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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (48 page)

BOOK: El camino de los reyes
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Los ojos de Renarin fluctuaron avergonzados, las comisuras de sus labios forzaron una mueca. Sí, en efecto, tenía emociones. Simplemente, no las mostraba tan a menudo como los demás.

—Eres consciente de que no tendrías que haberte precipitado a la batalla como lo hiciste —dijo Dalinar con severidad—. El abismoide podría haberte matado.

—¿Qué habrías hecho tú, padre, si hubiera sido yo quien corría peligro?

—No pongo reparos a tu valentía, sino a tu sabiduría. ¿Y si te hubiera dado uno de tus ataques?

—Entonces tal vez el monstruo me habría borrado de la meseta —repuso Renarin amargamente— y ya no sería una inútil carga para nadie.

—¡No digas esas cosas! Ni siquiera de broma.

—¿Era una broma? Padre, no sé pelear.

—Pelear no es la única cosa de valor que puede hacer un hombre.

Los fervorosos eran muy insistentes en eso. Sí, la más alta Llamada era unirse a la batalla en la otra vida para reclamar los Salones Tranquilos, pero el Todopoderoso aceptaba la excelencia de cualquier hombre o mujer, no importaba a qué se dedicaran.

Uno hacía lo que mejor podía, escogiendo una profesión y un atributo del Todopoderoso para emularlo. Una Llamada y una Gloria, se decía. Trabajabas duro en tu profesión, y te pasabas la vida intentando vivir según un solo ideal. El Todopoderoso lo aceptaba, sobre todo si eras un ojos claros: cuanto mejor fuera tu sangre como ojos claros, más Gloria innata tenías ya.

La Llamada de Dalinar era ser líder, y su Gloria elegida era la determinación. Las había elegido ambas en su juventud, aunque ahora las veía de forma muy distinta a entonces.

—Tienes razón, naturalmente, padre —dijo Renarin—. No soy el primer hijo de héroe que nace sin ningún talento para la guerra. Los demás lo llevaron bien. Yo también lo haré. Probablemente acabe siendo consistor de alguna ciudad pequeña. Suponiendo que no me refugie en los devotarios.

El muchacho miró hacia delante.

«Sigo pensando en él como en "el chico" —pensó Dalinar—. Aunque ya tiene veinte años.» Sagaz tenía razón. Subestimaba a Renarin. «¿Cómo reaccionaría yo si me prohibieran luchar? ¿Si tuviera que quedarme atrás con las mujeres y los mercaderes?»

Dalinar se habría sentido amargado, especialmente respecto a Adolin. De hecho, a menudo había sentido envidia de Gavilar durante su infancia. Sin embargo, Renarin era el principal partidario de Adolin. Prácticamente adoraba a su hermano mayor. Y era lo bastante valiente para correr sin pensárselo a una batalla donde una criatura de pesadilla aplastaba a lanceros y portadores de esquirlada por igual.

Dalinar se aclaró la garganta.

—Quizá sea hora de empezar a entrenarte con la espada.

—La debilidad de mi sangre…

—No importará mucho si te ponemos una armadura y te damos una espada —dijo Dalinar—. La armadura hace fuerte a cualquier hombre, y una hoja esquirlada es casi tan liviana como el mismo aire.

—Padre —dijo Renarin llanamente—, nunca seré un portador de esquirlada. Tú mismo has dicho que las espadas y armaduras que ganamos a los parshendi deben ser para los guerreros más hábiles.

—Ninguno de los otros altos príncipes entregó sus trofeos de guerra al rey. ¿Y quién me reprocharía si, por una vez, yo le hiciera un regalo a mi hijo?

Renarin se detuvo en el pasillo, mostrando un inusitado nivel de emoción, los ojos muy abiertos, el rostro ansioso.

—¿Hablas en serio?

—Te doy mi juramento, hijo. Si puedo capturar otra hoja y otra armadura, serán para ti —sonrió—. Para ser sinceros, lo haría simplemente por el placer de ver la cara de Sadeas cuando te conviertas en pleno portador. Aparte de eso, si tu fuerza se iguala a la de los demás, supongo que tu habilidad natural te hará destacar.

Renarin sonrió. Las armaduras esquirladas no lo resolvían todo, pero Renarin tendría su oportunidad. Dalinar se encargaría de ello. «Sé lo que es ser hijo segundo —pensó mientras continuaban caminando hacia los aposentos del rey—, abrumado por un hermano mayor al que amas y envidias al mismo tiempo. Padre Tormenta, vaya si lo sé.»

«Todavía me siento así.»

—Ah, buen brillante señor Adolin —dijo el fervoroso, avanzando con los brazos abiertos. Kadash era un hombre alto y maduro, y llevaba la cabeza afeitada y la barba cuadrada de su Llamada. También tenía una cicatriz que zigzagueaba por la parte superior de su cabeza, recuerdo de sus primeros días como oficial del ejército.

No era corriente encontrar a un hombre como él (un ojos claros que antes fue soldado) en el fervor. De hecho, era extraño que cualquier hombre cambiara su Llamada. Pero no estaba prohibido, y Kadash había ascendido en el fervor considerando que había comenzado muy tarde. Dalinar decía que era signo de fe o de perseverancia. Tal vez de ambas cosas.

