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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (30 page)

BOOK: El camino de los reyes
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—Oh, eso sí que es una historia —dijo—. Yo viajaba por las montañas del sur, ya sabéis, y oí ese extraño ruido aullante. No era solo el viento ¿sabéis?, y…

El relato era completamente inventado. El anterior amo de Szeth, un granjero de una aldea cercana, se lo había cambiado a Took por un saco de semillas. El granjero lo había adquirido a un buhonero, que lo consiguió a su vez de un zapatero que lo había ganado en una apuesta ilegal. Había habido docenas antes que él.

Al principio, los plebeyos ojos oscuros disfrutaban de la novedad de ser sus dueños. Para la mayoría, los esclavos eran demasiado caros, y los parshmenios eran aún más valiosos. Así que tener a alguien como Szeth a quien dar órdenes era toda una novedad. Limpiaba los suelos, serraba madera, ayudaba en los campos, cargaba con las cosas. Algunos lo trataban bien, otros no.

Pero siempre se libraban de él.

Tal vez podían sentir la verdad, que era capaz de mucho más de aquello para lo que se atrevían a utilizarlo. Una cosa era tener un esclavo propio, pero cuando el esclavo hablaba como un ojos claros y sabía más que tú, hacía que se sintieran incómodos.

Szeth trataba de interpretar el papel, trataba de obligarse a actuar de forma menos refinada. Era muy difícil para él. Tal vez imposible. ¿Qué dirían estos hombres si supieran que el hombre que vaciaba sus orinales era un portador de esquirlada y un absorbente, un correvientos como los Radiantes de antaño? En el momento en que invocaba su espada, sus ojos pasaban del verde oscuro a un zafiro claro, casi brillante, un efecto único de su arma.

Era mejor que no lo descubrieran nunca. Szeth se vanagloriaba de ser malgastado; cada día que lo obligaban a limpiar o cavar en vez de a matar era una victoria. Esa noche de cinco años atrás todavía lo acosaba. Antes de ese momento le habían ordenado matar, pero siempre en secreto, en silencio. Nunca antes le habían dado unas instrucciones tan deliberadamente terribles.

«Mata, destruye, y ábrete paso hasta el rey. Que te vean haciéndolo. Deja testigos. Heridos pero vivos…»

—Y fue entonces cuando juró servirme toda la vida —terminó de decir Took—. Está conmigo desde entonces.

Los hombres que escuchaban se volvieron hacia Szeth.

—Es verdad —dijo él, como le habían ordenado antes—. Hasta la última palabra.

Took sonrió. Szeth no lo dejaba en mal lugar: al parecer, consideraba natural obedecerle. Tal vez como resultado seguiría siendo su amo más tiempo que los demás.

—Bueno —dijo Took—. Debo marcharme. Hay que madrugar mañana. Más lugares que ver, más carreteras desconocidas que recorrer…

Le gustaba considerarse un viajero experto, aunque por lo que Szeth sabía, solo se movía en un amplio círculo. Había muchas minas pequeñas, y por tanto muchos pueblos pequeños, en esta parte de Bavlaterra. Took probablemente habría estado en esta aldea años atrás, pero las minas se nutrían de un montón de trabajadores de paso. Era improbable que lo recordaran, a menos que alguien se hubiera fijado en sus historias, terriblemente exageradas.

Terribles o no, los otros mineros parecían anhelar más. Le instaron a continuar, ofreciéndole otro trago, y él modestamente aceptó.

Szeth permaneció sentado en silencio, las piernas cruzadas, las manos en el regazo, la sangre corriéndole por el brazo. ¿Sabían los parshendi lo que hacían al arrojar su piedra jurada mientras huían de Kholinar aquella noche? Le habían exigido a Szeth que la recuperara y luego esperara junto a la carretera, preguntándose si lo descubrirían y ejecutarían…, esperando que lo descubrieran y lo ejecutaran, hasta que un mercader de paso le preguntó. Para entonces, Szeth solo vestía un taparrabos. Su honor lo había obligado a quitarse la ropa blanca, ya que con ella habría sido más fácil reconocerlo. Tenía que conservarse para poder sufrir.

Después de una breve explicación que dejó fuera los detalles incriminatorios, Szeth se encontró viajando en la parte trasera del carro del mercader, un hombre llamado Avado que fue lo bastante listo para comprender que, tras la muerte del rey, los extranjeros tendrían por delante malos tiempos. Se dirigió a Jah Keved, sin saber que tenía a su servicio al asesino de Gavilán.

