Dalinar se quitó el yelmo, sintiendo el aire fresco y dulce en el rostro húmedo. Inspiró profundamente y luego asintió.
—Tu sentido de la oportunidad es…, bastante bueno, hijo.
Adolin lo ayudó a ponerse en pie.
—Tuve que atravesar las filas de todo el ejército parshendi. No es por ser irrespetuoso, padre, ¿pero qué tormentas te hizo meterte en un lío como este?
—La comprensión de que podías manejar el ejército si yo caía —dijo Dalinar, dándole un golpecito a su hijo en el brazo. Las armaduras tintinearon.
Adolin miró la espalda de la coraza de Dalinar, y sus ojos se abrieron de par en par.
—¿Mala cosa? —preguntó Dalinar.
—Parece que está sujeta por saliva e hilo. Filtras luz tormentosa como un odre de vino usado para prácticas de tiro con arco.
Dalinar asintió, suspirando. Ya notaba que la coraza le dificultaba los movimientos, Probablemente tendría que quitársela antes de regresar al campamento, no fuera a inmovilizarse con él dentro.
A un lado, varios soldados libraban a Sadeas de su armadura. Tenía tan mal aspecto que la luz había cesado de fluir excepto en algunos hilos diminutos. Podía arreglarse, pero sería caro: regenerar las armaduras esquirladas generalmente rompía las gemas de donde sacaba la luz.
Los soldados de Sadeas le quitaron el yelmo, y Dalinar sintió alivio al ver que su antiguo amigo parpadeaba, desorientado pero en substancia ileso. Tenía un corte en el muslo, donde uno de los parshendi lo había alcanzado con una espada, y unos cuantos arañazos en el pecho.
Sadeas alzó la cabeza y miró a Dalinar y Adolin. Dalinar se envaró, esperando ser recriminado: esto había sucedido porque había insistido en luchar con dos ejércitos en la misma meseta. Eso había instado a los parshendi a traer otro ejército. Dalinar tendría que haber enviado exploradores para prever esa contingencia.
Sadeas, sin embargo, mostró una amplia sonrisa.
—¡Padre Tormenta, sí que ha estado cerca! ¿Cómo va la batalla?
—Los parshendi están derrotados —dijo Adolin—. La última fuerza que resistía era la que os rodeaba. Nuestros hombres están extrayendo la gema corazón en este momento. La victoria es nuestra.
—¡Volvemos a vencer! —dijo Sadeas, triunfal—. ¡Dalinar, parece que de vez en cuando ese viejo cerebro senil tuyo puede ofrecer un par de buenas ideas!
—Tenemos la misma edad, Sadeas —recordó Dalinar mientras los mensajeros se acercaban, trayendo informes del resto del campo de batalla.
—Difundid la noticia —proclamó Sadeas—. ¡Esta noche, todos mis soldados tendrán un festín como si fueran ojos claros!
Sonrió mientras sus soldados lo ayudaban a ponerse en pie, y Adolin se alejó para recibir los informes de los exploradores. Sadeas rechazó la ayuda insistiendo en que podía permanecer en pie a pesar de su herida, y empezó a llamar a sus oficiales.
Dalinar se volvió a buscar a
Galante
y asegurarse de que atendían la herida del caballo. Sin embargo, mientras lo hacía, Sadeas lo cogió del brazo.
—Debería estar muerto —dijo Sadeas en voz baja.
—Tal vez.
—No vi mucho. Pero me parece que te vi solo. ¿Dónde estaba tu guardia de honor?
—Tuve que dejarla atrás. Era la única manera de alcanzarte a tiempo.
Sadeas frunció el ceño.
—Ha sido un riesgo terrible, Dalinar. ¿Por qué?
—No se abandona a los aliados en el campo de batalla. No a menos que no haya otra opción. Es uno de los Códigos.
Sadeas sacudió la cabeza.
—Ese honor tuyo te costará la vida, Dalinar. —Parecía divertido—. ¡Y no es que me apetezca quejarme de eso hoy!
—Si muero, lo haré habiendo vivido bien mi vida. No es el destino lo que importa, sino cómo se llega a él.
—¿Los Códigos?
—No.
El camino de los reyes
.
—Ese libro de la tormenta.
—Ese libro de la tormenta te ha salvado hoy la vida, Sadeas. Creo que empiezo a comprender qué veía en él Gavilar.
Sadeas hizo una mueca, aunque miró su armadura, que yacía en pedazos. Sacudió la cabeza.