El templo del campamento había empezado siendo una gran cúpula de animistas, y luego Dalinar ofreció dinero y canteros para transformarla en una casa de adoración más adecuada. Ahora tallas de los Heraldos flanqueaban las paredes interiores, y anchas ventanas abiertas en la parte a sotavento habían sido completadas con cristal para dejar pasar la luz. Esferas de diamante ardían en puñados colgados del alto techo, y se habían instalado atriles para la instrucción, práctica y prueba de las diversas artes.

Había muchas mujeres en este momento, recibiendo instrucciones de los fervorosos. Había menos hombres. Estando en guerra, era fácil practicar las artes masculinas en el campo de batalla.

Janala se cruzó de brazos y contempló el templo con obvia insatisfacción.

—¿Primero un apestoso taller de talabarteros, y ahora el templo? Pensaba que íbamos a pasear por algún lugar que fuera al menos ligeramente romántico.

—La religión es romántica —respondió Adolin, rascándose la cabeza—. Amor eterno y todo eso, ¿no?

Ella lo miró.

—Te esperaré fuera.

Dio media vuelta y se marchó con su doncella.

—Y que alguien me traiga un palanquín, por la tormenta.

Adolin frunció el ceño y la vio marchar.

—Sospecho que tendré que comprarle algo bien caro para compensar esto.

—No veo cuál es el problema —dijo Kadash—. A mí me parece que la religión es romántica.

—Tú eres fervoroso —replicó Adolin—. Además, esa cicatriz te hace un poco desagradable para sus gustos. —Suspiró—. No es que el templo la haya espantado, es mi falta de atención. No he sido muy buena compañía hoy.

—¿Hay algo que te preocupa, brillante señor? —preguntó Kadash—. ¿Es por tu Llamada? No has hecho muchos progresos últimamente.

Adolin hizo una mueca. Su Llamada elegida eran los duelos. Trabajando con los fervorosos para crear objetivos personales y cumplirlos, podría demostrar su valor ante el Todopoderoso. Por desgracia, durante la guerra, los Códigos decían que tenía que limitar sus duelos, ya que con su frivolidad podían herir a oficiales que pudieran ser necesarios en la batalla.

Pero el padre de Adolin evitaba batallar cada vez más. ¿Qué sentido tenía entonces no librar duelos?

—Sagrado —dijo Adolin—, tenemos que hablar en un sitio donde no pueda oírnos nadie.

Kadash alzó una ceja y condujo a Adolin alrededor de la cumbre central. Los templos vorin eran siempre circulares con un suave montículo en el centro, habitualmente de tres metros de altura. El edificio estaba dedicado al Todopoderoso, mantenido por Dalinar y los fervosoros que poseía. Todos los devotarios podían usarlo, aunque la mayoría tenían sus propias capillas en los campamentos.

—¿Qué es lo que deseas preguntarme, brillante señor? —preguntó el Teft cuando llegaron a la sección más apartada de la enorme cámara. Kadash se mostraba respetuoso, aunque había sido tutor e instructor de Adolin durante su infancia.

—¿Se está volviendo loco mi padre? —preguntó Adolin—. ¿O podría estar viendo visiones enviadas por el Todopoderoso, como me parece que cree?

—Es una pregunta bastante categórica.

—Lo conoces desde hace más tiempo que yo, Kadash, y sé que eres leal. También sé que eres quien mantiene los oídos abiertos y advierte qué pasa, así que estoy seguro de que ha oído los rumores. —Adolin se encogió de hombros—. Parece que es el momento para ser categóricos, si es que alguna vez ha habido uno.

—Asumo, entonces, que los rumores no son infundados.

—Por desgracia, no. Sucede durante las altas tormentas. Se agita y delira, y después dice haber visto cosas.

—¿Qué clase de cosas?

—No estoy seguro, exactamente. —Adolin hizo una mueca—. Cosas sobre los Radiantes. Y tal vez… sobre lo que ha de venir.

Kadash pareció preocuparse.

—Esto es territorio peligroso. Lo que me preguntas me empuja a tratar de violar mis juramentos. Soy un Teft, pertenencia de tu padre y leal a él.

—Pero no es tu superior religioso.

—No. Pero es el guardián del Todopoderoso de estas gentes, cuya misión es vigilarme y asegurarse de que no exceda mi situación. —Kadash frunció los labios—. Es un equilibrio delicado, brillante señor. ¿Qué sabes de la Hierocracia, la Guerra de la Pérdida?

—La iglesia intentó hacerse con el control —dijo Adolin, encogiéndose de hombros—. Los sacerdotes intentaron conquistar el mundo…, por su propio bien, dijeron.

—Eso fue una parte —repuso Kadash—. La parte de la que hablamos más a menudo. Pero el problema es mucho más profundo. Entonces la iglesia se aferraba al conocimiento. Los hombres no estaban al mando de sus propios caminos religiosos: los sacerdotes controlaban la doctrina, y a pocos miembros de la Iglesia se les permitía saber de teología. Les enseñaban a seguir a los sacerdotes. No al Todopoderoso ni a los Heraldos, sino a los sacerdotes.