Los alezi no lo buscaron. Daban por hecho que él, el famoso «asesino de blanco», se había retirado con los parshendi. Probablemente esperaban descubrirlo en mitad de las Llanuras Quebradas.

Los mineros acabaron por cansarse de las historias cada vez más vacilantes de Took. Se despidieron de él, ignorando sus claras insinuaciones de que otra copa de cerveza lo impulsaría a contar la mejor de todas sus historias: la de la época en que fue guardián de la noche y robó una esfera que brillaba con color negro en la oscuridad. Ese relato siempre incomodaba a Szeth, ya que le recordaba la extraña esfera negra que le había dado Gavilar. La había ocultado cuidadosamente en Jah Keved. No sabía qué era, pero no quería arriesgarse a que uno de sus amos se la quitara.

Como nadie le ofreció otra bebida, Took se levantó reacio de su silla y le indicó a Szeth que lo siguiera. La calle estaba oscura. Este pueblo, Camino de Hierro, tenía su placita y todo, varios cientos de casas, y tres tabernas distintas. Eso lo convertía prácticamente en una metrópoli para Bavlaterra, la pequeña y casi ignorada extensión de tierra al sur de los Picos Comecuernos. La zona era prácticamente parte de Jah Keved, pero incluso su alto príncipe se mantenía apartado de allí.

Szeth siguió a su amo por las calles, en dirección al distrito más pobre. Took era demasiado tacaño para pagar una habitación en las zonas bonitas, o incluso modestas, del pueblo. Szeth miró por encima del hombro, deseando que la Segunda Hermana (conocida como Nomon para esta gente del este) hubiera salido para dar un poco más de luz.

Took trastabilló, borracho, y entonces cayó al suelo. Szeth suspiró. No sería la primera noche en que cargara a su amo hasta la cama. Se arrodilló para levantarlo.

Se detuvo. Un líquido cálido manaba bajo el cuerpo de su amo. Solo entonces advirtió el cuchillo en su cuello.

Se puso instantáneamente en alerta cuando un grupo de ladrones salió del callejón. Un cuchillo en una mano alzada reflejó la luz de las estrellas, listo para ser lanzado contra Szeth. Se tensó. Había esferas infusas que podía sacar de la bolsa de su amo.

—Espera —susurró uno de los ladrones.

El hombre del cuchillo se detuvo. Otro hombre se acercó a inspeccionar a Szeth.

—Es un shin. No le haría daño a un cremlino.

Los demás arrastraron el cadáver hasta el callejón. El del cuchillo volvió a alzar su arma.

—Pero podría gritar.

—¿Entonces por qué no lo ha hecho? Te lo digo, son inofensivos. Casi como parshmenios. Podemos venderlo.

—Tal vez —dijo el segundo—. Está aterrorizado. Míralo.

—Ven aquí —dijo el primer ladrón, llamándolo con la mano.

Szeth obedeció y entró en el callejón, que de pronto quedó iluminado cuando uno de los demás abrió la bolsa de Took.

—Kelek —dijo uno de ellos—, apenas merece la pena el esfuerzo. Un puñado de chips y dos marcos, ni un solo broam.

—Os lo digo —insistió el primer hombre—. Podemos vender a este tipo como esclavo. A la gente les gustan los esclavos shin.

—Es solo un muchacho.

—No. Todos lo parecen. Eh, ¿qué tenemos aquí?

El hombre le quitó de la mano al que contaba las esferas un titilante trozo de roca del tamaño de una esfera. Era bastante corriente, un sencillo pedazo de roca con unos cuantos cristales de cuarzo en el interior y una veta rojiza de hierro en un lado.

—¿Qué es esto?

—No tiene ningún valor —dijo uno de los hombres.

—He de deciros que tienes en la mano mi piedra jurada —dijo Szeth tranquilamente—. Mientras la poseas, eres mi amo.

—¿Qué es eso? —dijo uno de los ladrones, incorporándose.

El primero cerró el puño en torno a la piedra, dirigiendo una mirada de advertencia a los demás. Miró de nuevo a Szeth.

—¿Tu amo? ¿Qué significa eso exactamente?

—He de obedecerte —dijo Szeth—. En todas las cosas, aunque no cumpliré ninguna orden para darme muerte a mí mismo.

Tampoco le podían ordenar que entregara su Hoja, pero no había ninguna necesidad de mencionar eso en este momento.

—¿Me obedecerás? —dijo el ladrón—. ¿Quieres decir que harás lo que yo diga?

