Kaladin se mantenía delante de los señuelos, dejando que las flechas se acercaran. Desafilándolas. Burlándose de ellas. Exigiendo que lo mataran, hasta que las flechas dejaron de caer y el viento se apaciguó.
Kaladin se detuvo, el aliento contenido para mantener su tormenta interior. Los parshendi se replegaron, reacios, ante los soldados de Sadeas. Una fuerza enorme en lo referido a los ataques en las mesetas. Miles de hombres y treinta y dos puentes. A pesar de la distracción de Kaladin, cinco puentes habían caído, y los hombres que los cargaban habían muerto.
Ninguno de los soldados que cruzaban el abismo había hecho esfuerzo específico alguno para atacar a los arqueros que disparaban contra Kaladin, pero el peso del número los había obligado a retirarse. Unos pocos dirigieron a Kaladin miradas de repulsa, haciendo un extraño gesto: llevarse una mano a la oreja derecha, señalándolo antes de retirase por fin.
Kaladin dejó escapar su aliento, y la luz tormentosa escapó de él. Tenía que recorrer una línea muy fina, atrayendo la suficiente luz para permanecer vivo, pero no tanta como para que fuera visible para los soldados.
La Torre se alzaba ante él, una losa de piedra que se inclinaba hacia el oeste. El abismo era tan ancho que le preocupaba que los hombres pudieran dejar caer el puente en él cuando trataran de fijarlo. Al otro lado, Sadeas había desplegado sus fuerzas en formación de media luna, empujando a los parshendi y tratando de abrir espacio a Dalinar.
Tal vez atacar de esta forma servía para proteger la prístina imagen de Dalinar. No hacía morir a los hombres de los puentes. No directamente, al menos. No importaba que se alzara sobre las espaldas de los hombres que no habían conseguido que Sadeas cruzara. Sus cadáveres eran su auténtico puente.
—¡Kaladin! —llamó una voz desde atrás.
Se volvió. Uno de sus hombres estaba herido. «¡Tormentas!», pensó, corriendo hacia el Puente Cuatro. Todavía había suficiente luz tormentosa latiendo en sus venas para repeler el cansancio. Se había vuelto complaciente. Seis cargas sin una sola baja. Tendría que haber comprendido que no podía durar. Se abrió paso entre los hombres y encontró a Cikatriz en el suelo, sujetándose el pie, los dedos manchados de sangre roja.
—Una flecha en el pie —dijo Cikatriz con los dientes apretados—. ¡En el pie, tormentas! ¿A quién hieren en el pie?
—¡Kaladin! —dijo la voz de Moash, urgente. Los hombres le abrieron paso y Moash llegó cargando a Teft, que tenía una flecha en el hombro, entre el peto de caparazón y el brazo.
—¡Tormentas! —exclamó Kaladin, ayudando a Moash a dejarlo en el suelo. El avezado veterano parecía sorprendido. La flecha se había clavado profundamente—. Que alguien haga presión en el pie de Cikatriz y lo vende hasta que yo pueda examinarlo. Teft, ¿puedes oírme?
—Lo siento, muchacho —murmuró Teft, la mirada vidriosa—. Lo…
—Te pondrás bien —dijo Kaladin, recogiendo a toda prisa las vendas que le ofrecía Lopen y asintiendo sombrío. Lopen se dispuso a calentar un cuchillo para cauterizar—. ¿Quién más?
—Todos los demás están bien —informó Drehy—. Teft intentaba ocultar su herida. Debieron de alcanzarlo cuando empujábamos el puente para emplazarlo.
Kaladin presionó la venda contra la herida, y luego le indicó a Lopen que se apresurara a someter el cuchillo al fuego.
—Quiero a nuestros oteadores vigilando. ¡Aseguraos de que los parshendi no intentan una maniobra como la de hace unas semanas! Si saltan esa meseta para llegar al Puente Cuatro, estamos muertos.
—No hay problema —dijo Roca, protegiéndose los ojos con la mano—. Sadeas tiene a sus hombres en esta zona. Ningún parshendi logrará cruzar.
