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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (93 page)

BOOK: El camino de los reyes
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—No será una comida agradable y tranquila, Kal —dijo Lirin.

—No soy tonto, padre. Cuando le dijeron a Hesina que no hacía falta que siguiera trabajando en el pueblo… Bueno, había un motivo por el que se habían visto reducidos a comer largorraíces.

—Si vas a enfrentarte a él, tendrías que tener a alguien que te apoyara.

—¿Y ese alguien eres tú?

—Soy todo lo que tienes.

El cochero se aclaró la garganta. No se bajó a abrir la portezuela como había hecho con el brillante señor Roshone. Lirin miró a Kal.

—Si me envías de vuelta, me iré —dijo el muchacho.

—No. Ven conmigo si quieres.

Lirin se acercó al carruaje y abrió la portezuela. No era el bonito y elegante vehículo dorado que usaba Roshone, sino el segundo carruaje, el marrón y más viejo. Kal subió, sintiendo un arrebato de emoción por la pequeña victoria…, y una medida igual de pánico. Iban a enfrentarse a Roshone. Por fin.

Los asientos del interior del carruaje eran sorprendentes, la tela roja que los cubría más suave que nada que Kal hubiera palpado. Se sentó, y el asiento era sorprendentemente mullido. Lirin se sentó frente a él, cerró la portezuela, y el cochero dio un latigazo a sus caballos. El vehículo dio la vuelta y volvió a subir por el camino. Por blando que fuera el asiento, el trayecto fue terriblemente dificultoso, y las sacudidas hicieron que los dientes de Kal castañetearan unos contra otros. Era peor que viajar en carro, aunque eso se debía probablemente a que iban más rápido.

—¿Por qué no querías que lo supiéramos, padre?

—No estaba seguro de venir.

—¿Qué otra cosa podías hacer?

—Marcharme. Llevaros a Kharbranth y escapar de este pueblo, de este reino y de las mezquindades de Roshone.

Kal parpadeó sorprendido. Nunca había pensado en eso. De repente todo pareció ampliarse. Su futuro cambió, adquiriendo una nueva forma. Padre, madre, Tien…, con él.

—¿De verdad?

Lirin asintió, ausente.

—Aunque no fuéramos a Kharbranth, estoy seguro de que muchos pueblos alezi nos aceptarían. La mayoría nunca ha tenido un cirujano que los cuide. Se las apañan como pueden con lugareños que han aprendido casi todo lo que saben con supersticiones o trabajando con los ocasionales chulls heridos. Incluso podríamos mudarnos a Kholinar: estoy lo bastante dotado como para encontrar trabajo como ayudante de físico allí.

—¿Por qué no nos vamos, entonces? ¿Por qué no nos hemos ido ya?

Lirin miró por la ventana.

—No lo sé. Deberíamos irnos. Tiene sentido. Tenemos dinero. Aquí no nos quieren. El consistor nos odia, la gente recela de nosotros, el propio Padre Tormenta parece querer aplastarnos. —Había algo en la voz de Lirin. ¿Pesar?—. Una vez intenté marcharme —dijo, en voz aún más baja—. Pero hay un lazo entre el hogar de un hombre y su corazón. He cuidado a esta gente, Kal. He ayudado a que sus hijos nacieran, he soldado sus huesos, he sanado sus heridas. Has visto lo peor de ellos, estos últimos años, pero hubo una época antes que eso, una buena época. —Se volvió hacia Kal, las manos unidas, mientras el carruaje seguía sacudiéndose—. Son míos, hijo. Y yo soy de ellos. Son mi responsabilidad, ahora que Wistiow se ha ido. No puedo dejárselos a Roshone.

—¿Aunque les guste lo que está haciendo?

—Sobre todo por eso. —Lirin se llevó una mano a la cabeza—. Padre Tormenta. Ahora que lo digo parece una necedad aún más grande.

—No. Lo comprendo. Creo. —Kal se encogió de hombros—. Supongo, bueno, que seguirán viniendo a vernos cuando estén enfermos. Se quejan pero siguen viniendo. Antes me preguntaba por qué.