—Sí.

—¿Cualquier cosa que yo diga?

Szeth cerró los ojos.

—Sí.

—Vaya, esto sí que es interesante —murmuró el hombre—. Muy pero que muy interesante…

Segunda Parte

LAS TORMENTAS ILUMINADORAS

Dalinar * Kaladin * Adolin

«Viejo amigo, espero que esta misiva te encuentre bien. Aunque, como ahora eres esencialmente inmortal, supongo que encontrarse bien por tu parte es cosa hecha.»

—Hoy es un día excelente para matar a un dios —anunció el rey Elhokar, cabalgando bajo el brillante cielo despejado—. ¿No diríais lo mismo?

—Indudablemente, majestad —la respuesta de Sadeas fue suave, rápida y con una sonrisa de complicidad—. Podríamos decir que los dioses, por norma, deberían temer a los nobles alezi. A la mayoría de nosotros, al menos.

Adolin sujetó las riendas con algo más de fuerza: cada vez que el alto príncipe Sadeas hablaba se tensaba.

—¿Tenemos que cabalgar en vanguardia? —susurró Renarin.

—Quiero escuchar —respondió Adolin en voz baja.

Su hermano y él cabalgaban cerca de la vanguardia de la columna, junto al rey y los altos príncipes. Tras ellos se extendía una gran procesión; mil soldados con el azul de Kholin, docenas de sirvientes, e incluso mujeres en palanquines para escribir relatos de la caza. Adolin los contempló mientras echaba mano a su cantimplora.

Llevaba puesto su armadura esquirlada, y por eso tenía que tener cuidado cuando la cogió, no fuera a aplastarla. Los músculos reaccionaban con velocidad, fuerza y destreza aumentadas cuando llevabas puesta la armadura, y hacía falta práctica para usarla correctamente. Adolin todavía se sorprendía de vez en cuando, aunque tenía este atuendo (heredado de la parte materna de la familia) desde que cumplió los dieciséis años, hacía ya siete.

Se volvió y tomó un largo trago de agua tibia. Sadeas cabalgaba a la izquierda del rey, y Dalinar, el padre de Adolin, era una sólida figura que lo hacía a la derecha. El último alto príncipe de la cacería era Vamah, que no era portador de esquirlada.

El rey estaba resplandeciente con su armadura esquirlada de color dorado; naturalmente, la armadura podía hacer que cualquiera pareciera regio. Incluso Sadeas parecía impresionante cuando llevaba su armadura roja, aunque su cara bulbosa y su tez sonrosada debilitaran el efecto. Sadeas y el rey hacían alarde de sus armaduras. Y…, bueno, tal vez Adolin también. Había pintado la suya de azul, con unos cuantos adornos en el yelmo y las hombreras para darle un aspecto de mayor peligro. ¿Cómo se podía no alardear cuando llevabas algo tan grandioso como una armadura esquirlada?

Adolin tomó otro sorbo y escuchó al rey hablar de su emoción por la caza. Solo un portador de esquirlada en la procesión (de hecho, solo un portador en los diez ejércitos) no usaba pintura ni adornos en su armadura. Dalinar Kholin. El padre de Adolin prefería dejar su armadura con su color natural gris pizarra.

Dalinar cabalgaba junto al rey, el rostro sombrío. Cabalgaba con el yelmo atado a su silla, revelando un rostro cuadrado rematado por unos cabellos negros y cortos que se habían vuelto blancos en las sienes. Pocas mujeres habían llamado jamás guapo a Dalinar Kholin: su nariz tenía la forma equivocada, sus rasgos eran duros en vez de delicados. Era el rostro de un guerrero.

Montaba un enorme caballo negro de Ryshadium, uno de los corceles más grandes que Adolin había visto en su vida. Y aunque el rey y Sadeas parecían regios con sus armaduras, de algún modo Dalinar conseguía parecer un soldado. Para él, la armadura no era un adorno. Era una herramienta. Nunca parecía sorprendido por la fuerza o la velocidad que la armadura le concedía. Era como si para él llevarla fuera su estado natural y los momentos en que no la tenía puesta fueran anormales. Tal vez ese era el motivo por el que se había ganado la reputación de ser uno de los mejores guerreros y generales que habían vivido jamás.

Adolin deseó de pronto, apasionadamente, que su padre hiciera un poco más hoy en día que vivir de su reputación.

«Está pensando en las visiones», pensó, observando la expresión distante y los ojos preocupados de su padre.

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