Los vientos asaltaron a Dalinar, trayendo consigo aquella leve familiaridad que había experimentado unos minutos antes. Allí de pie en lo alto del pico, contemplando la desolación. Una sensación de horrible y sorprendente perspectiva.
«Eso es, pensó. Estuve en lo alto de una formación como esta. Sucedió durante…»
Durante una de sus visiones. La primera.
«Debes unirlos —le habían dicho las extrañas y resonantes palabras—. Tienes que prepararte. Hacer de tu pueblo una fortaleza de fuerza y paz, una muralla para resistir los vientos. Dejad de pelear y uníos. Se avecina la Tormenta Eterna.»
—Majestad —se encontró diciendo—. Yo…
Se interrumpió nada más empezar. ¿Qué podía decir? ¿Que había estado teniendo visiones? ¿Que, desafiando toda doctrina y todo sentido común, creía que esas visiones podían proceder del Todopoderoso? ¿Que pensaba que deberían retirarse del campo de batalla y regresar a Alezkar?
Pura locura.
—¿Tío? —preguntó el rey—. ¿Qué quieres?
—Nada. Vamos, regresemos con los demás.
Adolin enroscó en su dedo una de las riendas de piel de cerdo mientras montaba su caballo, esperando al siguiente grupo de exploradores y sus informes. Había conseguido apartar su mente de su padre y Sadeas, y reflexionaba cómo iba a explicar su ruptura con Rilla de un modo que le hiciera ganar alguna compasión por parte de Janala.
A Janala le encantaban los antiguos poemas épicos. ¿Podría formular la ruptura en términos dramáticos? Sonrió, pensando en sus exuberantes cabellos negros y su picara sonrisa. Ella había sido atrevida al abordarlo, aunque se sabía que estaba cortejando a otra. Podría utilizar eso también. Tal vez Renarin tenía razón, quizá debería de haberla visitado a la cacería. La perspectiva de luchar contra un conchagrande le habría parecido mucho más interesante si alguien hermoso y de largos cabellos lo estaba mirando…
—Los nuevos informes de los exploradores han llegado, brillante señor Adolin —dijo Tardar, tras acercarse corriendo.
Adolin volvió al presente. Había tomado posiciones con algunos miembros de la Guardia de Cobalto junto a la base de la alta formación rocosa donde su padre y el rey seguían todavía conversando. Tardar, señor de los exploradores, era un hombre de rostro demacrado y pecho y brazos gruesos. Desde algunos ángulos, su cabeza parecía tan relativamente pequeña para su cuerpo que daba la impresión de que la habían aplastado.
—Adelante —dijo Adolin.
—La avanzadilla se ha reunido con el maestro de caza y han regresado. No hay rastro de parshendi en ninguna de las mesetas cercanas. Las compañías Dieciocho y Veintiuno están en posición, aunque todavía faltan ocho compañías por llegar.
Adolin asintió.
—Que la compañía Veintiuno envíe a algunos jinetes a vigilar desde las mesetas catorce y dieciséis. Y dos cada uno en las mesetas seis y ocho.
—¿Seis y ocho? ¿Detrás de nosotros?
—Si yo fuera a emboscar a la partida, la rodearía y cortaría la posibilidad de huida —contestó Adolin—. Hazlo.
Tardar saludó.
—Sí, brillante señor.
Se marchó corriendo a transmitir las órdenes.
—¿Crees de verdad que todo eso es necesario? —preguntó Renarin, que cabalgaba tras Adolin.
—No. Pero padre querrá que se haga de todas formas. Lo sabes.
Hubo movimiento arriba. Adolin alzó la mirada a tiempo como para ver al rey saltar de la formación rocosa, la capa ondeando tras él mientras caía unos doce metros hasta el suelo de roca. Su padre se encontraba en el saliente, y Adolin pudo imaginarlo maldiciendo para sus adentros ante lo que consideraba un gesto estúpido. La armadura esquirlada podía soportar una caída así, pero era lo bastante alto para resultar peligroso.
