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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (31 page)

BOOK: El camino de los reyes
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—Volvió a suceder anoche —le dijo en voz baja a Renarin—. Durante la alta tormenta.

—Lo sé —contestó Renarin, la voz medida, controlada. Siempre hacía una pausa antes de responder a una pregunta, como si probara las palabras en su mente. Algunas mujeres que Adolin conocía decían que la forma de ser de Renarin las hacía sentirse como si las estuviera diseccionando con su mente. Temblaban cuando hablaban de él, aunque Adolin nunca había encontrado incómodo a su hermano menor.

—¿Qué crees que significan? —preguntó Adolin, hablando en voz baja para que solo Renarin pudiera oírlo—. Los…, episodios de padre.

—No lo sé.

—Renarin, no podemos seguir ignorándolos. Los soldados hablan. ¡Los rumores se extienden por los diez ejércitos!

Dalinar Kholin se estaba volviendo loco. Cada vez que se producía una alta tormenta, caía al suelo y empezaba a temblar. Luego empezaba a farfullar. A menudo, se levantaba, los ojos azules desencajados y salvajes, y estremecía y agitaba. Adolin tenía que sujetarlo para que no se hiciera daño a sí mismo ni a los demás.

—Ve cosas —dijo Adolin—. O cree que las ve.

El abuelo de Adolin había sufrido delirios. Cuando envejeció, creyó que había vuelto a la guerra. ¿Era eso lo que le había ocurrido a Dalinar? ¿Estaba reviviendo batallas de juventud, los días en que había ganado su fama? ¿O era aquella terrible noche la que veía una y otra vez, la noche en que su hermano fue asesinado por el asesino de blanco? ¿Y por qué mencionaba tan a menudo a los Caballeros Radiantes después de sus episodios?

Todo aquello hacía que Adolin se sintiera enfermo. Dalinar era el Aguijón Negro, un genio en el campo de batalla, una leyenda viviente. Juntos, su hermano y él habían reunificado a los altos príncipes de Alezkar en guerra después de siglos de lucha. Había derrotado a incontables caballeros en duelo, había ganado docenas de batallas. Todo el reino se miraba en él. Y ahora esto.

¿Qué hacías, como hijo, cuando el hombre al que amabas (el hombre vivo más grande) empezaba a perder la cabeza?

Sadeas hablaba de una victoria reciente. Había ganado otra gema corazón hacía dos días, y parecía que el rey no se había enterado. Adolin se tensó al oírlo alardear.

—Deberíamos irnos atrás —dijo Renarin.

—Tenemos suficiente rango para estar aquí —repuso Adolin.

—No me gusta cómo te pones cuando estás cerca de Sadeas.

«Tenemos que vigilar a ese hombre, Renarin —pensó Adolin—. Sabe que padre está debilitándose. Intentará golpear.» No obstante, Adolin se obligó a sonreír. Trataba de parecer relajado y confiado delante de Renarin. Normalmente, eso no era difícil. Pasaría felizmente toda su vida librando duelos, retozando y cortejando a la chica bonita de turno. Últimamente, sin embargo, la vida no parecía dispuesta a dejarlo disfrutar de sus placeres sencillos.

—… modelo de valor, Sadeas —estaba diciendo el rey—. Has hecho muy bien al capturar las gemas corazón. Te felicito.

—Gracias, majestad. Aunque la competición se vuelve aburrida, ya que alguna gente no parece interesada en participar. Supongo que incluso las mejores armas acaban por estancarse.

Dalinar, que en otro momento tal vez habría respondido a la velada acusación, no dijo nada. Adolin apretó los dientes. Era vergonzoso que Sadeas le lanzara indirectas a su padre en su situación actual. Tal vez Adolin debería retar a aquel bastardo pomposo. No se libran duelos con los altos príncipes: era algo que no se hacía a menos que estuvieras dispuesto a causar un gran escándalo. Pero tal vez él lo estaba. Tal vez…

—Adolin… —advirtió Renarin.