—Tal vez te permita contarme qué quieres decir. Me gustaría comprenderte de nuevo, viejo amigo. Estoy empezando a preguntarme si lo hice alguna vez. —Soltó el brazo de Dalinar—. ¡Que alguien me traiga mi caballo! ¿Dónde están mis oficiales?
Dalinar se marchó, y rápidamente encontró a varios miembros de su guardia atendiendo a
Galante
. Mientras se reunía con ellos, le sorprendió el enorme número de cadáveres que había en el suelo. Trazaban una línea desde donde se había abierto paso a través de las filas parshendi para llegar hasta Sadeas, un sendero de muerte.
Miró hacia donde había plantado su defensa. Docenas de muertos. Tal vez centenares.
«Sangre de mis padres —pensó—. ¿He hecho yo todo eso?» No había matado en tan gran número desde los primeros días en que ayudó a Gavilar a unir Alezkar. Y no se había sentido enfermo ante la visión de la muerte desde su juventud.
Sin embargo, ahora se sentía asqueado, apenas capaz de mantener su estómago bajo control. No vomitaría en el campo de batalla. Sus hombres no deberían ver eso.
Se marchó tambaleándose, una mano en la cabeza, la otra portando el yelmo. Debería estar exultante. Peo no podía. Simplemente…, no podía.
«Te hará falta para lograr comprenderme, Sadeas —pensó—. Porque tengo unos problemas de Condenación intentando comprenderme a mí mismo.»
«Sostengo en mis manos al niño de pecho, un cuchillo en su garganta, y sé que todos los que viven desean que deje cortar la hoja. Derramar su sangre sobre el suelo, sobre mis manos, y ganar con eso más aliento que absorber.»
Fechado Shashanan, 1173, 23 segundos antes de la muerte. Sujeto: un joven ojos oscuros de dieciséis años. El ejemplo es peculiar.
—¡Y todo el mundo se quebró! —chilló Mapas, la espalda arqueada, los ojos muy abiertos, manchas de saliva roja en las mejillas—. Las rocas temblaron con sus pasos, y las piedras se alzaron hacia los cielos. ¡Morimos! ¡Morimos!
Sufrió un último espasmo, y la luz desapareció de sus ojos. Kaladin se echó atrás, la sangre escarlata pegajosa en sus manos, la daga que había utilizado como cuchillo quirúrgico resbaló de sus dedos y golpeó suavemente contra la piedra. El afable hombre yacía muerto sobre el pedregal de una meseta, una herida de flecha en su pecho abierta al aire, dividiendo la marca de nacimiento que decía que se parecía a Alezkar.
«Se los está llevando —pensó Kaladin—. Uno a uno. Los abre, los desangra. No somos más que bolsas que contienen sangre. Entonces morimos y corre sobre las piedras como las riadas de una alta tormenta.»
«Hasta que solo quede yo. Siempre quedo yo.»
Una capa de piel, una capa de grasa, una capa de músculo, una capa de hueso. Eso eran los hombres.
La batalla continuaba al otro lado del abismo. Bien podría haber sido en otro reino, por la atención que nadie prestaba a los hombres de los puentes. Morir morir morir, y luego quitarte de en medio.
Los miembros del Puente Cuatro formaban un solemne círculo alrededor de Kaladin.
—¿Qué es lo que dijo al final? —preguntó Cikatriz—. ¿Las rocas temblaron?
—No fue nada —dijo el fornido Yake—. Solo delirios de moribundo. Pasa a veces.
—Más frecuentemente en los últimos tiempos, parece —dijo Teft. Se sujetaba un brazo donde había vendado rápidamente una herida de flecha. Las muertes de Mapas y de Arik los dejaban ahora solo con veintiséis miembros. Apenas era suficiente para cargar un puente. Su gran peso era notable, y tenían problemas para seguir el ritmo de las otras cuadrillas. Unas cuantas pérdidas más y tendrían serios problemas.
«Tendría que haber sido más rápido», pensó Kaladin, mirando a Mapas allí abierto, sus entrañas expuestas al sol para secarse. La flecha le había perforado un pulmón y se había alojado en su espina dorsal. ¿Podría haberlo salvado Lirin? Si Kaladin hubiera estudiado en Kharbranth como quería su padre, ¿habría aprendido lo bastante, habría sabido lo suficiente para impedir muertes como esta?
«Esto pasa a veces, hijo…»
Kaladin se llevó a la cara una mano ensangrentada para sujetarse la cabeza, consumido por los recuerdos. Una chica joven, una cabeza abierta, una pierna rota, un padre furioso.
