tiendas en la empinada pendiente, cada una con un cartel colgando delante con el glifopar que significaba «libro», unos glifos que normalmente tenían forma de libro. Los sirvientes analfabetos que pudieran ser enviados a estas tiendas tenían que ser capaces de reconocerlas.

—Los mercaderes del mismo tipo tienden a estar juntos —dijo Yalb, frotándose la barbilla—. A mí me parece una tontería, pero supongo que los mercaderes son como los peces. Donde encuentras uno, encuentras a los demás.

—Lo mismo podría decirse de las ideas —respondió Shallan, contando. Seis tiendas diferentes. Todas iluminadas con luz tormentosa en los escaparates, fría y regular.

—La tercera de la izquierda —señaló Yalb—. El nombre del mercader es Artmyrn. Mis fuentes dicen que es el mejor.

Era un nombre thayleño. Probablemente Yalb había preguntado a otros compatriotas, y ellos le habían indicado este sitio.

Shallan asintió mientras subían la empinada calle de piedra en dirección a la tienda. Yalb no entró con ella: muchos hombres, lo había advertido, se sentían incómodos con los libros y la lectura, incluso aquellos que no eran vorin.

Atravesó la puerta de recia madera con dos paneles de cristal, y entró en una cálida habitación, sin saber qué esperar. Nunca había entrado en ninguna tienda para comprar nada: o bien enviaba a sus criados, o los mercaderes venían a verla.

La habitación parecía muy acogedora, con grandes y cómodos sillones junto a una chimenea. Los llamaspren danzaban en los leños ardientes, y el suelo era de madera. Madera absolutamente lisa: probablemente la habían animado a partir de la piedra de abajo. Lujoso, en efecto.

Al fondo de la habitación había una mujer tras un mostrador. Llevaba una falda bordada y una blusa, en vez de la havah de una sola pieza que vestía Shallan. Era ojos oscuros, pero claramente adinerada. En los reinos vorin, probablemente sería del primer o segundo
nahn
. Los thayleños tenían su propio sistema de rangos. Al menos no eran completamente paganos: respetaban el color de ojos, y la mujer tenía puesto un guante en la mano segura.

No había muchos libros en el lugar. Unos cuantos en el mostrador, uno en un estante entre las sillas. Un reloj sonaba en la pared, su parte inferior con una docena de tintineantes campanas de plata. Parecía más el hogar de una persona que una tienda.

La mujer colocó un marcador en su libro y le sonrió a Shallan. Era una sonrisa ansiosa, casi depredadora.

—Por favor, brillante —dijo, indicando las sillas. La mujer había rizado sus largas y blancas cejas thayleñas de modo que colgaban a los lados de su rostro como si fueran tirabuzones.

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