El camino de los reyes (24 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

BOOK: El camino de los reyes
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—¿Sí, brillante? —preguntó el hombre. La mayoría de los reservados de lectura estaban ahora apagados, y pacientes criados devolvían los libros a lugar seguro más allá de las paredes de cristal.

Sacudiéndose la fatiga, Shallan contó las filas. Todavía había luz en la salita de Jasnah.

—Me gustaría usar aquella sala de allí —dijo, señalando el balcón de al lado.

—¿Tienes un chit de admisión?

—Me temo que no.

—Entonces tendrás que alquilar el espacio si deseas usarlo regularmente. Dos marcocielos.

Con un respingo por el precio, Shallan rebuscó las esferas adecuadas y pagó. Sus monederos parecían deprimentemente más vacíos. Dejó que los porteros parshmenios la izaran hasta el nivel superior, y luego se acercó en silencio a la salita. Allí, usó todas las esferas restantes para llenar la enorme lámpara en forma de copa. Para conseguir suficiente luz, se vio obligada a usar esferas de los nueve colores y los tres tamaños, así que la iluminación era difusa y variada.

Shallan se asomó al balcón para ver el de al lado. Jasnah estaba sentada estudiando, ajena a la hora, su cuenco lleno hasta arriba de puros broams de diamantes. Eran lo mejor para iluminar, pero menos útiles para animar, así que no eran tan valiosos.

Shallan dio media vuelta. Había un lugar en el mismo filo de la mesa donde podía sentarse sin que la viera Jasnah, así que lo ocupó. Tal vez debería de haber elegido un reservado en otro nivel, pero quería vigilar a la mujer. Era de esperar que Jasnah se pasara semanas estudiando ahí. Tiempo suficiente para que Shallan se dedicara a memorizar ferozmente. Su habilidad para memorizar imágenes y escenas no funcionaba tan bien con los textos, pero podía aprender listas y hechos a un ritmo que resultaba notable para sus tutoras.

Se sentó, sacó los libros y los ordenó. Se frotó los ojos. Era muy tarde, pero no tenía tiempo que perder. Jasnah había dicho que podía hacerle otra solicitud cuando los huecos de su conocimiento estuvieran llenos. Bien, Shallan pretendía rellenarlos en tiempo récord, y luego volver a presentarse. Lo haría cuando Jasnah estuviera preparada para marcharse de Kharbranth.

Era un gesto desesperado, tan frágil que podría fracasar con cualquier circunstancia. Tras inspirar profundamente, Shallan abrió el primero de los libros de historia.

—Nunca voy a librarme de ti, ¿no? —preguntó una suave voz femenina.

Shallan se puso en pie de un salto y estuvo a punto de derribar sus libros cuando dio media vuelta hacia la puerta. Jasnah Kholin estaba allí, el vestido azul oscuro bordado de plata, su brillo de seda reflejando la luz de las esferas de Shallan. La animista estaba cubierta por un guante negro sin dedos para bloquear las brillantes gemas.

—Brillante —dijo Shallan, levantándose y haciendo una torpe reverencia a toda prisa—. No pretendía molestarte. Yo…

Jasnah la hizo callar con un gesto. Se hizo a un lado mientras un parshmenio entraba en la salita, portando una silla. La colocó junto a la mesa de Shallan, y Jasnah se acercó y se sentó.

Shallan trató de juzgar el estado de ánimo de Jasnah, pero las emociones de la otra mujer eran imposibles de descifrar.

—Sinceramente, no quería molestarte.

—Soborné a los sirvientes para que me avisaran si regresabas al Velo —dijo Jasnah como quien no quiere la cosa, cogiendo uno de los tomos de Shallan y leyendo el titulo—. No quería que volvieran a interrumpirme.

—Yo… —Shallan agachó la cabeza, ruborizándose profundamente.

—No te molestes en pedir disculpas —dijo Jasnah. Parecía cansada, más cansada de lo que se sentía Shallan. Repasó los libros—. Una buena selección. Elegiste bien.

—No fue decisión mía. Es lo que tenía el mercader.

—¿Pretendías estudiar su contenido rápidamente? —musitó Jasnah—. ¿Para tratar de impresionarme una última vez antes de que me marche de Kharbranth?

Shallan vaciló, y luego asintió.

—Un plan astuto. Tendría que haber puesto una restricción temporal a tu nueva solicitud —miró a Shallan, valorándola—. Eres muy decidida. Eso es bueno. Y sé por qué deseas tan desesperadamente ser mi pupila.

