El camino de los reyes (155 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

BOOK: El camino de los reyes
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—No —respondió Adolin, sorprendido consigo mismo al decirlo—. No, padre. No es culpa tuya. —Dalinar miró a su hijo. No era eso lo que esperaba oír—. ¿Qué habrías hecho diferente? —preguntó Adolin—. ¿Habrías dejado de intentar que Alezkar fuese algo mejor? ¿Serías igual que Sadeas y los demás? No. No querría que te convirtieras en ese hombre, padre, a pesar de lo que eso pudiera procurarnos. Deseo por los Heraldos que no hubiéramos dejado que Sadeas nos engañara, pero no te echaré la culpa por su falsedad. —Adolin estrechó el brazo blindado de su padre—. Haces bien al seguir los Códigos. Tenías razón al intentar unificar Alezkar. Y fui un necio al discutir contigo en cada paso del camino. Tal vez si no hubiera pasado tanto tiempo distrayéndote, habríamos visto venir esto.

Dalinar parpadeó, aturdido. ¿Era Adolin quien pronunciaba esas palabras? ¿Qué había cambiado en el muchacho? ¿Y por qué decía estas palabras ahora, al borde del mayor fracaso de Dalinar?

Y sin embargo, mientras las palabras flotaban en el aire, Dalinar sintió que su culpa se evaporaba, perdida entre los gritos de los moribundos. Era una emoción egoísta.

¿Habría debido cambiar? Sí, podía haber sido más cauteloso. Podía haber advertido la doblez de Sadeas. ¿Pero habría renunciado a los Códigos? ¿Se habría convertido en el mismo asesino implacable que había sido en su juventud?

No.

¿Importaba que las visiones respecto a Sadeas fuesen erróneas? ¿Estaba avergonzado del hombre en el que estas, y las lecturas del libro, lo habían hecho convertirse? La última pieza cayó en su sitio en su interior, la última piedra angular, y descubrió que ya no estaba preocupado. La confusión había desaparecido. Sabía qué hacer, por fin. No más preguntas. No más incertidumbres.

Aferró el brazo de Adolin.

—Gracias.

Adolin asintió brevemente. Todavía estaba furioso, Dalinar lo notaba, pero había decidido seguirlo, y una parte de seguir al líder era apoyarlo incluso cuando la batalla se había vuelto en su contra.

Se separaron y Dalinar se volvió hacia los soldados.

—Es hora de luchar —dijo, alzando la voz—. Y lo haremos no porque busquemos la gloria de los hombres, sino porque las otras opciones son peores. Seguimos los Códigos no porque produzcan ganancias, sino porque repudiamos aquello en lo que entonces nos convertiríamos si hiciéramos lo contrario. Nos encontramos solos en este campo de batalla por ser quienes somos.

La Guardia de Cobalto empezó a volverse, uno a uno, hacia él. Tras ellos, los soldados de reserva (ojos claros y ojos oscuros) se acercaron, los ojos aterrorizados, pero los rostros decididos.

—¡La muerte es el final de todos los hombres! —gritó Dalinar—. ¿Cuál es su medida cuando ya no está? ¿Las riquezas que acumuló y dejó para que se pelearan sus herederos? ¿La gloria que obtuvo, solo para pasarla a aquellos que lo mataron? ¿Las elevadas posiciones que obtuvo por casualidad?

»No. Luchamos aquí porque comprendemos. El final es el mismo. Es el camino lo que separa a los hombres. Cuando saboreemos ese final, lo haremos con la cabeza bien alta, los ojos al sol.

Extendió una mano, invocando a Juramentada.

—No me avergüenza lo que me he convertido —gritó, y descubrió que era cierto. Parecía tan extraño estar libre de culpa—. Otros hombres pueden envilecerse por destruirme. Que tengan su gloria. ¡Pues yo conservaré la mía!

La espada esquirlada se formó en su mano.

Los hombres no vitorearon, pero se irguieron, las espaldas rectas. Parte del terror desapareció. Adolin se cerró el yelmo y su espada apareció en su mano, cubierta de condensación. Asintió.

Volvieron juntos a la batalla.

«Y así muero», pensó Dalinar, cargando contra las filas parshendi. Allí encontró la paz. Una emoción inesperada en el campo de batalla, pero tanto más bienvenida por ello. Descubrió, sin embargo, un pesar: dejaba al pobre Renarin como alto príncipe Kholin, fuera de pie, rodeado de enemigos que habían engordado con la carne de su padre y su hermano.

«Nunca le entregué esa hoja esquirlada que le prometí —pensó Dalinar—. Tendrá que apañárselas sin ella. Que el honor de nuestros antepasados te proteja, hijo.»

«Sé fuerte…, y aprende sabiduría más rápido que tu padre.»

«Adiós.»

«¡Que ya no me duela!¡Que ya no llore!¡Daigonarthis! ¡El Pescador Negro sostiene mi pena y la consume!»