Adolin miró hacia el lado. Extendió la mano, como para invocar su espada. En cambio, sujetó las riendas con la mano. «La tormenta te maldiga —pensó—. Deja en paz a mi padre.»

—¿Por qué no hablamos de la cacería? —dijo Renarin. Como de costumbre, el más joven de los Kholin cabalgaba con la espalda recta y la postura perfecta, los ojos ocultos tras sus gafas, un modelo de decoro y solemnidad—. ¿No estás emocionado?

—Bah —respondió Adolin—. Las cacerías nunca me han parecido tan interesantes como dice todo el mundo. No me importa lo grande que sean las bestias. Al final, es solo una carnicería.

Pero los duelos, esos sí que eran emocionantes. La sensación de la hoja esquirlada en tu mano, de enfrentarse a alguien habilidoso, dotado y cuidadoso. Hombre contra hombre, fuerza contra fuerza, mente contra mente. Cazar a una bestia estúpida no podía compararse con eso.

—Tal vez deberías haber invitado a Janala —dijo Renarin.

—No habría venido. No después…, bueno, ya sabes. Rilla se mostró muy expresiva ayer. Fue mejor marcharse.

—Tendrías que haberla tratado mejor —dijo Renarin, como desaprobando su conducta.

Adolin murmuró una evasiva. No era culpa suya que sus relaciones se consumieran tan rápidamente. Bueno, técnicamente, esta vez sí era culpa suya. Pero no era corriente. Esto era solo una rareza.

El rey empezó a quejarse por algo. Renarin y Adolin se habían quedado atrás, y Adolin no podía oír lo que decía.

—Acerquémonos —dijo, espoleando a su caballo.

Renarin puso los ojos en blanco, pero lo siguió.

«Únelos.»

La palabra zumbó en la mente de Dalinar. No podría librarse de ella. Lo consumía mientras montaba a
Galante
por una rocosa meseta de las Llanuras Quebradas.

—¿No tendríamos que haber llegado ya? —preguntó el rey.

—Todavía estamos a dos o tres mesetas del sitio de caza, majestad —dijo Dalinar, distraído—. Será otra hora, tal vez, observando los protocolos adecuados. Si tuviéramos un punto de observación, quizá podríamos ver el pabellón de…

—¿Un punto de observación? ¿No valdría esa formación rocosa de ahí delante?

—Supongo —dijo Dalinar, inspeccionando la roca, parecida a una torre—. Podríamos enviar exploradores a comprobarlo.

—¿Exploradores? Bah. Necesito una carrera, tío. Te apuesto cinco broams completos a que puedo ganarte hasta la cima.

Y con esas palabras, el rey echó a galopar con un tronar de cascos, dejando atrás a un asombrado grupo de ojos claros, ayudantes, y guardias.

—¡Tormentas! —maldijo Dalinar, espoleando a su caballo—. ¡Adolin, tienes el mando! Asegura la siguiente meseta, por si acaso.

Su hijo, que venía detrás, asintió bruscamente. Dalinar galopó tras el rey, una figura de armadura dorada y larga capa azul. Los cascos de los caballos resonaron contra la piedra, las formaciones rocosas quedaron atrás. Por delante, la empinada aguja de roca se alzaba en la meseta. Esas formaciones eran comunes aquí en las Llanuras Quebradas.

«Maldito muchacho.» Dalinar seguía considerando a Elhokar un muchacho, aunque el rey tenía veintisiete años. Pero a veces actuaba como un chiquillo. ¿Por qué no podía advertirlo de antemano antes de lanzarse a una de estas acciones?

Con todo, mientras cabalgaba, Dalinar admitió para sí que le sentaba bien cabalgar libremente, el yelmo quitado, el rostro al viento. Su pulso se aceleró cuando se sumergió en la carrera, y perdonó su impetuoso principio. Por el momento, Dalinar se permitió olvidar sus preocupaciones y las palabras que resonaban en su cabeza.

¿El rey quería una carrera? Bien, Dalinar le daría una carrera.