Shallan se sobresaltó. ¿Lo sabía?

—Tu casa tiene muchos enemigos —continuó Jasnah—, y tu padre no se deja ver. Será difícil que te cases bien sin una alianza táctica estable.

Shallan se relajó, aunque trató de que no se le notara.

—Déjame ver tu zurrón.

Shallan frunció el ceño, resistiendo la urgencia de apretarlo contra su pecho.

—¿Brillante?

Jasnah extendió la mano.

—¿Recuerdas lo que dije sobre repetirme?

Reacia, Shallan lo entregó. Jasnah sacó con cuidado su contenido, alineando los pinceles, lápices, plumas, frascos de barniz, tinta, y disolvente. Colocó en fila los fajos de papel, los cuadernos y los dibujos terminados. Luego sacó los monederos de Shallan, advirtiendo que estaban vacíos. Miró la lámpara y contó su contenido. Alzó una ceja.

A continuación, empezó a repasar los dibujos. Primero, las hojas sueltas; se entretuvo con el que había hecho de ella. Shallan observó el rostro de la mujer. ¿Estaba complacida? ¿Sorprendida? ¿Insatisfecha por el tiempo que había pasado haciendo bocetos de marineros y criadas?

Por fin, Jasnah pasó al cuaderno de bocetos lleno de los dibujos de plantas y animales que Shallan había observado durante su viaje. Jasnah pasó más tiempo con esto, leyendo cada anotación.

—¿Por qué has hecho estos bocetos? —preguntó al final.

—¿Por qué, brillante? Bueno, porque quise.

Hizo una mueca. ¿Tendría que haber dicho algo profundo en cambio?

Jasnah asintió lentamente. Entonces se puso en pie.

—Tengo habitaciones en el Cónclave, concedidas por el rey. Recoge tus cosas y ve allí. Pareces agotada.

—¿Brillante? —preguntó Shallan, levantándose, sintiendo un escalofrío de excitación.

Jasnah se detuvo en la puerta.

—En nuestro primer encuentro, te tomé por una oportunista rural que buscaba solo aprovechar mi nombre para conseguir riquezas.

—¿Has cambiado de opinión?

—No —dijo Jasnah—, indudablemente hay algo de eso en ti. Pero cada uno de nosotros es muchas personas diferentes, y se puede saber mucho de una persona por lo que lleva consigo. Si ese cuaderno es alguna indicación, buscas el saber en tu tiempo libre por su propio bien. Eso es positivo. Es, quizás, el mejor argumento que podías hacer a tu favor.

»Si no puedo librarme de ti, entonces tal vez pueda darte algún uso. Ve y duerme. Mañana empezaremos temprano, y dividirás tu tiempo entre tu educación y en ayudarme con mis estudios.

Con esas palabras, Jasnah se retiró.

Shallan se quedó allí sentada, asombrada, cansada y parpadeando. Sacó una hoja de papel y escribió una rápida plegaria de agradecimiento, que quemaría más tarde. Luego recogió a toda prisa sus libros y fue a buscar a un criado para que fuera al
Placer del Viento
a recoger su baúl.

Había sido un día muy, muy largo. Pero había ganado. El primer paso se había completado.

Ahora empezaba su verdadera tarea.

«Diez personas, con espadas esquirladas encendidas, delante de una pared roja y blanca y negra.»

Recogido: Jesachev, año 1173,12 segundos antes de la muerte. Sujeto: uno de nuestros propios fervorosos, escuchado en sus últimos momentos.

Kaladin no había sido asignado al Puente Cuatro por casualidad. De todas las cuadrillas, la del Puente Cuatro era la que tenía mayor promedio de bajas. Eso era particularmente notable, considerando que las cuadrillas medias perdían de un tercio a la mitad de sus hombres en cada ocasión.

Kaladin estaba sentado al aire libre, la espalda apoyada en la pared del barracón, mojado por la llovizna. No era una alta tormenta. Solo una lluvia corriente de primavera. Suave. Una tímida prima de las grandes tormentas.

Syl estaba sentada en su hombro. O flotaba sobre él. Lo que fuera. No parecía tener peso. Kaladin estaba sentado con la barbilla contra el pecho, mirando un agujerito en la piedra que se llenaba lentamente de agua de lluvia.

Debería de haber entrado en el barracón del Puente Cuatro. Era frío y sin mueble alguno, pero lo protegería de la lluvia. Pero… no le importaba. ¿Cuánto tiempo llevaba ya en el Puente Cuatro? ¿Dos semanas? ¿Tres? ¿Una eternidad?

