—¿No parece que Sadeas ha traído menos soldados en esta carga? —preguntó Sigzil, uniéndose al grupo que contemplaba el ejército de Dalinar—. Tal vez lo tenía planeado. Es posible que por eso se haya comportado como lo ha hecho, dejándose rodear.
Los puentes podían ser bajados y extenderse por medio de palancas: había una maravillosa obra de ingeniería en funcionamiento. Mientras empezaban a trabajar, sucedió algo decididamente extraño: dos portadores de esquirlada, probablemente Dalinar y su hijo, cruzaron de un salto el abismo y empezaron a atacar a los parshendi. La distracción permitió a los soldados colocar los grandes puentes en su sitio, y la caballería pesada cargó para ayudarlos. Era un método completamente distinto de hacer un asalto con puentes, y Kaladin reflexionó sobre las implicaciones.
—Sí que se une a la batalla —dijo Moash—. Creo que van a actuar juntos.
—Tiene por fuerza que ser más efectivo —dijo Kaladin—. Me sorprende que no lo hayan intentado antes.
Teft bufó.
—Eso es porque no comprendes cómo piensan los ojos claros. Los altos príncipes no quieren solamente ganar la batalla: quieren ganarla ellos solos.
—Ojalá me hubieran reclutado en ese ejército —dijo Moash, casi con reverencia. Las armaduras de los soldados brillaban, sus movimientos bien ensayados: Dalinar, el Aguijón Negro, había hecho un trabajo aún mejor que Amaram al cultivar una reputación de honestidad. La gente lo conocía hasta Piedralar, pero Kaladin sabía qué tipos de corrupción podía ocultar una coraza bien pulida.
«Aunque el hombre que protegió a aquella puta en la calle vestía de azul —pensó—. Adolin, el hijo de Dalinar. Parecía auténticamente desprendido en su defensa de la mujer.»
Kaladin apretó los dientes, apartando esos pensamientos. No se dejaría engañar de nuevo.
No.
La lucha se volvió brutal en poco tiempo, pero los parshendi estaban en inferioridad, aplastados entre dos fuerzas opuestas. Poco después, el equipo de Kaladin condujo a un victorioso grupo de soldados a los campamentos para celebrarlo.
Kaladin hizo rodar la esfera entre sus dedos. El cristal, por lo demás puro, se había enfriado y dado lugar a una fina línea de burbujas permanentemente petrificadas en un lado. Las burbujas eran pequeñas esferas que capturaban en sí mismas la luz.
Estaba de servicio en el abismo. Habían vuelto tan rápido del ataque a la meseta que Hashal, desafiando la lógica o la piedad, los envió al abismo ese mismo día. Kaladin continuó haciendo girar la esfera entre sus dedos. En su mismo centro había una gran esmeralda de forma redonda, con docenas de diminutas facetas en los lados. Un pequeño reborde de burbujas suspendidas se aferraba al lado de la gema, como ansiando estar cerca de su brillo.
Una luz tormentosa brillante, verde y cristalina resplandecía en el interior del cristal, iluminando los dedos de Kaladin. Un broam de esmeralda, la más alta denominación de esfera, valía cientos de esferas menores. Para los hombres de los puentes, era una fortuna. Una fortuna extrañamente lejana, pues gastarla era imposible. A Kaladin le parecía ver algo de la tormenta en aquella piedra. La luz era…, era como parte de la tormenta, capturada por la esmeralda. No era perfectamente firme: solo lo parecía en comparación con el fluctuar de las velas, antorchas o lámparas. Al acercársela, Kaladin podía ver la luz girando, rabiosa.
—¿Qué hacemos con eso? —preguntó Moash, que estaba a un lado. Roca, al otro. El cielo se había nublado, y hacía que abajo estuviera más oscuro que de costumbre. El frío clima de los últimos días había vuelto a la primavera, aunque era incómodamente helada.
