—¡Permaneced firmes! —gritó, cargando por el terreno irregular el peso familiar del puente sobre los hombros. Cerca, justo por delante y a la izquierda, el Puente Veinte se desplomó cuando los cuatro hombres de delante cayeron por las flechas, y sus cadáveres hicieron tropezar a los que venían detrás.
Los arqueros parshendi estaban arrodillados al otro lado del abismo, cantando tranquilamente a pesar de la andanada de flechas que disparaban los arqueros de Sadeas. Sus ojos negros eran como lascas de obsidiana. No tenían blanco. Solo aquel negro desprovisto de emociones. En esos momentos, mientras escuchaba a los hombres gritar, chillar, aullar y gemir, Kaladin odiaba a los parshendi tanto como odiaba a Sadeas y Amaram. ¿Cómo podían cantar mientras mataban?
Los parshendi que estaban delante del grupo de Kaladin apuntaban y disparaban. Kaladin les gritó, sintiendo un extraño arrebato de fuerza mientras las flechas venían en su búsqueda.
Las flechas atravesaban el aire en una oleada concentrada. Diez proyectiles se clavaron en la madera cerca de la cabeza de Kaladin, haciéndola temblar y arrancando virutas de madera. Pero ninguna alcanzó la carne.
Al otro lado del abismo, varios parshendi bajaron sus arcos, interrumpiendo sus cánticos. Sus rostros demoníacos mostraban expresiones de estupefacción.
—¡Abajo! —gritó Kaladin cuando la cuadrilla llegó al abismo. El terreno era áspero ahí, cubierto de bulbosos rocapullos. Kaladin pisó la enredadera de uno de ellos, haciendo que la planta se retrayera. Los hombres alzaron el puente y se lo quitaron de encima, y luego se hicieron hábilmente a un lado y lo bajaron al suelo. Otras dieciséis cuadrillas se alinearon con ellos y colocaron también sus puentes. Detrás, la caballería pesada de Sadeas tronó al cruzar la meseta hacia ellos.
Los parshendi volvieron a disparar.
Kaladin apretó los dientes, lanzando su peso contra una de las barras de madera laterales para empujar la enorme construcción sobre el abismo. Odiaba esta parte, donde los hombres de los puentes quedaban tan expuestos.
Los arqueros de Sadeas seguían disparando, pasando a un ataque concentrado y disuasivo para obligar a retroceder a los parshendi. Como siempre, a los arqueros no parecía importarles si alcanzaban a los hombres de los puentes, y varias de aquellas flechas volaron peligrosamente cerca de Kaladin. Continuó empujando, sudando, sangrando, y sintió una punzada de orgullo por el Puente Cuatro. Ya empezaban a comportarse como guerreros, ágiles de pies, moviéndose erráticamente, haciendo más difícil que los arqueros los alcanzaran. ¿Se darían cuenta Gaz o los hombres de Sadeas?
El puente resonó al encajar en su sitio, y Kaladin ordenó la retirada. Los hombres se quitaron de en medio, esquivando las flechas parshendi de negro astil y las verdes más claras de los arqueros de Sadeas. Moash y Roca se subieron al puente y lo cruzaron, saltando junto a Kaladin. Otros se dispersaron por la parte trasera, evitando la carga de la caballería.
Kaladin permaneció allí, asegurándose de que sus hombres se ponían a salvo. Luego se volvió para mirar al puente, que rebosaba de flechas. Ni uno solo de mis hombres había caído. Un milagro. Se dio la vuelta para correr…
Alguien se tambaleaba el otro lado del puente. Dunny. El joven tenía una flecha blanca y verde clavada en el hombro. Tenía los ojos muy abiertos, espantados.
Kaladin maldijo y volvió corriendo. Antes de que pudiera dar dos pasos, una flecha de astil negro alcanzó al joven en el otro costado. Cayó al suelo del puente, manchando de sangre la madera oscura.
Los caballos a la carga no redujeron el paso. Frenético, Kaladin llegó al lado del puente, pero algo lo contuvo. Unas manos en su hombro. Se debatió y dio media vuelta para encontrar allí a Moash. Kaladin rugió, intentando apartarlo, pero Moash, usando un movimiento que el propio Kaladin le había enseñado, lo hizo caer de lado, zancadilleándolo. Moash se lanzó contra él, sujetándolo contra el suelo mientras la pesada caballería tronaba al cruzar el puente, las flechas rotas contra sus armaduras plateadas.
Fragmentos de flecha cayeron al suelo. Kaladin se debatió un momento, pero por fin se quedó quieto.
—Está muerto —dijo Moash, bruscamente—. No hay nada que pudieras haber hecho. Lo siento.
No hay nada que pudieras haber hecho…
«Nunca hay nada que pueda hacer. Padre Tormenta ¿por qué no puedo salvarlos?»
El puente dejó de temblar, la caballería chocó contra los parshendi y dejó espacio para la infantería, que cruzó a continuación. La caballería se retiraría después de que los soldados lograran afianzar su terreno, pues los caballos eran demasiado valiosos para someterlos al peligro de una lucha prolongada.
«Sí —se dijo Kaladin—, piensa en las tácticas. Piensa en la batalla. No pienses en Dunny.»
Se quitó a Moash de encima y se puso en pie. El cadáver de Dunny estaba destrozado e irreconocible. Kaladin apretó los dientes y dio media vuelta y echó a andar sin mirar atrás. Pasó junto a los hombres del puente que lo miraban en silencio y subió hasta el borde del abismo, las manos a la espalda, los pies abiertos. No era peligroso, mientras estuviera lejos del puente. Los parshendi habían soltado los arcos y se retiraban. La crisálida era, a lo lejos, un alto montículo ovalado de piedra en la parte izquierda de la meseta.
