Las garras arañaban la piedra detrás mientras la bestia cargaba hacia ellos. Dalinar lanzó el hombro contra la puerta justo cuando esta se abría.
Cayó trastabillando y soltó a la niña mientras buscaba recuperar el equilibrio. Dentro había una mujer de mediana edad: la luz violeta reveló que tenía el pelo rizado y una expresión aterrorizada en los ojos. Cerró la puerta tras él y luego colocó una barra.
—Alabados sean los Heraldos —exclamó, recogiendo a la niña—. La encontraste, Heb. Bendito seas.
Dalinar se acercó a la ventana sin cristales y se asomó. El postigo parecía roto, haciendo imposible cerrarla del todo.
No pudo ver a la criatura. Miró por encima del hombro. El suelo del edificio era de simple piedra y solo había una planta. Una chimenea de ladrillo apagada en un rincón, con una burda marmita de hierro colgando. Todo parecía muy primitivo. ¿En qué año estaba?
«Es solo una visión —se dijo—. Un sueño despierto.»
¿Pero entonces por qué parecía tan real?
Miró de nuevo por la ventana. Fuera todo estaba en silencio. Una hilera doble de rocapullos crecía en el lado derecho del patio, probablemente curnips o algún otro tipo de vegetal. La luz de la luna se reflejaba en el suelo liso. ¿Dónde estaba la criatura? ¿Se había…?
Algo negro y de piel lustrosa saltó desde abajo y chocó contra la ventana. Rompió el marco y Dalinar maldijo, cayendo hacia atrás mientras la criatura aterrizaba encima de él. Algo afilado le lastimó la cara, abriéndole un tajo en la mejilla y manchándolo de sangre.
La niña volvió a chillar.
—¡Luz! —gritó Dalinar—. ¡Dadme luz!
Descargó un puñetazo a un lado de la blanda cabeza de la bestia, usando el otro brazo para rechazar una garra. La mejilla le ardía de dolor, y algo le arañó el costado, rasgando su túnica y cortando su piel.
Con un empujón, se la quitó de encima. La bestia chocó contra la pared, y él se puso en pie, jadeando. Mientras la criatura se erguía en la habitación oscura, Dalinar se volvió, los viejos instintos ocupando su sitio, el dolor evaporándose mientras la Emoción de la batalla se apoderaba de él. ¡Necesitaba un arma! Un banco o la pata de una mesa. La habitación era tan…
La luz fluctuó cuando la mujer descubrió una lámpara de barro. Era primitiva y usaba aceite, no luz tormentosa, pero fue más que suficiente para iluminar su rostro aterrorizado y a la niña aferrada a su túnica. La habitación tenía una mesa baja y un par de taburetes, pero los ojos de Dalinar se dirigieron a la pequeña chimenea.
Allí, brillando como una de las hojas de honor de las antiguas leyendas, había un sencillo atizador de hierro. Estaba apoyado contra la chimenea de piedra, la punta blanca de ceniza. Dalinar se abalanzó hacia delante, lo agarró con una mano, lo retorció para sentir su temple. Estaba entrenado en la pose de viento clásica, pero asumió mejor la pose de humo, ya que era mejor con un arma imperfecta. Un pie hacia delante, un pie detrás, la espada (o, en este caso, el atizador) extendida hacia delante con la punta hacia el corazón de su oponente.
Solo años de entrenamiento le permitieron mantener la pose mientras veía a qué se enfrentaba. La piel lisa y oscura como la medianoche de la criatura reflejaba la luz como un charco de alquitrán. No tenía ojos visibles y sus dientes negros como cuchillos asomaban en una cabeza situada sobre un cuello sinuoso y sin huesos. Las seis patas eran finas y se doblaban por los lados, como si fueran demasiado endebles para soportar el peso del cuerpo fluido y negro como la tinta.
«Esto no es una visión —pensó Dalinar—. Es una pesadilla.»
La criatura alzó la cabeza, chasqueando los dientes, y emitió un sonido sibilante. Saboreaba el aire.