Los hombres trabajaban con eficacia, recuperando rápidamente lanzas, armaduras, botas y esferas de los muertos. Debido al poco tiempo que les daban, y debido a la última y agotadora carrera con el puente, Kaladin había decidido suspender los ejercicios con las lanzas del día. Se dedicaron pues a recuperar material y a almacenar una parte, para usarla y evitar ser castigados la próxima vez.
Mientras trabajaban, encontraron a un oficial ojos claros. Debió de ser muy rico. En su bolsa encontraron un broam de esmeralda que valía lo que un esclavo de los puentes ganaría en doscientos días.
En la misma bolsa, encontraron también un puñado de chips y marcos que sumaban algo más que otro broam de esmeralda. Dinero. Una fortuna. Simple calderilla para los ojos claros.
—Con esto podríamos alimentar a esos hombres heridos durante meses —dijo Moash—. Y comprar todas las medicinas que quisiéramos. ¡Padre Tormenta! Probablemente podríamos sobornar a los guardias del perímetro del campamento para que nos dejaran escapar.
—No podrá ser —dijo Roca—. Es imposible sacar esferas de los abismos.
—Podríamos tragárnoslas —dijo Moash.
—Te ahogarías. Las esferas son demasiado grandes ¿no?
—Apuesto a que podría hacerlo —dijo Moash. Sus ojos chispearon, reflejando la verde luz tormentosa—. Es más dinero del que he visto jamás. Merece la pena correr el riesgo.
—Tragarlas no servirá de nada —dijo Kaladin—. ¿Crees que esos guardias que nos vigilan en las letrinas están ahí para que no huyamos? Apuesto a que algún pobre parshmenio tiene que examinar nuestras deposiciones, y los he visto apuntar a quienes acuden a las letrinas y con qué frecuencia. No somos los primeros que piensan en tragarse las esferas.
Moash vaciló, y luego suspiró, abatido.
—Probablemente tienes razón. La tormenta te lleve, pero la tienes. Pero no podemos dársela, ¿no?
—Sí que podemos —dijo Kaladin, cerrando el puño en torno a la esfera. El resplandor era tan grande que hizo brillar su mano—. Nunca podríamos gastarla. ¿Un hombre del puente con un broam entero? Nos delataría.
—Pero…
—Vamos a dársela, Moash —Kaladin alzó entonces la bolsa que contenía las otras esferas—. Pero encontraremos un modo de quedarnos con estas.
Roca asintió.
—Sí. Si entregamos esta valiosa esfera, pensarán que somos honrados, ¿no? Eso disfrazará el robo, e incluso nos darán una pequeña recompensa. ¿Pero cómo podremos quedarnos con la bolsa?
—Estoy pensando —dijo Kaladin.
—Hazlo rápido, entonces —dijo Moash, mirando la antorcha de Kaladin, clavada entre dos rocas en la pared del abismo—. Pronto tendremos que regresar.
Kaladin abrió la mano e hizo rodar de nuevo la esfera esmeralda entre sus dedos. ¿Cómo?
—¿Has visto alguna vez algo tan hermoso? —preguntó Moash, mirando la esmeralda.
—Es solo una esfera —dijo Kaladin, ausente—. Una herramienta. Una vez tuve un cuenco lleno de cien broams de diamantes y me dijeron que eran míos. Como nunca pude gastarlos, fue como si no valieran nada.
—¿Cien diamantes? —preguntó Moash—. ¿Dónde…, cómo?
Kaladin cerró la boca, maldiciéndose a sí mismo. «No debería seguir mencionando cosas así.»
—Continuad —dijo, volviendo a guardar la esmeralda en la bolsa negra—. Tenemos que ser rápidos.
Moash suspiró, pero Roca le dio un afectuoso golpe en la espalda y los dos se reunieron con el resto de los hombres. Siguiendo las indicaciones de Syl, Roca y Lopen los habían llevado hasta una gran masa de cadáveres de uniforme rojos y marrón. No sabían de qué alto príncipe eran esos hombres, pero los cuerpos eran recientes. No había ningún parshendi entre ellos.