Lo adelantó. El corcel de Elhokar era de buena raza, pero nunca podría igualar a
Galante
, que era un ryshadio puro, dos manos más alto y mucho más fuerte que un caballo corriente. Los animales escogían a sus jinetes, y solo una docena de hombres en todos los campamentos de guerra eran tan afortunados. Dalinar era uno, Adolin otro.

En cuestión de segundos, Dalinar llegó a la base de la formación. Saltó de la silla mientras
Galante
seguía en movimiento. Cayó con fuerza, pero la armadura esquirlada absorbió el impacto, aplastando la piedra bajo sus botas de metal mientras se detenía. Los hombres que no habían usado jamás la armadura (sobre todo aquellos que estaban acostumbrados a su primo inferior, la simple cota o el peto) nunca podrían comprender. La esquirlada no era solo una armadura. Era mucho más.

Corrió hacia el pie de la formación rocosa mientras Elhokar galopaba detrás, Dalinar saltó, las piernas ayudadas por la armadura lo impulsaron unos dos metros y agarró un asidero en la piedra. Con un tirón, se aupó, usando la fuerza de muchos hombres que le concedía la armadura. La Emoción de la competición empezó a alzarse en su interior. No era tan aguda como la Emoción de la batalla, pero sí un sustituto digno.

La roca crujió bajo él. Elhokar había empezado a escalar también. Dalinar no miró hacia abajo. Mantuvo los ojos fijos en la pequeña plataforma natural que había en lo alto de la formación de doce metros. Se agarró con los dedos recubiertos de acero, buscando un asidero tras otro. Los guanteletes cubrían sus manos, pero la antigua armadura de algún modo transfería la sensación a sus dedos. Era como si llevara puestos unos finos guantes de cuero.

Un sonido de roce llegó desde la derecha, acompañado de una voz que maldecía entre dientes. Elhokar había tomado un camino distinto, esperando adelantarlo, pero había encontrado una sección sin asideros arriba. Su avance quedaba frenado.

La armadura dorada del rey chispeó mientras miraba a Dalinar. Elhokar apretó los dientes y miró hacia arriba, y entonces se lanzó con un poderoso salto hacia un saliente.

«Muchacho alocado», pensó Dalinar, viendo cómo el rey parecía colgar en el aire durante un momento antes de agarrarse a la roca saliente. Entonces el rey se aupó y continuó escalando.

Dalinar se movió furiosamente, la piedra rechinando bajo sus dedos de metal, las lascas cayendo libres. El viento agitaba su capa. Se esforzó, insistió, y consiguió adelantar al rey. La cima estaba a pocos metros de distancia. La Emoción le cantaba. Buscaba el objetivo, decidido a ganar. No podía perder. Tenía que…

«Únelos.»

Vaciló, sin saber por qué, y dejó que su sobrino lo adelantara.

Elhokar se aupó a la formación rocosa, y soltó una carcajada triunfal. Se volvió hacia Dalinar y extendió una mano.

—¡Por los vientos de las tormentas, tío, sí que has hecho una buena carrera! Al final, creí que ibas a ganarme.

El triunfo y la alegría en el rostro de Elhokar provocaron una sonrisa en Dalinar. El joven necesitaba victorias. Incluso las pequeñas le harían bien. Los glorispren, como diminutos globos de luz dorada transparente, empezaron a cobrar existencia a su alrededor, atraídos por su sensación de éxito. Bendiciéndose a sí mismo por haber vacilado, Dalinar aceptó la mano del rey, dejando que Elhokar lo ayudara a subir. Apenas había suficiente espacio en lo alto de la torre natural para ambos.

Tras inspirar profundamente, Dalinar le dio una fuerte palmada en la espalda. El metal resonó contra el metal.

—Ha sido una buena competición, majestad. Y lo has hecho muy bien.

El rey sonrió. Su armadura dorada brillaba al sol de mediodía. Tenía la visera alzada, revelando sus ojos amarillo claro, su fuerte nariz y un rostro lampiño que era casi demasiado guapo, con sus labios carnosos, la ancha frente y la barbilla firme. Gavilar había tenido también aquel aspecto antes de sufrir la rotura de la nariz y aquella terrible cicatriz en la barbilla.