—Dulce sabiduría de Battar —jadeó la mujer, abrazando a la niña. Sus manos temblaban mientras alzaba la lámpara, como para usarla como arma.
Un sonido de roce llegó desde fuera, y fue seguido por otro grupo de patas que asomaban por encima del alféizar de la ventana rota. Esta nueva bestia entró en la habitación, uniéndose a su compañera, que se agazapaba ansiosa, olisqueando a Dalinar. Parecía temerosa, como si pudiera sentir que se enfrentaba a un oponente armado…, o al menos decidido.
Dalinar se maldijo a sí mismo por idiota, mientras se llevaba una mano al costado para contener la sangre. Sabía, lógicamente, que estaba en el barracón con Renarin. Todo esto sucedía en su mente: no había ninguna necesidad de luchar.
Pero todos los instintos, todos los fragmentos de honor que tenía, lo impulsaron a interponerse entre la mujer y las bestias. Visión, memoria o delirio, no podía permanecer al margen.
—Heb —dijo la mujer con voz nerviosa. ¿Como quién lo veía? ¿Como su marido? ¿Un jornalero?—. ¡No seas loco! No sabes cómo…
Las bestias atacaron. Dalinar saltó hacia delante (permanecer en movimiento era la esencia de la pose de humo) y se desplazó entre las criaturas, golpeando a un lado con el atizador. Alcanzó a la de la izquierda, abriéndole un tajo en su piel demasiado lisa. La herida sangró humo.
Moviéndose tras las criaturas, Dalinar volvió a golpear, dirigiéndose hacia las patas de la bestia ilesa y haciendo que perdiera el equilibrio. En el contragolpe, golpeó con el lado del atizador la cara de la bestia herida cuando esta se volvía y lo atacaba.
La vieja Emoción, la sensación de la batalla, lo consumía. No lo enfurecía, como hacía con algunos hombres, sino que todo se volvía más claro, más nítido. Sus músculos se movían con facilidad, respiraba más profundamente. Cobraba vida.
Saltó hacia atrás mientras las criaturas avanzaban. Con una patada, derribó la mesa, lanzándola a una de las bestias. Lanzó el atizador contra las fauces abiertas de la otra. Como esperaba, el interior de la boca era sensible. La criatura dejó escapar un siseo dolorido y retrocedió.
Dalinar se dirigió a la mesa volcada y le arrancó una de las patas. La recogió, asumiendo la pose de humo de la espada y el puñal. Usó la pata de madera para mantener a la criatura a raya mientras golpeaba tres veces la cara de la otra, abriendo un surco en su mejilla del cual sangró un humo que brotó como un siseo.
Hubo gritos lejanos fuera. «Sangre de mis padres —pensó—. No son las dos únicas.» Tenía que terminar, y rápido. Si la lucha se alargaba, las bestias lo agotarían más rápido de lo que las agotaría él. ¿Quién sabía siquiera si estas bestias se cansaban?
Con un grito, saltó hacia delante. El sudor corría por su frente, y la habitación pareció hacerse ahora levemente más oscura. O, no, más enfocada. Solo él y las bestias. El único viento era el de sus armas, el único sonido el de sus pies golpeando el suelo, la única vibración la de su corazón latiendo.
Su súbito remolino de golpes aturdió a las criaturas. Golpeó a una con la pata de la mesa, obligándola a retroceder, y luego se abalanzó contra la otra, ganándose un arañazo en el brazo cuando clavó el atizador en el pecho de la bestia. La piel resistió al principio, pero luego se rompió, y después de eso el atizador la atravesó fácilmente.
Un poderoso chorro de humo brotó en torno a la mano de Dalinar. Liberó el brazo, y la criatura se desplomó, las patas cada vez más finas, el cuerpo deshinchándose como si fuera un odre agujereado.