—¿Y llegaste a alguna conclusión?

—Más o menos. Decidí que en el fondo preferían estar vivos para maldecirte unos cuantos días más. Es lo que hacen. Igual que lo que tú haces es curarlos. Y te daban dinero. Un hombre puede decir lo que quiera, pero pone sus esferas donde está su corazón. —Kal frunció el ceño—. Supongo que te apreciaban.

Lirin sonrió.

—Sabias palabras. Sigo olvidando que ya eres casi un hombre, Kal. ¿Cuándo creciste y te hiciste mayor?

«Aquella noche en que estuvieron a punto de robarnos —pensó Kal inmediatamente—. Aquella noche en que iluminaste a aquellos hombres en la puerta y demostraste que la valentía no tiene nada que ver con empuñar una lanza en la batalla.»

—Pero te equivocas en una cosa —dijo Lirin—. Has dicho que me apreciaban. Todavía lo hacen. Oh, protestan…, siempre lo han hecho. Pero también nos dejan comida.

Kal se sorprendió.

—¿Eso hacen?

—¿Cómo crees que hemos estado comiendo estos últimos cuatro meses?

—Pero…

—Le tienen miedo a Roshone, así que callan. Dejaban la comida para tu madre cuando salía a limpiar, o la metían en el barril de agua cuando estaba vacío.

—Intentaron robarnos.

—Y esos mismos hombres también nos dieron comida.

Kal reflexionó mientras el carruaje llegaba a la mansión. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que visitó el gran edificio de dos plantas. Tenía el habitual tejado inclinado hacia la tormenta, pero era mucho más grande. Las paredes eran de gruesas piedras blancas, y tenía majestuosas columnas cuadrangulares en sotavento.

¿Vería aquí a Laral? Le avergonzaba lo poco que pensaba en ella últimamente.

Los terrenos delanteros de la mansión tenían un murete de piedra cubierto de todo tipo de plantas exóticas. Los rocapullos se alineaban en la parte superior, sus enredaderas colgando por fuera. Manojos de bulbosas variedades de cortezapizarra crecían en el interior, rebosando de una gama de brillantes colores. Naranjas, rojos, amarillos y azules. Algunos macizos parecían montones de ropa, con pliegues esparcidos como abanicos. Otros crecían como cuernos. La mayoría tenían tentáculos como hilos que se agitaban al viento. El brillante señor Roshone prestaba mucha más atención a sus terrenos que Wistiow.

Dejaron atrás las columnas encaladas y atravesaron las gruesas puertas de madera. El vestíbulo tenía un techo bajo y estaba decorado con cerámicas; esferas de zirconio les daban un pálido tono azul.

Un alto sirviente con una larga casaca negra y una corbata púrpura brillante los recibió. Era Natir, el mayordomo ahora que Miliv había muerto. Lo habían traído de Dalilak, una gran ciudad costera del norte.

Natir los condujo a un comedor donde Roshone estaba sentado ante una gran mesa de nogal. Había ganado peso, aunque no lo suficiente para poder considerarlo gordo. Seguía teniendo aquella barba entrecana, y llevaba el pelo hasta el cuello, engominado. Tenía puestos pantalones blancos y un ajustado chaleco rojo sobre una camisa blanca.

Ya había empezado a comer, y los olores de las especias hicieron gruñir al estómago de Kal. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que comió cerdo? Había cinco salsas distintas en la mesa, y el vino de Roshone era de un profundo y cristalino color naranja. Comía solo, sin hacer ningún caso a Lirin o a su hijo.

El sirviente les indicó una mesa preparada en una habitación contigua. Su padre le echó un vistazo y luego se dirigió a la mesa de Roshone y se sentó. Roshone se detuvo, la brocheta a medio camino de sus labios, la salsa marrón goteando sobre la mesa.

—Pertenezco al segundo
nahn
—dijo Lirin— y he recibido una invitación personal para comer contigo. Sin duda cumplirás los preceptos de rango lo suficiente para hacerme un sitio en tu mesa.