Empezó a caminar, guiando a Adolin alrededor del borde posterior de la cámara del templo. Pasaron ante las estatuas de los Heraldos, cinco masculinos, cinco femeninos. En realidad, Adolin sabía muy poco de lo que estaba diciendo Kadash. Nunca le habían llamado mucho la atención las historias que no tenían relación directa con el mando de los ejércitos.

—El problema, brillante señor —continuó Kadash—, fue el misticismo. Los sacerdotes decían que los profanos no podían entender a la religión ni al Todopoderoso. Donde tendría que haber habido franqueza, había humo y susurros. Los sacerdotes empezaron a decir que tenían visiones y profecías, aunque esas cosas habían sido denunciadas por los mismísimos Heraldos. El Vaciamiento es algo oscuro y maligno, y su objetivo era intentar adivinar el futuro.

—Espera, estás diciendo…

—No te me adelantes, por favor, brillante —instó Kadash, volviéndose hacia él—. Cuando los sacerdotes de la Hierocracia fueron derrotados, el Hacedor de Soles se encargó de interrogarlos y revisar la correspondencia que habían mantenido unos con otros. Se descubrió que no había habido ninguna profecía. Ninguna promesa mística por parte del Todopoderoso. Que todo había sido una excusa, fabricada por los sacerdotes para aplacar y controlar al pueblo.

Adolin frunció el ceño.

—¿Adonde quieres ir a parar, Kadash?

—A lo más cerca de la verdad que me permita mi atrevimiento, brillante señor —dijo el fervoroso—. Ya que no puedo ser tan categórico como tú.

—Crees que las visiones de mi padre son invenciones, entonces.

—Nunca acusaría a mi alto príncipe de mentir —dijo Kadash—. Ni siquiera de debilidad. Pero no puedo aprobar el misticismo ni las profecías en modo alguno. Hacerlo sería negar el vorinismo. Los días de los sacerdotes han pasado. Los días de mentir a la gente, de mantenerla en la oscuridad, han quedado atrás. Ahora cada hombre elige su propio camino, y los fervorosos los ayudan a conseguir la cercanía al Todopoderoso a través de ese camino. En vez de profecías oscuras y falsos poderes detentados por unos pocos, tenemos una población que comprende sus creencias y su relación con su Dios.

Se acercó un paso más y habló en voz muy baja.

—No hay que reírse de tu padre ni despreciarlo. Si sus visiones son verdaderas, entonces es algo entre el Todopoderoso y él. Todo lo que puedo decir es esto: sé algo de lo que es verse acechado por la muerte y la destrucción de la guerra. Veo en los ojos de tu padre mucho de lo que yo he sentido, pero peor. Mi opinión personal es que las cosas que ve son probablemente un reflejo de su pasado y no una experiencia mística.

—Así que se está volviendo loco —susurró Adolin.

—No he dicho eso.

—Has dado a entender que el Todopoderoso probablemente no enviaría visiones como estas.

—Así es.

—Y que esas visiones son producto de su propia mente.

—Probablemente —dijo el fervoroso, alzando un dedo—. Un equilibrio delicado, ya ves. Un equilibrio que es particularmente difícil de mantener cuando hablo con el propio hijo de mi alto señor —extendió una mano y cogió a Adolin por el brazo—. Si alguien ha de ayudarlo, debes ser tú. No sería propio de nadie más, ni siquiera de mí.

Adolin asintió lentamente.

—Gracias.

—Deberías ir a reunirte ya con esa joven.

—Sí —dijo Adolin con un suspiro—. Me temo que incluso con el regalo adecuado, no vamos a continuar nuestra relación mucho tiempo. Renarin se burlará otra vez de mí.

Kadash sonrió.

—Es mejor no rendirse a la primera, brillante señor. Ve ahora. Pero regresa de vez en cuando para que podamos hablar de tus objetivos en lo referente a tu Llamada. Ha pasado mucho tiempo desde tu Elevación.

Adolin asintió y salió rápidamente de la cámara.

Después de repasar con Teshav los libros de cuentas durante horas, Dalinar y Renarin llegaron al pasillo situado ante los aposentos del rey. Caminaban en silencio, las suelas de sus botas repicando sobre el suelo de mármol y resonando en las paredes de piedra.

Los pasillos del palacio de guerra del rey se hacían más ricos cada semana. Antes, este pasillo era solo otro túnel de piedra forjada con la animación. Cuando Elhokar se alojó aquí, ordenó mejoras. Se abrieron ventanas a sotavento. Se pusieron suelos de mármol. Las paredes se llenaron de tallas, con mosaicos de adorno en las esquinas. Dalinar y Renarin pasaron ante un grupo de canteros que tallaba cuidadosamente una escena de Nalan'Elin emitiendo luz, la espada de la venganza alzada sobre su cabeza.

Llegaron a la antesala del rey. Una habitación grande y despejada protegida por diez miembros de la Guardia Real, vestidos de azul y oro. Dalinar reconoció cada rostro: él había organizado personalmente la unidad, escogiendo sus miembros.

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