Kaladin miró hacia un lado, donde trabajaba Shen, el parshmenio. Silencioso, obediente, leal. Teft seguía sin fiarse de él. Una parte de Kaladin se alegraba de ello. Syl aterrizó en la pared a su lado, plantó los pies en la superficie y miró al cielo.
«Piensa —se dijo Kaladin—. ¿Cómo nos quedamos con esas esferas? Tiene que haber un modo.» Pero todas las posibilidades parecían demasiado arriesgadas. Si los pillaban robando, probablemente les darían un trabajo distinto. Kaladin no estaba dispuesto a arriesgarse a eso.
Silenciosos vidaspren verdes empezaron a cobrar vida a su alrededor, asomando entre el musgo y los haspers. Unos cuantos golosos abrieron sus hojas rojas y amarillas junto a su cabeza. Kaladin había pensado una y otra vez en la muerte de Dunny. El Puente Cuatro no estaba a salvo. Cierto, habían perdido un número notablemente pequeño de hombres últimamente, pero seguían menguando. Y cada carrera con el puente era una posibilidad de desastre total. Todo lo que hacía falta era que los parshendi se concentraran en ellos una sola vez. Si perdían tres o cuatro hombres, se desplomarían. Las andanadas de flechas arreciarían, abatiéndolos a todos.
Era el mismo problema de siempre, al que Kaladin se enfrentaba día tras día. ¿Cómo salvaguardabas a los hombres de los puentes cuando todos los querían desprotegidos y bajo el peligro?
—Eh, Sigzil —dijo Mapas, acercándose con un puñado de lanzas—. Eres un cantamundos ¿no?
El calvo Mapas se había vuelto cada vez más amigable en las últimas semanas y había demostrado ser bueno suscitando la charla. A Kaladin se le antojaba un posadero, siempre atento a la comodidad de sus clientes.
Sigzil, que estaba quitándole las botas a una fila de cadáveres, le dirigió a Kaladin una grave mirada que parecía decir: «Esto es culpa tuya.» No le gustaba que los demás hubieran descubierto que era un cantamundos.
—¿Por qué no nos cuentas una historia? —dijo Mapas, soltando su carga—. Nos ayudará a pasar el tiempo.
—No soy ningún bufón ni un cuentacuentos —dijo Sigzil, arrancando una bota—. No «cuento historias». Difundo conocimiento de culturas, pueblos, pensamientos y sueños. Traigo la paz a través de la comprensión. Es la sagrada carga que mi orden recibió de los mismísimos Heraldos.
—Bueno, ¿por qué no empiezas a difundirlo? —dijo Mapas, poniéndose en pie y frotándose las manos en los pantalones.
Sigzil suspiró con fuerza.
—Muy bien. ¿Qué quieres oír?
—No sé. Algo interesante.
—Háblanos del brillante rey Alazansi y la flota de las cien naves —gritó Leyton.
—¡No soy un cuentacuentos! —repitió Sigzil—. Hablo de naciones y pueblos, no de historias de tabernas. Yo…
—¿Sabes de algún lugar donde la gente viva en profundos barrancos? —dijo Kaladin—. ¿Una ciudad construida en un enorme complejo lineal horadado en la roca como si estuviera allí tallado?
—Sesemalex Dar —asintió Sigzil, mientras sacaba otra bota—. Sí, es la capital del reino de Emul, y es una de las ciudades más antiguas del mundo. Se dice que la ciudad, y de hecho el reino, recibieron su nombre del mismísimo Jezrien.
—¿Jezrien? —dijo Malop, poniéndose en pie y rascándose la cabeza—. ¿Quién es ese?
Malop era un tipo de cabellera tupida, poblada barba negra y un tatuaje de glifoguardias en cada mano. No era precisamente la esfera más brillante del cuenco, podría decirse.
—Aquí en Alezkar lo llamáis el Padre Tormenta —dijo Sigzil—. O Jezerezeh'Elin. Era el rey de los Heraldos. Señor de las tormentas, dador de agua y vida, conocido por su furia y su temperamento, pero también por su misericordia.