Desesperación, odio, pérdida, frustración, horror. ¿Cómo podía nadie vivir así? ¿Ser cirujano, vivir sabiendo que serías demasiado débil para salvar a alguien? Cuando otros hombres fallaban, un campo de cosechas tenía gusanos. Cuando fallaba un cirujano, moría alguien.
«Tienes que aprender cuándo preocuparte…»
Como si pudiera elegir. Apartarlo, como se apaga una linterna. Kaladin se inclinaba bajo el peso. «Tendría que haberlo salvado, tendría que haberlo salvado, tendría que haberlo salvado.»
Mapas, Dunny, Amark, Goshelk, Dallet, Nalma. Tien.
—Kaladin —oyó que decía la voz de Syl—. Sé fuerte.
—Si fuera fuerte, vivirían.
—Los otros hombres siguen necesitándote. Se lo prometiste, Kaladin. Hiciste un juramento.
Kaladin alzó la cabeza. Los hombres del puente parecían ansiosos y preocupados. Solo había ocho; Kaladin había enviado a los demás a buscar a hombres caídos de otras cuadrillas. Al principio encontraron a tres con heridas menores que Cikatriz podía cuidar. No había llegado ningún mensajero a buscarlo. O bien las cuadrillas no tenían más heridos, o esos heridos no podían ya recibir ninguna ayuda.
Tal vez debería haber ido a mirar, por si acaso. Pero, aturdido como estaba, no podía enfrentarse a otro moribundo a quien no pudiera salvar. Se puso en pie y se apartó del cadáver. Se acercó al abismo y se obligó a adoptar la vieja pose que le había enseñado Tukk.
Las piernas separadas, las manos a la espalda, los antebrazos sujetos. La espalda recta, mirando al frente. La familiaridad le dio fuerzas.
«Te equivocaste, padre —pensó—. Dijiste que aprendería a tratar con las muertes. Y sin embargo aquí estoy. Años después. El mismo problema.»
Los hombres del puente lo rodearon. Lopen se acercó con un odre de agua. Kaladin vaciló, luego lo aceptó y se lavó la cara y las manos. El agua cálida corrió por su piel, y luego trajo una agradecida frescura al evaporarse. Dejó escapar un profundo suspiro y asintió dando las gracias al bajo herdaziano.
Lopen alzó una ceja, y luego indicó la bolsa atada a su cintura. Había recuperado la nueva bolsa de esferas que habían clavado al puente con una flecha. Era la cuarta vez que lo hacían, y las habían recuperado todas sin incidentes.
—¿Tuviste algún problema?
—No, gancho —dijo Lopen, sonriendo de oreja a oreja—. Fácil como engañar a un comecuernos.
—Lo he oído —rezongó Roca, que estaba de pie en posición de descanso a poca distancia.
—¿Y la cuerda? —preguntó Kaladin.
—La dejé caer por el otro lado —respondió Lopen—. Pero no até el extremo a nada. Como dijiste.
—Bien —dijo Kaladin. Una cuerda colgando del puente habría sido demasiado obvia. Si Hashal o Gaz sospecharan lo que Kaladin estaba planeando…
«¿Y dónde está Gaz? —se preguntó—, ¿por qué no vino en esta carga?»
Lopen le entregó la bolsa de esferas, como si estuviera ansioso por librarse de la responsabilidad. Kaladin la aceptó y se la guardó en el bolsillo del pantalón.
Lopen se retiró, y Kaladin volvió a asumir su pose de descanso. La meseta al otro lado del abismo era larga y estrecha, con empinadas pendientes en los lados. Igual que en las últimas batallas, Dalinar Kholin ayudaba a las fuerzas de Sadeas. Siempre llegaba tarde. Tal vez le echaba la culpa a sus lentos puentes tirados por chulls. Muy conveniente. Sus hombres a menudo disfrutaban del lujo de cruzar sin el acoso de las flechas.
Sadeas y Dalinar ganaban más batallas de esta forma. No es que a los hombres de los puentes les importara.
Mucha gente moría al otro lado del abismo, pero Kaladin no sentía nada por ellos. No tenía ninguna ansiedad por curarlos, ningún deseo de ayudar. Kaladin podía darle a Kav las gracias por eso, por haberlo entrenado para pensar en términos de «ellos» y «nosotros». En cierto modo, Kaladin había aprendido lo que decía su padre. Erróneamente, pero era algo. Protegernos a «nosotros», destruirlos a «ellos». Un soldado tenía que pensar así. Por eso Kaladin odiaba a los parshendi. Eran el enemigo. Si no hubiera aprendido a dividir así su mente, la guerra lo habría destruido.
Tal vez lo había hecho de todas formas.