Roshone apretó los clientes, pero no puso objeciones. Inspirando profundamente, Kal se sentó junto a su padre. Antes de marcharse para unirse a la guerra en las Llanuras Quebradas, tenía que saberlo. ¿Era su padre un cobarde o un hombre de valor?

En casa, a la luz de las esferas, Lirin había parecido siempre débil. Trabajaba en su sala de operaciones, ignorando lo que la gente del pueblo decía sobre él. Le decía a su hijo que no podía practicar con la lanza y le prohibía que pensara en ir a la guerra. ¿No eran esas las acciones de un cobarde? Pero cinco meses antes, Kal había visto en él un valor que no esperaba.

Y a la tranquila luz azul del palacio de Roshone, Lirin miraba a los ojos de un hombre muy superior a él en rango, dinero y poder. Y no pestañeaba. El corazón de Kal latía descontrolado. Tuvo que esconder las manos en el regazo para no traicionar su nerviosismo.

Roshone hizo un gesto a un sirviente, y poco después prepararon nuevos cubiertos. La periferia de la habitación estaba oscura. La mesa de Roshone era una isla iluminada en una enorme extensión negra.

Había cuencos de agua para lavarse los dedos y recias servilletas blancas al lado. Una comida de ojos claros. Kal rara vez había paladeado nada tan bueno; trató de no quedar en ridículo mientras cogía vacilante una brocheta e imitaba a Roshone, usando su cuchillo para desprender el último trozo de carne y luego pinchándolo y mordiéndolo. La carne era sabrosa y tierna, aunque las especias eran mucho más picantes de lo que estaba acostumbrado.

Lirin no comió. Apoyó los codos en la mesa y vio comer al brillante señor.

—Quería ofrecerte la oportunidad de comer tranquilo antes de que habláramos de asuntos serios —dijo Roshone al cabo de un rato—. Pero no pareces inclinado a disfrutar de mi generosidad.

—No.

—Muy bien —dijo Roshone, cogiendo un trozo de pan ácimo de la cesta y envolviéndolo en su brocheta para desprender varios trozos de verdura a la vez y comérselas con el pan—. Entonces dime. ¿Cuánto tiempo piensas que puedes desafiarme? Tu familia está en la indigencia.

—Estamos bien —intervino Kal.

Lirin lo miró, pero no lo castigó por hablar.

—Mi hijo tiene razón. Podemos vivir. Y si eso no funciona, podemos marcharnos. No me doblegaré ante tu voluntad, Roshone.

—Si te marchas —dijo Roshone, alzando un dedo—, contactarás con tu nuevo consistor y le hablarás de las esferas que me has robado.

—Ganaría una investigación a ese respecto. Además, como cirujano, soy inmune a la mayoría de las demandas que pudieras hacer.

Era cierto. Los hombres que cumplían una función especial en las ciudades, junto con sus aprendices, disfrutaban de protección especial, incluso de los ojos claros. El código de ciudadanía legal vorin era tan complejo que Kaladin todavía tenía dificultades para entenderlo.

—Sí, ganarías una investigación —dijo Roshone—. Fuiste muy meticuloso, y preparaste los documentos exactos. Eras el único que estaba con Wistiow cuando los selló. Es extraño que ninguna de sus escribanas estuviera allí.

—Las escribanas le leyeron los documentos.

—Y salieron de la habitación.

—Porque el brillante señor Wistiow les ordenó salir. Lo han admitido, según creo.

Roshone se encogió de hombros.

—No necesito demostrar que robaste las esferas, cirujano. Solo tengo que continuar como hasta ahora. Sé que tu familia come migajas. ¿Cuánto tiempo seguirás haciéndolos sufrir por tu orgullo?

—No se dejarán intimidar. Ni yo tampoco.

—No te pregunto si os sentís intimidados. Os pregunto si pasáis hambre.