Elhokar aterrizó con un fuerte crujido, levantando lascas de piedra y una gran vaharada de luz tormentosa. Consiguió permanecer erguido. El padre de Adolin siguió un camino de bajada más seguro, y descendió hasta un saliente más bajo antes de dar el salto.
«Últimamente parece tomar el camino más seguro con más frecuencia —pensó Adolin—. Y a menudo parece encontrar motivos para darme también el mando.» Pensativo, Adolin trotó hasta la sombra de la formación rocosa. Necesitaba un informe de la retaguardia: su padre querría oírlo.
Su camino lo llevó a pasar ante un grupo de ojos claros de la partida de Sadeas. El rey, Sadeas y Vamah tenían cada uno una colección de asistentes, ayudantes y sicofantes que los acompañaban. Mirarlos cabalgar con sus cómodas sedas, sus guerreras abiertas y sus palanquines cubiertos hacía que Adolin fuera consciente de su sudorosa y gruesa armadura. La armadura esquirlada era maravillosa y te daba poder, pero bajo un sol caluroso podía hacer que un hombre deseara algo menos restringido.
Pero, naturalmente, no habría llevado ropa informal como los demás. Adolin tenía que ir de uniforme, incluso en una cacería. Los Códigos de Guerra alezi lo ordenaban. No importaba que nadie los hubiera seguido desde hacía siglos. O al menos nadie más que Dalinar Kholin y, por extensión, sus hijos.
Adolin pasó ante un par de ojos claros que descansaban, Vartian y Lomard, dos de los recientes seguidores de Sadeas. Hablaban tan fuerte que Adolin pudo oírlos. Probablemente lo hacían a propósito.
—Correr de nuevo detrás del rey —decía Vartian, sacudiendo la cabeza—. Como un cachorro de sabueso-hacha mordisqueando los talones de su amo.
—Vergonzoso —dijo Lomard—. ¿Cuánto tiempo hace que Dalinar ganó una gema corazón? La única vez que puede conseguir una es cuando el rey le permite cazarla sin competencia.
Adolin apretó los dientes y continuó su camino. La interpretación de los Códigos que hacía su padre no permitía que Adolin desafiara a un hombre a duelo mientras estaba de servicio o al mando. Le molestaban aquellas restricciones innecesarias, pero Dalinar había hablado como oficial al mando de Adolin. Eso significaba que no había posibilidad de discusión. Tendría que encontrar un modo de batirse en duelo con los dos aduladores idiotas en otro momento, para ponerlos en su sitio. Por desgracia, no podía retar a todos los que hablaban mal de su padre.
El mayor problema era que las cosas que decían contenían parte de verdad. Los principados alezi eran como reinos en sí mismos, todavía mayormente anónimos a pesar de haber aceptado a Gavilar como rey. Elhokar había heredado el trono, y Dalinar, por derecho, había tomado como propio el principado Kholin.
Sin embargo, la mayoría de los altos príncipes solo aceptaban de boquilla el dominio supremo del rey. Eso dejaba a Elhokar sin tierra que fuera específicamente suya. Tendía a actuar como un alto príncipe del principado Kholin, mostrando gran interés en su administración día a día. Así, aunque Dalinar tendría que haber sido gobernante por sí mismo, se inclinaba ante los caprichos de Elhokar y dedicaba sus recursos a proteger a su vecino. Eso lo debilitaba a los ojos de los demás: no era más que un guardaespaldas glorificado.
Antaño, cuando Dalinar era temido, los hombres no se habían atrevido a susurrar estas cosas. ¿Pero ahora? Dalinar asistía cada vez a menos ataques en las mesetas, y sus fuerzas se quedaban atrás en la captura de preciosas gemas corazón. Mientras los otros luchaban y ganaban, Dalinar y sus hijos se pasaban el tiempo dedicados a la burocracia administrativa.
