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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (27 page)

BOOK: El camino de los reyes
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Gaz se calló. El Abismo del Honor. Bajó su cesta de metal y no puso más objeciones. Los hombres que tomaban ese camino recibían cierta deferencia.

Kaladin continuó cruzando el patio.

—Alteza —llamó Gaz.

Kaladin se volvió.

—Deja las sandalias y el chaleco. No quiero tener que enviar a alguien allá abajo a recuperarlos.

Kaladin se quitó el chaleco y lo dejó caer al suelo mojado, y luego abandonó las sandalias en un charco. Se quedó con una camisa sucia y unos tiesos pantalones marrones, ambos tomados de un muerto.

Kaladin se dirigió a la zona este del aserradero. Los truenos rugían al oeste. El camino que conducía a las Llanuras Quebradas le resultaba ya familiar. Lo había recorrido una docena de veces con las cuadrillas del puente. No había batalla todos los días (quizás una cada dos o tres), y no muchas cuadrillas tenían que cargar siempre. Pero muchas de las cargas eran tan agotadoras, tan horribles, que dejaban a los hombres aturdidos, casi sin respuesta, durante los días siguientes.

Muchos hombres tenían problemas para tomar decisiones. Lo mismo sucedía a los que sorprendía la batalla. Kaladin sentía esos efectos también. Incluso decidir venir al abismo había sido difícil.

Pero los ojos ensangrentados de aquel muchacho sin nombre lo acosaban. No estaba dispuesto a soportar de nuevo una cosa igual. No podía.

Llegó a la base de la pendiente, la lluvia impulsada por el viento salpicándole la cara como si intentara empujarlo de vuelta al campamento. Continuó, hasta acercarse al abismo más cercano. El Abismo del Honor, lo llamaban los hombres de los puentes, pues era el lugar donde podían tomar la única decisión que les quedaba. La decisión «honorable». La muerte.

Estos abismos no eran naturales. Este empezaba estrecho, pero a medida que se extendía hacia el este, se volvía más ancho, y más profundo, de manera increíblemente rápida. Con solo tres metros de largo, la grieta era lo bastante amplia para que fuera difícil saltar. Un grupo de seis escalas de cuerda con peldaños de madera, clavada a la roca, era utilizado por los hombres enviados a saquear las pertenencias de los cadáveres que habían caído a los abismos durante las cargas.

Kaladin contempló las llanuras. No podía ver gran cosa a través de la oscuridad y la lluvia. No, este lugar no era natural. Habían roto la tierra. Y ahora la tierra rompía a la gente que venía a ella. Kaladin dejó atrás las escalas, un poco más allá del borde del abismo. Entonces se sentó, las piernas colgando del borde, mirando hacia abajo mientras la lluvia caía a su alrededor y las gotas se zambullían en las oscuras profundidades.

A ambos lados, los cremlinos más aventureros habían dejado ya sus cubiles y correteaban alimentándose de las plantas que lamían el agua de lluvia. Lirin le había explicado una vez que las lluvias de las altas tormentas eran ricas en nutrientes. Los guardatormentas de Kholinar y Vedenar habían demostrado que las plantas a las que se suministraba agua de tormenta se desarrollaban más que las que recibían agua de lagos o ríos. ¿Cómo era que a los científicos les entusiasmara tanto descubrir hechos que los granjeros conocían desde hacía generaciones y generaciones?

Kaladin contempló las gotas de agua que caían hacia el olvido en la grieta. Pequeñas saltadoras suicidas. Miles y miles de ellas. Millones y millones. ¿Quién sabía qué les esperaba en la oscuridad? No se podía ver, no se podía saber, hasta que te unieras a ellas. Saltar al vacío y dejar que el viento te empujara hacia abajo…

—Tenías razón, padre —susurró Kaladin—. No se puede detener una tormenta soplando más fuerte. No se puede salvar a los hombres matando a otros. Todos tendríamos que convertirnos en cirujanos. Hasta el último de nosotros…

Estaba farfullando. Pero, extrañamente, su mente parecía más despejada ahora que en las últimas semanas. Tal vez era la claridad de la perspectiva. La mayoría de los hombres se pasaban toda la vida preguntándose por el futuro. Bueno, ese futuro estaba ahora vacío. Así que se volvió hacia el pasado, y pensó en su padre, pensó en Tien, en sus decisiones.