—Oh —dijo Malop.
—Dime más cosas de la ciudad —pidió Kaladin.
—Sesemalex Dar. Está, en efecto, construida con gigantescos canales. El diseño es sorprendente. Protege contra las tormentas, ya que cada canal tiene un reborde lateral que impide la inundación de la llanura pedregosa que la rodea. Eso, mezclado con un sistema de drenaje de grietas, protege la ciudad de inundaciones.
»Sus habitantes son conocidos por su experta cerámica de crem; la ciudad es un emporio importante del suroeste. Los emuli son una tribu de los askarki, y pertenecen a la etnia makabaki: oscuros de piel, como yo mismo. Su reino tiene frontera con el mío y lo visité muchas veces en mi juventud.
»Es un lugar maravilloso, lleno de viajeros exóticos —Sigzil se fue relajando a medida que hablaba—. Su sistema legal es muy tolerante con los extranjeros. Un hombre que no tiene su nacionalidad no puede poseer una casa o una tienda, pero cuando visitas te tratan como a «un pariente que ha venido de lejos, para recibir todas las amabilidades y atenciones.» Un extranjero puede cenar en cualquier residencia que visite, siempre que sea respetuoso y ofrezca frutas como regalo. Ese pueblo está muy interesado en las frutas exóticas. Adoran a Jezrien, aunque no lo aceptan como una figura de la religión vorin. Lo consideran el único dios.
—Los Heraldos no son dioses —rezongó Teft.
—Para vosotros no —dijo Sigzil—. Otros los consideran de otro modo. Los emuli tienen lo que vuestros sabios llaman una religión escindida, que contiene algunas ideas vorin. Pero, para los emuli, vosotros seríais la religión escindida.
Sigzil parecía encontrar divertido aquello, aunque Teft tan solo hizo una mueca.
Sigzil continuó dando más y más detalles, hablando de las vaporosas túnicas y los tocados de las mujeres emuli, de las sayas que gustaban a los hombres. El sabor de la comida (salado) y la forma de saludar a un viejo amigo (llevándose el índice izquierdo a la frente e inclinándose con respeto). Sigzil sabía una impresionante cantidad de cosas de ellos. Kaladin advirtió que a veces sonreía con melancolía, probablemente recordando sus viajes.
Los detalles eran interesantes, pero a Kaladin le sorprendía más el hecho de que esta ciudad que había sobrevolado en un sueño hacía semanas fuera real. Y ya no podía seguir ignorando la extraña velocidad con la que se recuperaba de las heridas. Le estaba sucediendo algo extraño. Algo sobrenatural. ¿Y si estaba relacionado con el hecho de que todos cuantos lo rodeaban siempre parecían morir?
Se arrodilló para empezar a vaciar los bolsillos de los muertos, un deber que los otros hombres del puente evitaban. Esferas, cuchillos y otros objetos útiles se recogían. Recuerdos personales, como plegarias no quemadas, se dejaban con los cuerpos. Encontró unos cuantos chips de zirconio, que añadió a la bolsa.
Tal vez Moash tuviera razón. Si consiguieran sacar este dinero, ¿sería posible un soborno que les permitiera huir del campamento? Sería mucho más seguro que luchar. ¿Entonces por qué insistía tanto en prepararlos para el combate? ¿Por qué no había pensado en intentar escabullirse?
Había perdido a Dallet y los demás miembros de su pelotón original en el ejército de Amaram. ¿Esperaba compensarlo entrenando a un nuevo grupo de lanceros? ¿Se trataba de salvar a hombres a quienes había llegado a querer, o solo quería demostrarse algo a sí mismo?
Su experiencia le decía que los hombres que no sabían luchar estaban en seria desventaja en este mundo de guerra y tormentas. Quizás escabullirse sería la mejor opción, pero entendía poco de sigilos. Además, si se escabullían, Sadeas enviaría soldados tras ellos. Los problemas los alcanzarían. Fuera cual fuera su camino, los hombres del puente tendrían que matar para seguir libres.