—En modo alguno —dijo Lirin, con voz seca—. Si nos falta algo de comer, podemos disfrutar con la atención que nos dispensas, brillante señor. Sentimos tus ojos vigilando, oímos tus susurros a los habitantes del pueblo. A juzgar por el grado de preocupación hacia nosotros, parece que eres tú quien se siente intimidado.

Roshone guardó silencio, la brocheta en su mano flácida, los brillantes ojos verdes entornados, los labios fruncidos. En la oscuridad, aquellos ojos casi parecían brillar. Kal tuvo que esforzarse para no sentirse aplastado bajo el peso de aquella mirada reprobadora. Los ojos claros como Roshone tenían un aire de mando.

«¡No es un auténtico ojos claros! Es un residuo. Veré a los ojos claros de verdad algún día. Hombres de honor», pensó Kal.

Lirin le sostuvo la mirada.

—Cada mes que resistimos es un golpe a tu autoridad. No puedes mandar arrestarme, ya que ganaría una investigación. Has intentado volver a los demás en mi contra, pero ellos saben, en el fondo, que me necesitan.

Roshone se inclinó hacia delante.

—No me gusta vuestro pueblo. —Lirin frunció el ceño ante la extraña respuesta—. No me gusta que me traten como a un exiliado —continuó Roshone—. No me gusta vivir tan lejos de todo lo que es importante. Y, sobre todo, no me gustan los ojos oscuros que se creen por encima de su posición.

—Me cuesta compadecerte.

Roshone hizo una mueca. Miró su comida, como si hubiera perdido todo el sabor.

—Muy bien. Hagamos un…, trato. Me quedaré con nueve décimas partes de las esferas. Puedes quedarte con el resto.

Kal se levantó, indignado.

—Mi padre nunca…

—Kal —cortó Lirin—. Puedo hablar por mí mismo.

—Pero no irás a hacer ningún trato.

Lirin no respondió inmediatamente. Por fin, dijo:

—Ve a las cocinas, Kal. Pregúntales si tienen comida más de tu gusto.

—Padre, no…

—Ve, hijo —la voz de Lirin era firme.

¿Era verdad? ¿Después de todo esto, iba a capitular su padre? Kal sintió que se ruborizaba y salió corriendo del comedor. Conocía el camino a las cocinas. Durante su infancia, a menudo había comido allí con Laral.

Se marchó no porque se lo hubieran dicho, sino porque no quería que su padre ni Roshone vieran sus emociones: a disgusto por haberse levantado para denunciar a Roshone cuando su padre planeaba hacer un trato, humillación porque su padre considerara siquiera hacerlo, frustración por ser expulsado. Kal advirtió para su desazón que estaba llorando. Pasó ante un par de soldados de la casa de Roshone que estaban de pie ante la puerta, iluminada solo por una débil lámpara de aceite en la pared. Sus rudos rasgos quedaban resaltados por sombras ambarinas.

Kal pasó rápidamente ante ellos y dobló una esquina antes de detenerse frente un macetero para lidiar con sus emociones. En el macetero había una parra de interior a punto de abrirse; unas cuantas flores como conos brotaban de su concha residual. La lámpara de la pared ardía con una luz diminuta y apagada. Estas eran las habitaciones traseras de la mansión, cerca de los aposentos del servicio, y no se usaban esferas para iluminarlas.

Kal trató de controlar su respiración. Se sentía como uno de los diez locos, en concreto Cabine, que actuaba como un niño a pesar de ser un adulto. ¿Pero qué podía pensar de las acciones de Lirin?

Se secó los ojos antes de entrar por las puertas oscilantes de las cocinas. Roshone todavía empleaba al chef de Wistiow, Barn, un hombre alto y delgado con un pelo oscuro que llevaba recogido en trenzas. Caminaba junto a las encimeras, dando instrucciones a diversos ayudantes mientras un par de parshmenios entraban y salían por las puertas traseras de la mansión, cargando con cajas de comida. Barn llevaba una larga cuchara de metal que golpeaba contra una olla o una sartén que colgaban del techo cada vez que daba una orden.

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