Bajo ellos, la Guardia de Cobalto y algunos de los ayudantes de Elhokar se acercaban a caballo, incluido Sadeas. Su armadura brillaba en rojo, aunque no era un portador de esquirlada completo: solo tenía la armadura, no la espada.

Dalinar alzó la mirada. Desde esta altura, podía contemplar una gran poción de las Llanuras Quebradas y experimentó un extraño momento de familiaridad. Sentía como si hubiera estado antes en este punto de observación, contemplando un paisaje roto.

El momento pasó en un latido.

—Allí —dijo Elhokar, señalando con una mano recubierta por el guantelete dorado—. Puedo ver nuestro destino.

Dalinar se cubrió los ojos y detectó un gran pabellón de lona a tres mesetas de distancia donde ondeaba la bandera del rey. Anchos puentes permanentes conducían hasta aquel lugar; estaban relativamente cerca del lado alezi de las Llanuras Quebradas, en mesetas que el propio Dalinar mantenía. Un abismoide que vivía aquí era su presa, la riqueza de su corazón su privilegio.

—Tenías razón una vez más, tío —dijo Elhokar.

—Intento que eso sea una costumbre.

—Supongo que no puedo echarte la culpa por eso. Aunque pueda derrotarte en una carrera de vez en cuando.

Dalinar sonrió.

—Me siento joven de nuevo, persiguiendo a tu padre por algún ridículo desafío.

Los labios de Elhokar se tensaron en una fina línea, y los glorispren se desvanecieron. Mencionar a Gavilar lo llenaba de amargura: sentía que los demás lo comparaban desfavorablemente con el antiguo rey. Por desgracia, no se equivocaba.

Dalinar continuó rápidamente.

—Debemos haber parecido los diez locos, corriendo de esa forma. Deseo que me des más tiempo para preparar tu guardia de honor. Esto es una zona de guerra.

—Bah. Te preocupas demasiado, tío. Desde hace años los parshendi no han atacado desde tan cerca nuestro lado de las Llanuras.

—Bueno, parecías preocupado por tu seguridad hace dos noches.

Elhokar suspiró con fuerza.

—¿Cuántas veces debo explicártelo, tío? Puedo enfrentarme a soldados enemigos espada en mano. Es de lo que pueden enviar cuando no miramos, cuando todo está oscuro y silencioso, de lo que deberías intentar protegerme.

Dalinar no respondió. El nerviosismo, incluso la paranoia de Elhokar en lo referido a un posible asesinato era fuerte. ¿Pero quién podía reprochárselo, considerando lo que le había sucedido a su padre?

«Lo siento, hermano», pensó, como hacía cada vez que pensaba en la noche en que murió Gavilar. Solo, sin su hermano para protegerlo.

—He examinado ese asunto del que me hablaste —dijo Dalinar, espantando los malos recuerdos.

—¿Sí? ¿Y qué has descubierto?

—Me temo que no mucho. No había rastros de intrusos en tu balcón, y ninguno de los criados informó de que hubiera ningún extraño en la zona.

—Había alguien observándome en la oscuridad de la noche.

—Si es así, no han regresado, majestad. Y no dejaron huellas.

Elhokar parecía insatisfecho, y el silencio entre ellos aumentó. Abajo, Adolin se reunió con los exploradores y preparó el cruce de las tropas. Elhokar había protestado por cuántos hombres había traído Dalinar. La mayoría no serían necesarios en la cacería: los portadores de esquirlada, no los soldados, matarían a la bestia. Pero Dalinar se encargaría de que su sobrino estuviera protegido. Las incursiones parshendi se habían vuelto menos atrevidas durante los años de lucha (las escribas alezi calculaban que su número era una cuarta parte de su fuerza anterior, aunque era difícil juzgarlo), pero la presencia del rey podría ser suficiente para lanzarlos a un ataque intrépido.

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