Sabía que se había expuesto al atacar. No pudo hacer otra cosa sino alzar los brazos cuando la otra bestia saltó hacia él, arañándole la frente y el brazo y mordiéndole el hombro. Dalinar gritó y golpeó una y otra vez la cabeza de la bestia con la pata de la mesa. Trató de empujar hacia atrás a la criatura, pero era terriblemente fuerte.
Así que Dalinar se dejó caer al suelo y lanzó una patada hacia arriba que volteó a la bestia por encima de su cabeza. Los colmillos se soltaron del hombro de Dalinar con un borbotón de sangre. La bestia golpeó el suelo en un revuelo de patas negras.
Aturdido, Dalinar se puso en pie y adoptó su pose. «Mantén siempre la pose.» La criatura se incorporó casi al mismo tiempo, y Dalinar ignoró el dolor, ignoró la sangre, dejando que la Emoción lo concentrara. Extendió el atizador. La pata de la mesa se le había caído de los dedos cubiertos de sangre.
La bestia se agazapó y luego cargó. Dalinar dejó que la naturaleza fluida de la pose de humo lo dirigiera, se hizo a un lado y golpeó con el atizador las patas de la criatura. La bestia tropezó mientras Dalinar se daba la vuelta, empuñando el atizador con ambas manos y clavándola directamente en su lomo.
El poderoso golpe rompió la piel, atravesó el cuerpo de la criatura, y el atizador chocó contra el suelo de piedra. La criatura se estremeció, las patas se agitaron descontroladas, mientras de los agujeros de su espalda y su vientre empezaba a salir humo. Dalinar se apartó, se limpió la sangre de la frente y soltó el arma, que todavía empalaba a la bestia, y resonó en el suelo.
—Por los Tres Dioses, Heb —susurró la mujer.
Él se volvió y la vio completamente anonadada mientras contemplaba los cadáveres de las bestias desinflándose.
—Tendría que haber ayudado —murmuró—, tendría que haber cogido algo para golpearlas. Pero fuiste tan rápido… Fueron…, fueron solo unos segundos ¿Dónde…? ¿Cómo…? —lo miró—. Nunca he visto nada igual, Heb. Luchaste como… como uno de los mismísimos Radiantes. ¿Dónde aprendiste eso?
Dalinar no respondió. Se quitó la camisa, haciendo una mueca al notar que el dolor de sus heridas regresaba. Solo la mordedura del hombro era peligrosa: el brazo izquierdo empezaba a entumecerse. Rasgó la camisa por la mitad, ató una parte en el arañazo de su frente y luego apretó el resto contra el hombro. Se acercó y extrajo el atizador del cuerpo desinflado, que ahora parecía un saco de tinta negra. Se dirigió luego a la ventana. Las otras casas mostraban signos de estar siendo atacadas: había fuego y gritos lejanos sonando en el viento.
—Tenemos que llegar a un sitio seguro —dijo—. ¿Hay alguna bodega cerca?
—¿Qué?
—Una cueva en la roca, natural o hecha por el hombre.
—No hay cuevas —dijo la mujer, reuniéndose con él en la ventana—. ¿Cómo podrían los hombres hacer un agujero en la roca?
Con una espada esquirlada o una animista. O incluso con minería básica, aunque eso podría ser difícil, ya que el crem sellaría las cavernas y las lluvias de las altas tormentas suponían un potente riesgo de inundaciones. Dalinar se asomó de nuevo a la ventana. Sombras oscuras se movían a la luz de la luna: algunas venían en su dirección.
Se tambaleó, mareado. La pérdida de sangre. Apretando los dientes, se apoyó en el marco de la ventana. ¿Cuánto tiempo iba a durar esta visión?
—Necesitamos un río. Algo que borre la pista de nuestro olor. ¿Hay uno cerca?
La mujer asintió, la cara pálida cuando advirtió las formas oscuras en la noche.
—Coge a la niña, mujer.
—«¿La niña?» Es Seeli, nuestra hija. ¿Y desde cuándo me llamas mujer? ¿Tan difícil es decir Taffa? Por los vientos de la tormenta, Heb, ¿qué te ha pasado?