Adolin quería estar ahí fuera luchando, matando parshendi. ¿De qué servía seguir los Códigos de la Guerra cuando rara vez podía ir a la guerra? «Es culpa de esos delirios.» Dalinar no era débil, y desde luego no era un cobarde, no importaba lo que dijera la gente. Solo estaba preocupado.
Los capitanes de retaguardia no habían formado todavía, así que en cambio Adolin decidió entregarle un informe al rey. Trotó hacia él…, uniéndose a Sadeas, que hacía lo mismo. De forma no del todo inesperada, Sadeas lo miró con mala cara. El alto príncipe odiaba que Adolin tuviera una espada esquirlada mientras que él no tenía: llevaba años anhelando tener una.
Adolin miró al alto príncipe a los ojos, sonriendo. «Cuando quieras batirte conmigo por mi hoja, Sadeas, adelante, inténtalo.» Qué no daría Adolin por tener a aquella anguila en el coso de duelos.
Cuando Dalinar y el rey se acercaron cabalgando, Adolin habló rápidamente, antes de que pudiera hacerlo Sadeas.
—Majestad, tengo el informe de los exploradores.
El rey suspiró.
—Más de nada, supongo. Sinceramente, tío, ¿debemos recibir un informe de cada pequeño detalle del ejército?
—Estamos en guerra, majestad —dijo Dalinar.
Elhokar suspiró, agobiado.
«Eres un hombre extraño, primo», pensó Adolin. Elhokar veía asesinos en cada sombra, y sin embargo a menudo despreciaba la amenaza parshendi. Se perdía cabalgando como había hecho hoy, sin guardia de honor, y saltaba de una formación rocosa de doce metros de altura. Sin embargo, no dormía por las noches, petrificado de horror.
—Di tu informe, hijo —ordenó Dalinar.
Adolin vaciló, sintiéndose ahora como un idiota por la falta de sustancia de lo que tenía que decir.
—Los exploradores no han visto ningún indicio de los parshendi. Se han reunido con el maestro de caza. Dos compañías han asegurado la siguiente meseta, y las otras ocho tardarán algún tiempo en cruzarla. Pero estamos cerca.
—Sí, lo vimos desde arriba —dijo Elhokar—. Tal vez unos cuantos podríamos adelantarnos…
—Majestad —interrumpió Dalinar—. Sería un poco absurdo traer mis tropas para dejarlas atrás.
Elhokar puso los ojos en blanco. Dalinar no cedió, su expresión tan inmóvil como las rocas que los rodeaba. Verlo así, firme, inflexible ante un desafío, hizo que Adolin sonriera lleno de orgullo. ¿Por qué no podía ser así todo el tiempo? ¿Por qué se echaba atrás tan a menudo ante los insultos o los retos?
—Muy bien —dijo el rey—. Haremos una pausa y esperaremos a que el ejército cruce.
Los ayudantes del rey respondieron inmediatamente, los hombres desmontaron, las mujeres hicieron que los portadores de sus palanquines las depositaran en el suelo. Adolin se marchó para recibir aquel informe de retaguardia. Cuando regresó, Elhokar prácticamente celebraba cortes. Sus sirvientes habían emplazado un pequeño pabellón para darle sombra, y otros servían vino. Helado, usando uno de los nuevos fabriales que podían enfriar las cosas.
Adolin se quitó el yelmo y se secó la frente con su pañuelo, deseando una vez más poder unirse a los demás y disfrutar de un poco de vino. En cambio, se bajó del caballo y fue a buscar a su padre. Dalinar estaba de pie ante el pabellón, las manos enguantadas a la espalda, mirando hacia el este, hacia el Origen, el distante lugar que no podía verse, donde empezaban las altas tormentas. Renarin estaba a su lado, mirando también, como intentando ver qué le parecía tan interesante a su padre.
Adolin apoyó una mano en el hombro de su hermano, y Renarin le sonrió. Adolin sabía que su hermano, que tenía ya diecinueve años, se sentía fuera de lugar. Aunque llevaba espada al cinto, apenas sabía usarla. Su enfermedad de la sangre le dificultaba pasar cualquier cantidad razonable de tiempo practicando.