Tanatesach, 1173, 28 segundos antes de la muerte. Una saltimbanqui callejera ojos oscuros. Advertir su similitud con la muestra 1172-89.

El Puente Cuatro se quedó detrás del resto del ejército. Con dos heridos, y cuatro hombres necesarios para cargar con ellos, el puente les pesaba. Por fortuna, Sadeas había traído a casi todas las cuadrillas en este ataque, incluyendo las ocho que le había prestado a Dalinar. Eso significaba que el ejército no tenía que esperar al equipo de Kaladin para cruzar.

El agotamiento saturaba a Kaladin, y el puente que llevaba a los hombros parecía hecho de piedra. No se sentía tan cansado desde sus primeros días en este oficio. Syl flotaba ante él, observando preocupada cómo marchaba a la cabeza de sus hombres, con el rostro sudoroso, esforzándose por las irregularidades del terreno.

Ante ellos, los últimos miembros del ejército de Sadeas cruzaban el abismo. La meseta de reunión estaba casi vacía. La pura y horrible audacia de lo que Sadeas había hecho retorcía las entrañas de Kaladin. Consideraba que lo que habían hecho era horrible. Aquí, Sadeas condenaba cruelmente a miles de hombres, ojos oscuros y ojos claros por igual. Supuestos aliados. Esa traición parecía pesar tanto sobre Kaladin como el puente mismo. Lo presionaba, lo hacía jadear en busca de aire.

¿No había ninguna esperanza para los hombres? Mataban a aquellos a quienes deberían haber amado. ¿De qué servía luchar, de qué servía ganar, si no había ninguna diferencia entre aliado y enemigo? ¿Qué era la victoria? Absurda. ¿Qué significaban las muertes de los amigos y colegas de Kaladin? Nada. El mundo entero era una pústula, repulsivamente verde e infestada de corrupción.

Aturdidos, Kaladin y los suyos llegaron al abismo, aunque demasiado tarde para ayudar a cruzarlo. Los hombres que había enviado por delante estaban allí, Teft con aspecto sombrío, Cikatriz apoyado en una lanza para evitar hacerlo en la pierna herida. Un grupito de lanceros muertos yacía alrededor. Los soldados de Sadeas retiraban a sus heridos cuando era posible, pero algunos morían mientras los ayudaban. Habían abandonado a algunos de estos allí: obviamente, Sadeas tenía prisa por abandonar la escena.

Los muertos conservaban su equipo. Cikatriz había encontrado posiblemente su muleta allí. Alguna pobre cuadrilla tendría que volver aquí más tarde para recuperar ese material, y el de los caídos de Dalinar.

Soltaron el puente y Kaladin se secó la frente.

—No coloquéis el puente sobre el abismo —le dijo a sus hombres—. Esperaremos a que el último de los hombres haya cruzado, y luego usaremos alguno de los otros puentes.

Matal miró a Kaladin y su cuadrilla, pero no les ordenó colocar el puente. Se dio cuenta de que, cuando consiguieran ponerlo en posición, tendrían que retirarlo de nuevo.

—¿No es todo un espectáculo? —dijo Moash, acercándose a Kaladin y mirando atrás.

Kaladin se volvió. La Torre se alzaba tras ellos, inclinada en su dirección. El ejército de Kholin era un círculo azul atrapado en mitad de la pendiente después de haber intentado abrirse paso y dar alcance a Sadeas antes de que se marchara. Los parshendi eran un enjambre oscuro con manchas rojas en su piel moteada. Presionaban el círculo alezi, reduciéndolo.

—¡Qué vergüenza! —dijo Drehy desde el puente, sentado en su borde—. Me dan ganas de vomitar.

Otros hombres asintieron, y Kaladin se sorprendió al ver la preocupación en sus rostros. Roca y Teft se reunieron con Moash y él, todos ataviados con su armadura-caparazón parshendi. Kaladin se alegró de haber dejado a Shen en el campamento. Se habría vuelto catatónico al verlos.

Teft se acunó el brazo herido. Roca se protegió los ojos con una mano y sacudió la cabeza, mirando al este.

—Es una vergüenza. Una vergüenza para Sadeas. Una lástima para nosotros.

—Puente Cuatro —llamó Matal—. ¡Vamos!

Matal les hacía señas para que cruzaran el puente Seis y dejaran la meseta de reunión. De repente, a Kaladin se le ocurrió una idea. Una idea fantástica, como un rocapullo que floreciera en su mente.

—Seguiremos con nuestro propio puente, Matal —llamó Kaladin—. Acabamos de llegar. Necesitamos descansar unos minutos.

—¡Cruzad ahora! —chilló Matal.

—¡Iremos detrás! —replicó Kaladin—. ¿Quieres explicarle a Sadeas por qué tiene que retener a todo el ejército por una miserable cuadrilla? Tenemos nuestro puente. Deja que mis hombres descansen. Os alcanzaremos más tarde.

—¿Y si esos salvajes vienen a por vosotros? —preguntó Matal.

Kaladin se encogió de hombros.