Llegó el cuchillo, y Kaladin lo alzó vacilante, mientras una nube de humo se alzaba de su hoja. Teft había perdido demasiada sangre: no podía arriesgarse a coser. Pero con el uso del cuchillo, Kaladin se arriesgaba a dejar una fea cicatriz. Eso afectaría al avezado veterano de un modo que le impediría empuñar una lanza.
Reacio, Kaladin presionó el cuchillo contra la herida, la carne siseó y la sangre se secó en negros borbotones. Los dolospren brotaron del suelo, nervudos y anaranjados. En un quirófano, podías coser. Pero en el campo de batalla esta era a menudo la única salida.
—Lo siento, Teft.
Sacudió la cabeza mientras continuaba trabajando.
Los hombres empezaron a gritar. Las flechas golpeaban la madera y la carne, como si leñadores lejanos blandieran sus hachas.
Dalinar esperaba junto a sus hombres, viendo luchar a los soldados de Sadeas. «Será mejor que consiga despejarnos una zona. Empiezo a anhelar la toma de esa meseta.»
Afortunadamente, Sadeas ganó rápidamente terreno en la Torre y envió una fuerza por el flanco para despejar una sección de terreno para Dalinar. No ocuparon por completo la posición antes de que Dalinar empezara a moverse.
—¡Uno de los puentes, conmigo! —gritó, corriendo al frente. Una de las ocho cuadrillas que Sadeas le había dejado lo siguió.
Dalinar necesitaba llegar a la llanura. Los parshendi habían advertido lo que sucedía y empezaban a presionar a la pequeña compañía de verde y blanco enviada por Sadeas para defender su zona de entrada.
—¡Cuadrilla, allí! —señaló Dalinar.
Los hombres del puente obedecieron, aliviados de no tener que colocar el puente bajo la lluvia de flechas. En cuanto lo situaron en posición, Dalinar cruzó, seguido de la Guardia de Cobalto. Justo delante, los hombres de Sadeas avanzaron dispersándose.
Dalinar gritó, cerrando sus manos blindadas en torno al pomo de Juramentada mientras la espada se formaba de la bruma. Atacó a la línea parshendi con un amplio golpe a dos manos que abatió a cuatro hombres. Los parshendi empezaron a cantar en su extraño lenguaje, entonando su cántico bélico. Dalinar apartó a un cadáver de una patada y comenzó a atacar con intensidad, defendiendo frenéticamente la posición que los hombres de Sadeas le habían conseguido. Minutos más tarde, sus soldados lo rodearon.
Con la Guardia de Cobalto cubriéndolo, Dalinar se lanzó a la batalla, rompiendo las líneas enemigas como solo podía hacerlo un portador de esquirlada. Abrió huecos en las líneas parshendi, como un pez saltando de un arroyo, cortando a un lado y a otro, manteniendo a sus enemigos desorganizados. Los cadáveres de ojos quemados y ropas cortadas dejaban un sendero a su paso. Más y más soldados alezi llenaban los huecos. Adolin se enzarzó con un grupo de parshendi cercanos, sus propios guardianes de cobalto a distancia segura tras él. Había traído a todo su ejército: necesitaba avanzar rápidamente, atrapando a los parshendi arriba para que no escaparan. Sadeas se encargaría de vigilar los extremos norte y oeste de la Torre.
El ritmo de la batalla cantaba en Dalinar. Los parshendi cantaban, los soldados gruñían y gritaban, la espada esquirlada en sus manos y el poder supremo de la armadura. La Emoción brotó en su interior.
Como la náusea no lo asaltó, dejó libre con cuidado al Aguijón Negro, y sintió la alegría de dominar una batalla y la decepción de carecer de un enemigo digno.
¿Dónde estaban los portadores de esquirlada parshendi? Había visto a aquel hacía semanas. ¿Por qué no había vuelto a aparecer? ¿Mandarían tantos hombres a la Torre sin enviar a un portador?