Antaño, su vida había parecido sencilla. Eso fue antes de perder a su hermano, antes de haber sido traicionado en el ejército de Amaram. ¿Volvería Kaladin a aquellos días inocentes, si pudiera? ¿Preferiría fingir que todo era sencillo?

No. No había tenido una caída sencilla, como esas gotas. Se había ganado sus cicatrices. Había rebotado en las paredes, se había golpeado la cara y las manos. Había matado a hombres inocentes por accidente. Había caminado junto a personas que tenían corazones como carbones ennegrecidos, adorándolas. Había caído y escalado y caído y caminado a trompicones.

Y ahora estaba aquí. Al final de todo. Comprendiendo mucho más, pero de algún modo sin sentirse más sabio. Se puso en pie en el borde del abismo, y pudo sentir la decepción de su padre flotando a su alrededor, igual que los truenos en las alturas.

Puso un pie en el vacío.

—¡Kaladin!

Se detuvo al oír la voz suave pero penetrante. Una forma transparente flotaba en el aire, acercándose a través de la lluvia cada vez más débil. La figura avanzó, luego se hundió, después volvió a elevarse, como si llevara algo pesado. Kaladin retiró el pie y extendió la mano. Syl se posó en ella sin más ceremonias, con forma de anguila aérea que llevaba algo oscuro en la boca.

Cambió a la forma familiar de la mujer joven, el vestido aleteando entre sus piernas. En los brazos tenía una estrecha hoja verde oscuro con una punta dividida en tres. Acónito negro.

—¿Qué es esto? —preguntó Kaladin.

Ella parecía agotada.

—¡Estas cosas pesan! —Alzó la hoja—. ¡La traje para ti!

Él cogió la hoja con dos dedos. Acónito negro. Veneno.

—¿Por qué me traes esto? —preguntó con brusquedad.

—Yo creía… —dijo ella, con timidez—. Bueno, guardabas aquellas otras hojas con tanto cuidado. Luego las perdiste cuando trataste de ayudar a ese hombre en las jaulas de esclavos. Pensé que te haría feliz tener otra.

Kaladin casi se echó a reír. Ella no tenía ni idea de lo que había hecho al traerle una hoja del veneno natural más letal de Roshar porque quería hacerlo feliz. Era ridículo. Y enternecedor.

—Todo pareció salir mal cuando perdiste esa hoja —dijo Syl en voz baja—. Antes de eso, luchabas.

—Fracasé.

Ella se acharó, arrodillada sobre su palma, la brumosa falda entre las piernas, las gotas de lluvia la atravesaban y hacían ondular su forma.

—¿Entonces no te gusta? Volé hasta tan lejos… Casi me olvidé de mí misma. Pero regresé. Regresé, Kaladin.

—¿Por qué? —suplicó él—. ¿Qué te importa?

—Porque me importa —respondió ella, ladeando la cabeza—. Te observé ¿sabes? En aquel ejército. Siempre buscabas a los hombres jóvenes y sin entrenar y los protegías, aunque eso te pusiera en peligro. Puedo recordarlo. Apenas, pero me acuerdo.

—Les fallé. Ahora están muertos.

—Habrían muerto más rápidamente sin ti. Hiciste que tuvieran una familia en el ejército. Recuerdo su gratitud. Es lo que me atrajo en primer lugar. Los ayudaste.

—No —dijo él, sujetando el acónito negro entre los dedos—. Todo lo que toco se marchita y muere. —Se tambaleó en el filo del precipicio. Los truenos rugían en la distancia.

—Esos hombres de la cuadrilla —susurró Syl—. Podrías ayudarlos.