Matal parpadeó y entonces pareció comprender cuánto deseaba que eso sucediera.

—Como quieras —dijo, y echó a correr para cruzar el puente seis mientras retiraban a los demás. En cuestión de segundos, el equipo de Kaladin se quedó solo junto al abismo. El ejército se retiró hacia el oeste.

Kaladin sonrió de oreja a oreja.

—No puedo creerlo, después de tantas preocupaciones… ¡Somos libres!

Los hombres se volvieron hacia él, confundidos.

—Los seguiremos dentro de poco —dijo Kaladin ansiosamente—, y Matal dará por hecho que vamos a hacerlo. Nos iremos quedando cada vez más rezagados tras el ejército, hasta perdernos de vista. Luego nos dirigiremos al norte, usando el puente para cruzar las Llanuras. ¡Podremos escapar hacia el norte, y todo el mundo supondrá que los parshendi nos capturaron y nos mataron!

Los otros lo miraron con los ojos muy abiertos.

—Suministros —dijo Teft.

—Tenemos estas esferas —respondió Kaladin, sacando su bolsa—. Un buen puñado, aquí mismo. Podemos coger las armas y armaduras de los muertos y usarlas para defendernos de los bandidos. ¡Será duro, pero no nos perseguirán!

Los hombres empezaban a entusiasmarse. Sin embargo, algo hizo vacilar a Kaladin. «¿Y los heridos del campamento?»

—Tendré que quedarme atrás —dijo Kaladin.

—¿Qué? —exclamó Moash.

—Alguien tendrá que hacerlo. Por nuestros heridos del campamento. No podemos abandonarlos. Heridme y dejadme en una de las mesetas. Sadeas enviará a recuperar todo este material. Les diré que mi cuadrilla fue masacrada en venganza por haber profanado los muertos parshendi, y nuestro puente arrojado al abismo. Lo creerán: han visto cómo nos odian los parshendi.

La cuadrilla se había puesto ahora en pie, y se miraban unos a otros. Miradas incómodas.

—No nos marcharemos sin ti —dijo Sigzil. Muchos de los otros asintieron.

—Me iré. No podemos dejar a esos hombres.

—Kaladin, muchacho… —empezó a decir Teft.

—Hablaremos de mí más tarde —interrumpió Kaladin—. Tal vez vaya con vosotros y me cuele luego en el campamento para ayudar a los heridos. Por ahora, id a recoger material de esos cadáveres.

Ellos vacilaron.

—¡Es una orden!

Se pusieron en marcha, sin más queja, y corrieron a saquear los cadáveres que Sadeas había abandonado. Eso dejó a Kaladin solo junto al puente.

Todavía estaba inquieto. No eran solo los heridos del campamento. ¿De qué se trataba, entonces? Esta era una oportunidad fantástica. Prácticamente habría matado por tener una igual cuando era esclavo. ¿La oportunidad de desaparecer, dado por muerto? Los hombres del puente no tendrían que luchar. Eran libres. ¿Por qué, entonces, estaba tan ansioso?

Kaladin se volvió a observar a sus hombres, y se sorprendió al ver algo delante de él. Una mujer de luz blanca translúcida.

Era Syl, como nunca la había visto antes, del tamaño de una persona normal, las manos unidas delante, el cabello y el vestido ondulando al viento. Él no tenía ni idea de que pudiera hacerse tan grande. Miraba hacia el este, con expresión horrorizada, los ojos muy abiertos y apenados. Era el rostro de una niña que contempla un hecho brutal que roba su inocencia.

Kaladin se volvió y miró lentamente en aquella dirección. Hacia la Torre.

Hacia el desesperado ejército de Dalinar Kholin.

Verlos le encogió el corazón. Luchaban a la desesperada. Rodeados. Abandonados. Para morir a solas.

«Nosotros tenemos un puente —advirtió Kaladin—. Si pudiéramos emplazarlo…» La mayoría de los parshendi estaban concentrados en el ejército alezi, con solo una fuerza simbólica de reserva cerca del abismo. Era un grupo tan pequeño que quizá los hombres del puente podrían contenerlos.

Pero no. Era una idiotez. Había miles de soldados parshendi bloqueando el camino de Kholin al abismo. ¿Y cómo emplazarían el puente, sin arqueros que los apoyaran?

Varios hombres regresaron tras su rápido saqueo. Roca se reunió con Kaladin, y su expresión se volvió sombría cuando miró hacia el este.

—Es terrible. ¿No podemos hacer nada para ayudar?

Kaladin negó con la cabeza.

—Sería un suicidio, Roca. Tendríamos que realizar un asalto sin apoyatura del ejército.

—¿No podríamos desviarnos un poco? ¿Esperar a ver si Kholin se abre paso hasta nosotros? Si lo hace, entonces podríamos emplazar nuestro puente.

—No. Si permanecemos fuera de su alcance, Kholin entenderá que somos los oteadores que ha dejado Sadeas. Tendremos que cargar. De lo contrario, nunca vendrá a nuestro encuentro.

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