Algo pesado golpeó su armadura, rebotando en ella y provocando que una pequeña vaharada de luz tormentosa escapara de entre las junturas de su brazo. Dalinar maldijo y alzó un brazo para protegerse el rostro mientras escrutaba las inmediaciones. «Allí», pensó, detectando una formación rocosa cercana donde un grupo de parshendi blandían con dos manos enormes hondas. Las piedras, del tamaño de cabezas, chocaban contra parshendi y alezi por igual, aunque resultaba obvio que el objetivo era Dalinar.
Gruñó cuando otra lo alcanzó, chocando contra su antebrazo y enviando una descarga por toda su armadura. El golpe fue tan fuerte que diseminó un puñado de pequeñas grietas por su antebrazo derecho.
Dalinar rugió y se lanzó a una carrera potenciada por la armadura. La Emoción surgió con más fuerza en él, y cargó con el hombro contra un grupo de parshendi, dispersándolos, y luego giró con su espada y abatió a los que eran demasiado lentos para apartarse. Se hizo a un lado cuando una lluvia de piedras cayó sobre el lugar donde se encontraba, y luego saltó a un peñasco bajo. Dio dos pasos y saltó al saliente donde se hallaban los tiradores de piedras.
Se agarró al borde del saliente con una mano, sujetando su espada con la otra. Los hombres de lo alto del pequeño risco retrocedieron, pero Dalinar se aupó lo suficiente para barrer con su espada. Juramentada les cortó las piernas y cuatro hombres se desplomaron al suelo con las piernas muertas. Dalinar soltó la hoja, que se desvaneció, y usó ambas manos para auparse al risco.
Aterrizó agazapado, la armadura tintineando. Varios de los parshendi restantes trataron de utilizar sus hondas, pero Dalinar agarró a un par de piedras de un montón del tamaño de cabezas, sujetándolas fácilmente con sus guanteletes, y las lanzó contra los parshendi. Las piedras golpearon con suficiente fuerza para arrancar a los hombres de la formación, aplastando sus pechos.
Dalinar sonrió, y entonces se puso a lanzar más piedras. Cuando los últimos parshendi cayeron del risco, se volvió invocando a Juramentada. Buscó el campo de batalla. Una muralla de lanzas de azul y acero reflectante se debatía contra los parshendi negros y rojos. Los hombres de Dalinar lo hacían bien, presionando a los parshendi hacia arriba al suroeste, donde quedarían atrapados. Adolin los dirigía, la armadura esquirlada centelleando.
Inspirando profundamente la Emoción, Dalinar alzó su espada esquirlada sobre la cabeza, reflejando la luz del sol. Más abajo, sus hombres vitorearon, iniciando un clamor que se alzó sobre el cántico guerrero de los parshendi. Los glorispren brotaron a su alrededor.
Padre Tormenta, sí que era bueno volver a ganar. Se lanzó desde lo alto de la formación rocosa, sin tomar por una vez el lento y cuidadoso camino de bajada. Cayó entre un grupo de parshendi, aplastando las piedras, mientras la luz tormentosa azul brotaba de su armadura. Giró, golpeando, recordando los años pasados junto a Gavilar. Ganando, conquistando.
Gavilar y él habían creado algo durante aquellos años. Una nación cohesionada y sólida a partir de algo fracturado. Como maestros alfareros que reconstruyeran una hermosa cerámica que se hubiera roto. Con un rugido, Dalinar se abrió paso entre la línea de parshendi, hacia el lugar donde la Guardia de Cobalto luchaba para alcanzarlo.
—¡Hay que presionarlos! —gritó—. ¡Pasad la orden! ¡Que todas las compañías suban por este lado de la Torre!
Los soldados alzaron las lanzas y los mensajeros corrieron a transmitir la orden. Dalinar giró y cargó contra los ejércitos, avanzando a la vanguardia del propio ejército. Al norte, las fuerzas de Sadeas estaban detenidas. Bueno, las fuerzas de Dalinar harían el trabajo por él. Si lograba avanzar aquí, dividiría en dos mitades a las tropas parshendi y luego empujaría el flanco norte contra Sadeas y el sur contra el borde del precipicio.