—Demasiado tarde. —Cerró los ojos, pensando en el muchacho muerto de antes—. Es demasiado tarde. He fracasado. Están muertos. Todos van a morir, y no hay salida.

—¿Por qué no intentarlo una vez más, entonces? —su voz era suave, pero de algún modo era más fuerte que la tormenta—. ¿Qué mal haría? No puedes fracasar esta vez, Kaladin. Lo has dicho. Todos van a morir de todas formas.

El pensó en Tien, en sus ojos muertos mirando hacia arriba.

Ella siguió hablando.

—No sé qué quieres decir la mayor parte de las veces cuando hablas —dijo ella—. Mi mente está muy nublada. Pero me parece que si te preocupa lastimar a la gente, no deberías tener miedo de ayudar a los hombres del puente. ¿Qué más podrías hacerles?

—Yo…

—Un intento más, Kaladin —susurró Syl—. Por favor. Un intento más…

Los hombres acurrucados en el barracón sin apenas una manta que considerar propia. Asustados de la tormenta. Asustados unos de otros. Asustados de lo que pudiera traer el día siguiente.

Un intento más…

Kaladin pensó en sí mismo, llorando por la muerte de un muchacho al que ni siquiera había tratado de ayudar. Un intento más.

Kaladin abrió los ojos. Estaba helado y mojado, pero sentía que una cálida y diminuta llama de determinación lo iluminaba. Cerró la mano, aplastando el acónito negro, y luego la dejó caer a un lado, sobre el abismo. Bajó la otra mano, que había estado sujetando a Syl.

Ella revoloteó en el aire, ansiosa.

—¿Kaladin?

Él se apartó del abismo, los pies descalzos chapoteando en los charcos y pisando sin que le importaran las enredaderas de los rocapullos. La pendiente por la que había venido estaba llena de plantas planas, como pizarras, que se habían abierto igual que libros a la lluvia, sus hojas rizadas rojas y verdes conectando las dos mitades. Vidaspren (puntitos de luz verde, más brillantes que Syl pero pequeños como esporas) danzaban entre las plantas, esquivando las gotas de lluvia.

Kaladin echó a andar, el agua salpicaba a su alrededor en ríos diminutos. Regresó al patio del puente. Estaba vacío a excepción de Gaz, que ataba una lona suelta.

Kaladin había cruzado casi toda la distancia que lo separaba del hombre antes de que este reparara en él. El delgado sargento hizo una mueca.

—¿Demasiado cobarde para acabar de una vez, alteza? Bueno, si crees que voy a devolver…

Se interrumpió con un sonido ahogado cuando Kaladin se abalanzó hacia delante y lo agarró por el cuello. Gaz alzó un brazo, sorprendido, pero Kaladin lo apartó y le puso una zancadilla y lo hizo caer al suelo lleno de lodo, levantando un torrente de agua. Los ojos de Gaz se abrieron como platos de sorpresa y dolor, mientras la presión de Kaladin en su garganta empezaba a estrangularlo.

—El mundo acaba de cambiar, Gaz —dijo Kaladin, acercándose—. Morí en ese abismo. Ahora tienes que tratar con mi espíritu vengativo.

Rebulléndose, Gaz miró frenéticamente a su alrededor en busca de una ayuda que no estaba allí. Kaladin no tuvo ningún problema para sujetarlo. Había una cosa buena en cargar puentes: si sobrevivías lo suficiente, desarrollabas músculos.

Kaladin soltó levemente el cuello de Gaz, permitiéndole que jadeara. Entonces se acercó más.

—Vamos a empezar de nuevo, tú y yo. Y quiero que comprendas una cosa desde el principio. Ya estoy muerto. No puedes hacerme daño. ¿Lo entiendes?

Gaz asintió lentamente y Kaladin le permitió otra bocanada de aire helado y húmedo.

—El Puente Cuatro es mío —dijo Kaladin—. Puedes asignarnos tareas, pero yo soy el jefe del puente. El otro murió hoy, así que tienes que elegir uno nuevo de todas formas. ¿Entendido?