Él sacudió la cabeza, se dirigió a la puerta y la abrió, todavía con el atizador en la mano.
—Trae la lámpara. La luz no nos traicionará: no creo que puedan ver.
La mujer obedeció, corrió a recoger a Seeli, que parecía tener seis o siete años, y luego siguió a Dalinar al exterior, la frágil llama de la lámpara de barro temblando en la noche. Parecía una zapatilla.
—¿El río? —preguntó Dalinar.
—Sabes dónde…
—Me golpeé la cabeza, Taffa. Estoy mareado. Me cuesta pensar.
La mujer pareció preocuparse por eso, pero aceptó su respuesta. Señaló.
—Vamos —dijo él, internándose en la oscuridad—. ¿Son comunes los ataques de estas bestias?
—¡Durante la Desolación, tal vez, pero no ahora! Vientos de tormenta, Heb. Tenemos que llevarte a…
—No —dijo él—. Continuamos en marcha.
Siguieron por un camino que conducía a la parte trasera de la formación en forma de ola. Dalinar miraba de vez en cuando hacia la aldea. ¿Cuánta gente estaba muriendo allá abajo, asesinada por aquellas bestias de Condenación? ¿Dónde estaban los soldados del señor de las tierras?
Tal vez esta aldea era demasiado remota, demasiado alejada de la protección directa de un consistor. O quizá las cosas no funcionaban así en esta era, en este lugar. «Llevaré a la mujer y a la niña al río, y luego regresaré para organizar una resistencia. Si queda alguien.»
La idea parecía risible. Tenía que usar el atizador para apoyarse al andar. ¿Cómo iba a organizar una resistencia?
Resbaló en una parte empinada del sendero, y Taffa soltó la lámpara y lo agarró por el brazo, preocupada. El terreno era áspero, con peñascos y rocapullos que extendían sus hojas y enredaderas a la noche fría y húmeda. Se agitaban al viento. Dalinar se irguió, luego le asintió a la mujer, indicándole que continuara.
Un leve roce sonó en la noche. Dalinar se volvió, tenso.
—¿Heb? —preguntó la mujer, asustada.
—Alza la luz.
Ella levantó la lámpara, iluminando la colina de un amarillo fluctuante. Una docena de manchas de medianoche, de pieles demasiado lisas, se arrastraban sobre peñascos y rocapullos. Incluso sus dientes y garras eran negros.
Seeli gimió, acercándose a su madre.
—Corred —dijo Dalinar en voz baja, alzando su atizador.
—Heb, están…
—¡Corred!
—¡Están también delante de nosotros!
Dalinar se volvió y vio los oscuros parches delante. Maldijo y miró alrededor.
—Allí —dijo, señalando una formación rocosa cercana. Era alta y plana. Empujó a Taffa hacia delante, y ella tiró de Seeli, sus vestidos azules de una sola pieza agitándose al viento.
Ellas corrieron con más rapidez de lo que él podía en su estado, y Taffa llegó primero a la pared de roca. Alzó la cabeza, como dispuesta a escalar hasta la cima. Estaba demasiado empinado para eso. Dalinar solo quería algo sólido que tener a la espalda. Se plantó en una sección plana y descubierta ante la formación rocosa y alzó su arma. Las negras bestias se arrastraban cuidadosamente sobre las piedras. ¿Podría distraerlas de algún modo y dejar que las dos huyeran? Se sentía mareado.
«Qué no daría por mi armadura esquirlada…»
Seeli gimió. Su madre trató de consolarla, pero la voz de la mujer no transmitía confianza. Lo sabía. Sabía que aquellos bultos de oscuridad, como noche viviente, las harían pedazos. ¿Qué palabra había empleado? Desolación. El libro hablaba de ellas. Las Desolaciones habían sucedido durante los casi míticos días de sombras, antes de que empezara la verdadera historia. Antes de que la humanidad derrotara a los Vaciadores y llevara la guerra al cielo.