De los veinticinco hombres que habían sobrevivido a su primera misión en el puente, veintitrés estaban ya muertos. Dos habían sido trasladados a otras cuadrillas porque habían hecho algo que satisfizo a Gaz, pero habían muerto allí. Solo quedaban otro hombre y Kaladin. Dos de casi cuarenta.

Las cuadrillas habían sido rellenadas con más desgraciados, y la mayoría habían muerto también. Habían sido sustituidos. Muchos de esos murieron. Se había elegido un jefe de puente tras otro, supuestamente un puesto favorecido, siempre con la posibilidad de correr en los mejores lugares. En el Puente Cuatro no importaba.

Algunas acciones con el puente no eran tan malas. Si los alezi llegaban antes que los parshendi, no moría ningún hombre de los puentes. Y si llegaban demasiado tarde, a veces otro alto príncipe estaba allí ya. Sadeas no ayudaba en ese caso; cogía su ejército y volvía al campamento. Incluso en una mala carrera, los parshendi a menudo elegían concentrar sus flechas en ciertas cuadrillas, tratando de abatir al completo de una sola vez. A veces caían docenas de hombres, pero ni uno solo del Puente Cuatro.

Eso era extraño. Por algún motivo, el Puente Cuatro siempre parecía ser el objetivo. Kaladin no se molestaba en aprender los nombres de sus compañeros. Ninguno de los hombres del puente lo hacía. ¿Qué sentido tenía? Aprende el nombre de un hombre, y uno de los dos estará muerto antes de que pase una semana. Las probabilidades eran que los dos estaríais muertos. Tal vez debería aprenderse los nombres. Así tendría a alguien con quien hablar en Condenación. Podrían recordar lo terrible que fue el Puente Cuatro, y coincidir con que los fuegos eternos eran mucho más agradables.

Sonrió aturdido, todavía contemplando la roca que tenía delante. Gaz vendría a por ellos pronto, para enviarlos a trabajar. Fregar letrinas, limpiar calles, vaciar establos, recoger piedras. Algo que mantuviera sus mentes apartadas de su destino.

Seguía sin saber por qué luchaban en esas violentas mesetas. Algo referido a aquellas grandes crisálidas. Tenían gemas en sus corazones, al parecer. ¿Pero qué tenía eso que ver con el Pacto de la Venganza?

Otro hombre de la cuadrilla, un joven veden de pelo rubio rojizo, yacía cerca, mirando el cielo lluvioso. El agua se arremolinaba en las comisuras de sus ojos marrones y luego le corría por la cara. No parpadeaba.

No podían huir. El campamento de guerra bien podría haber sido una prisión. Los hombres de los puentes podían acudir a los mercaderes y gastar sus exiguas ganancias en vino barato o putas, pero no podían salir del campamento. El perímetro era inexpugnable. En parte, para impedir que entraran los soldados de los otros campamentos: siempre estallaba la rivalidad cuando se congregaban los ejércitos. Pero sobre todo para que los esclavos y hombres de los puentes no pudieran escapar.

¿Por qué? ¿Por qué tenía que ser todo esto tan horrible? Nada tenía sentido. ¿Por qué no dejar que unos cuantos hombres corrieran delante de los puentes con escudos para interceptar las flechas? Lo había preguntado, y le dijeron que eso los retrasaría demasiado. Volvió a preguntar, y le dijeron que lo colgarían si no cerraba la boca.

Los ojos claros actuaban como si todo este lío fuera una especie de juego grandioso. Si lo era, las reglas eran desconocidas por los hombres de los puentes, que solo eran piezas en un tablero del que no tenían ni idea de cuál podría ser la estrategia del jugador.

—¿Kaladin? —preguntó Syl, flotando hasta posarse en su pierna, manteniendo la forma de muchachita con el largo vestido fluyendo en la niebla—. ¿Kaladin? Llevas sin hablar varios días.

Él siguió sin decir nada, desplomado. Había una salida. Los hombres del puente podían visitar el abismo más cercano al campamento. Había reglas que lo prohibían, pero los centinelas las ignoraban. Se consideraba la única merced que podía concederse a los hombres de los puentes.

Los hombres que seguían ese camino no regresaban nunca.

—¿Kaladin? —dijo Syl, la voz suave, preocupada.

—Mi padre solía decir que hay dos tipos de gente en el mundo —susurró Kaladin, la voz rasposa—. Decía que estaban los que quitaban vidas. Y los que las salvaban.

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