Su ejército avanzaba tras él, y la Emoción borboteaba en su interior. Era poder. Fuerza más grande que la armadura esquirlada. Vitalidad más grande que la juventud. Habilidad más grande que toda una vida de práctica. Una fiebre de poder. Los parshendi caían unos tras otros ante su espada. No podía cortar su carne, pero se abría paso entre sus filas. El impulso de sus ataques a menudo hacía que sus cadáveres fueran cayendo ante él mientras sus ojos ardían. Los parshendi empezaron a disolverse, huyendo o retirándose. Dalinar sonrió tras su visera casi transparente.
Esto era vida. Era control. Gavilar fue el líder, el impulso, y la esencia de su conquista. Pero Dalinar era el guerrero. Sus oponentes se habían rendido al gobierno de Gavilar, pero el Aguijón Negro era el hombre que os había dispersado, el que había retado a duelo a sus líderes y matado a sus mejores portadores de esquirlada.
Dalinar les gritó a los parshendi, y toda su línea se combó antes de quebrarse. Los alezi avanzaron, entre vítores. Dalinar se reunió con sus hombres, cargando al frente para abatir a las parejas guerreras de parshendi que huían hacia el norte o el sur, tratando de unirse a los grupos más grandes que allí resistían.
Alcanzó a una pareja. Uno de sus miembros se volvió para repelerlo con un martillo, pero Dalinar lo cortó al paso y agarró al otro para arrojarlo al suelo apenas girando el brazo. Sonriendo, Dalinar alzó su espada sobre la cabeza.
El parshendi rodó torpemente, sujetándose el brazo, roto sin duda al caer. Miró a Dalinar, aterrorizado, los miedospren brotando a su alrededor.
Era solo un muchacho.
Dalinar se detuvo, la espada alzada sobre su cabeza, los músculos tensos. Esos ojos…, ese rostro… Los parshendi tal vez no fueran humanos, pero sus rasgos, sus expresiones, sí que lo eran. A excepción de la piel moteada y los extraños bultos de armadura-caparazón, este chico podría haber sido uno de los mozos del establo de Dalinar. ¿Qué veía alzándose sobre él? ¿Un monstruo sin rostro con una armadura impenetrable? ¿Cuál era la historia de este muchacho? Solo debía de ser un niño cuando asesinaron a Gavilar.
Dalinar retrocedió tambaleándose, la Emoción desvaneciéndose. Uno de los hombres de la Guardia de Cobalto pasó de largo y clavó indiferente su espada en el cuello del muchacho. Dalinar alzó una mano, pero todo terminó demasiado rápidamente. El soldado no advirtió su gesto.
Dalinar bajó la mano. Sus hombres corrían a su alrededor, arrasando a los parshendi en fuga. La mayoría de enemigos seguía luchando, resistiéndose a Sadeas por un lado y al ejército de Dalinar por otro. La meseta oriental estaba a corta distancia a la derecha de Dalinar, que había lanzado contra las fuerzas parshendi como una lanza, cortándola por el centro, dividiéndola al norte y al sur.
A su alrededor yacían los muertos. Muchos habían caído boca abajo, tomados por sorpresa por las lanzas o las flechas del ejército de Dalinar. Algunos parshendi seguían todavía con vida, aunque moribundos. Entonaban o susurraban para sí una extraña letanía. La que cantaban cuando querían morir.
Sus canciones susurradas se alzaban como las maldiciones de los espíritus en la Marcha de las Almas. A Dalinar siempre le había parecido que la canción de la muerte era la más hermosa de todas las que había oído a los parshendi. Como siempre, la canción de cada parshendi estaba en perfecta sincronía con la de sus compañeros. Era como si todos pudieran oír la misma melodía lejana y la cantaran con sus labios borboteantes de sangre y la respiración entrecortada.