Gaz volvió a asentir.

—Aprendes rápido —dijo Kaladin, dejando que el hombre respirara libremente. Dio un paso atrás, y Gaz se puso en pie, vacilante. Había odio en sus ojos, pero estaba velado. Parecía preocupado por algo…, algo más que las amenazas de Kaladin.

—Quiero dejar de pagar mi deuda de esclavo —dijo Kaladin—. ¿Cuánto sacan los hombres del puente?

—Dos marcoclaros al día —respondió Gaz, mirándole con el ceño fruncido y frotándose el cuello.

De modo que un esclavo ganaría la mitad. Un marco diamante. Una miseria, pero Kaladin la necesitaría. También necesitaría mantener a Gaz en cintura.

—Empezaré a cobrar mi sueldo, pero tú te llevarás un marco de cada cinco.

Gaz se sobresaltó y lo miró a la tenue luz.

—Por tus esfuerzos —dijo Kaladin.

—¿Qué esfuerzos?

Kaladin se le acercó.

—Tus esfuerzos por mantener la Condenación apartada de mí. ¿Entendido?

Gaz volvió a asentir. Kaladin se retiró. Odiaba malgastar dinero en un soborno, pero Gaz necesitaba un recordatorio consistente y repetitivo de por qué debería evitar que mataran a Kaladin. Un marco cada cinco días no era un gran recordatorio, pero para un hombre que estaba dispuesto a arriesgarse a salir en mitad de una alta tormenta por proteger sus esferas, podría ser suficiente.

Kaladin regresó al pequeño barracón del Puente Cuatro y abrió la gruesa puerta de madera. Los hombres estaban acurrucados dentro, tal como los había dejado. Pero algo había cambiado. ¿Siempre habían parecido tan patéticos?

Sí. Lo habían parecido. Kaladin era quien había cambiado, no ellos. Sintió una extraña descolocación, como si se hubiera permitido olvidar, aunque solo en parte, los últimos nueve meses. Retrocedió en el tiempo para estudiar al hombre que había sido. El hombre que todavía había luchado, y luchado bien.

No podía ser de nuevo ese hombre (no podía borrar las cicatrices) pero sí podía aprender de ese hombre, igual que un nuevo jefe de pelotón aprendía de los generales victoriosos del pasado. Kaladin Benditormenta estaba muerto, pero Kaladin el del Puente era de la misma sangre. Un descendiente con potencial.

Kaladin se acercó a la primera figura acurrucada. El hombre no dormía: ¿quién podía hacerlo en una alta tormenta? Dio un respingo cuando Kaladin se arrodilló a su lado.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Kaladin. Syl se acercó revoloteando y estudió el rostro del hombre, que no podía verla.

El hombre era mayor, con mejillas hundidas, ojos marrones y pelo canoso muy corto. Su barba era corta y no tenía marca de esclavo.

—¿Tu nombre? —repitió Kaladin con firmeza.

—Que te lleve la tormenta —respondió el hombre, dándose la vuelta.

Kaladin vaciló, pero luego se acercó de nuevo y dijo en voz baja:

—Mira, amigo. Puedes decirme tu nombre o seguiré molestándote. Sigue negándote, y te arrastraré a esa tormenta y te colgaré de una pierna sobre el abismo hasta que me lo digas.

El hombre miró por encima del hombro. Kaladin asintió lentamente, sosteniéndole la mirada.

—Teft —dijo por fin—. Me llamo Teft.

—Eso no ha sido demasiado difícil —dijo Kaladin, tendiendo la mano—. Yo soy Kaladin. Tu jefe de puente.

El hombre vaciló, luego aceptó la mano tendida, frunciendo confundido el ceño. Kaladin lo recordaba vagamente. Llevaba algún tiempo en la cuadrilla, unas cuantas semanas al menos. Antes de eso, había estado en otra cuadrilla. Uno de los castigos a los hombres de los puentes que cometían infracciones en el campamento consistía en ser transferidos al Puente Cuatro.

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