—Padre, tal vez el rey tenga razón —dijo Adolin—. Tal vez deberíamos haber avanzado rápidamente. Preferiría acabar de una vez esta cacería.
Dalinar lo miró.
—Cuando tenía tu edad, me entusiasmaban estas cacerías. Abatir un conchagrande era el momento culminante del año para los jóvenes.
«Otra vez no», pensó Adolin. ¿Por qué le ofendía tanto a todo el mundo que la caza no le pareciera excitante?
—Es solo un chull grande, padre.
—Esos «chulls grandes» crecen hasta los cuatro metros y medio de altura y son capaces de aplastar incluso a un hombre con una armadura esquirlada.
—Sí —contestó Adolin—, y por eso tendremos que hacer de cebo durante horas mientras nos asamos al sol. Si decide aparecer, lo acribillaremos a flechazos, solo para acercarnos cuando esté tan débil que apenas pueda resistirse mientras lo matamos con las espadas esquirladas. Muy honorable.
—No es un duelo, sino una cacería. Una gran tradición.
Adolin lo miró alzando una ceja.
—Y, sí, puede ser tedioso —añadió Dalinar—. Pero el rey insistió.
—Todavía acusas tus problemas con Rilla, Adolin —dijo Renarin—. Estabas ansioso hace una semana. Tendrías que haber invitado a Janala.
—Janala odia la caza. Piensa que es una costumbre bárbara.
Dalinar frunció el ceño.
—¿Janala? ¿Quién es Janala?
—La hija del brillante señor Lustow —dijo Adolin.
—¿La estás cortejando?
—Todavía no, pero lo intento.
—¿Qué pasó con la otra chica? ¿La bajita a la que le gustaba ponerse lazos plateados en el pelo?
—¿Deeli? —dijo Adolin—. ¡Padre, dejé de cortejarla hace más de dos meses!
—¿Sí?
—Sí.
Dalinar se frotó la barbilla.
—Ha habido dos entre Janala y ella, padre —aclaró Adolin—. Tendrías que prestar más atención.
—El Todopoderoso ayude a cualquier hombre que intente llevar la cuenta de tus retorcidos cortejos, hijo.
—La más reciente fue Rilla —dijo Renarin.
Dalinar frunció el ceño.
—Y vosotros dos…
—Tuvimos algunos problemas ayer —dijo Adolin. Tosió, decidido a cambiar de tema—. Por cierto, ¿no te parece extraño que el rey insistiera en venir a cazar el abismoide en persona?
—No especialmente. No es corriente que uno de buen tamaño aparezca por aquí, y el rey rara vez participa en las cargas. Esto es para él una forma de luchar.
—¡Pero es tan paranoico! ¿Por qué quiere ir a cazar ahora, exponiéndose en las Llanuras?
Dalinar se volvió a mirar el toldo del rey.
—Sé que parece extraño, hijo. Pero el rey es un hombre más complejo de lo que muchos piensan. Le preocupa que sus súbditos lo consideren un cobarde por lo mucho que teme a los asesinos, y por eso busca formas de demostrar su valor. Formas alocadas, en ocasiones…, pero no es el primer hombre que he visto que se enfrenta a la batalla sin miedo, y sin embargo vive aterrorizado por los cuchillos en las sombras. La característica de la inseguridad es la bravata.
»El rey está aprendiendo a liderar. Necesita esta cacería. Necesita demostrarse a sí mismo, y a los demás, que es fuerte y digno para dirigir un reino en guerra. Por eso lo animé. Una cacería de éxito, en las circunstancias actuales, podría impulsar su reputación y su confianza.
Adolin cerró lentamente la boca, pues las palabras de su padre silenciaron sus quejas. Era curioso cómo las acciones del rey tenían sentido cuando se explicaban de esta forma. Adolin miró a su padre. «¿Cómo pueden decir los demás que es un cobarde? ¿No ven su sabiduría?»