Kaladin quería observar. Lo ayudaba a pensar como soldado, y pensar como soldado lo ayudaba a superar las muertes de los que lo rodeaban. Los otros hombres del puente se acercaron con timidez y se desplegaron a su alrededor, adoptando la posición de descanso. Incluso Shen el parshmenio se unió a ellos, imitando en silencio a los demás. Hasta ahora había participado en todas las carreras sin quejarse. No se negaba a marchar contra sus primos; no intentaba sabotear el ataque. Gaz se sentía decepcionado, pero a Kaladin no le sorprendía. Los parshmenios eran así.
Excepto los del otro lado del abismo. Kaladin contempló la lucha, pero tuvo dificultades para concentrarse en las tácticas. La muerte de Dunny lo había afectado demasiado. El muchacho era un amigo, uno de los primeros en apoyarlo, uno de los mejores hombres del puente.
Cada muerto lo acercaba más al desastre. Tardaría semanas en entrenar adecuadamente a los hombres. Perderían la mitad de su número, quizás incluso más, antes de estar remotamente preparados para luchar. No era suficiente.
«Bien, tendrás que encontrar un modo de arreglarlo», pensó Kaladin. Había tomado su decisión, y no tenía espacio para la desesperación. La desesperación era un lujo.
Rompió su posición de descanso y se apartó del abismo. Los otros hombres del puente se volvieron a mirarlo, sorprendidos. Kaladin solía contemplar allí de pie el curso de las batallas. Los soldados de Sadeas se habían dado cuenta. Muchos consideraban que los hombres del puente se comportaban por encima de su nivel. Unos pocos, sin embargo, parecían respetar por esta razón al Puente Cuatro. Kaladin sabía de los rumores que por causa de la tormenta se habían levantado a su costa; ahora se le sumaban nuevos argumentos.
El Puente Cuatro lo siguió, y Kaladin los condujo a través de la meseta rocosa. No miró de nuevo el cuerpo roto y aplastado en el puente. Dunny era uno de los pocos hombres del puente que había conservado cierta inocencia. Y ahora estaba muerto, pisoteado por Sadeas, alcanzado por flechas de ambos bandos. Ignorado, olvidado, abandonado.
No había nada que Kaladin pudiera hacer por él. Así que, en cambio, Kaladin se dirigió hacia donde yacían los hombres del Puente Ocho, agotados, en una zona de piedra al descubierto. Kaladin recordó estar allí tendido después de sus primeras carreras con el puente. Ahora apenas se sentía cansado.
Como de costumbre, las otras cuadrillas habían dejado atrás a sus heridos al retirarse. Un pobre hombre de ese puente, el ocho, se arrastraba hacia los demás con una flecha en el muslo. Kaladin se acercó a él. Tenía la piel marrón oscura y ojos del mismo color, su denso pelo negro recogido en una larga cola trenzada. Los dolospren reptaban a su alrededor. Alzó la cabeza cuando Kaladin y los miembros del Puente Cuatro se alzaron sobre él.
—Quédate quieto —dijo Kaladin con voz amable, y se arrodilló y volvió con cuidado al hombre para examinar el muslo herido. Kaladin lo sondeó, pensativo—. Teft, necesitamos fuego. Saca tu yesca. Roca, ¿tienes todavía mi aguja e hilo? Los necesitaré. ¿Dónde está Lopen con el agua?
Los miembros del Puente Cuatro guardaron silencio. Kaladin dejó de atender un instante al hombre confuso y herido y los miró.
—Kaladin —dijo Roca—. Sabes cómo nos han tratado las otras cuadrillas.
—No me importa —dijo Kaladin.
—No nos queda dinero —dijo Drehy—. Incluso estirando nuestros ingresos, apenas alcanza para las vendas necesarias a los nuestros.
—No me importa.
—Si cuidamos a los heridos de otras cuadrillas —insistió Drehy, sacudiendo la rubia cabeza—, tendremos que darles de comer, atenderlos…
—Encontraré un modo.
—Yo… —empezó a decir Roca.
—¡La tormenta os lleve! —exclamó Kaladin, poniéndose en pie. Extendió la mano para abarcar la meseta. Los cuerpos de los hombres de los puentes yacían esparcidos, ignorados—. ¡Mirad eso! ¿Quién se preocupa por ellos? Sadeas, no. Ni sus compañeros de cuadrilla. Dudo que incluso los Heraldos mismos les dediquen un pensamiento.
»No me quedaré aquí viendo hombres morir a mi espalda. ¡Tenemos que ser mejores que eso! No podemos apartar la mirada como los ojos claros, fingiendo que no vemos. Este hombre es uno de nosotros. Igual que lo era Dunny. Los ojos claros hablan de honor. Farfullan bravatas huecas sobre su nobleza. Bien, yo solo he conocido a una persona en mi vida que fuera un auténtico hombre de honor. Era un cirujano que ayudaba a cualquiera, incluso a aquellos que lo odiaban. Especialmente a aquellos que lo odiaban. Bien, vamos a enseñarle a Gaz, y a Sadeas, Hashal y cualquier otro necio inflado que sea capaz de mirar, lo que ese hombre me enseñó a mí. ¡Ahora poneos a trabajar y dejad de quejaros!
El Puente Cuatro lo miró con ojos muy abiertos y avergonzados, luego se pusieron en movimiento. Teft organizó una unidad de reconocimiento y envió a algunos hombres a buscar a otros heridos y a otro grupo a recolectar corteza de rocapullo para encender un fuego. Lopen y Dabbid corrieron a traer su litera.
Kaladin se arrodilló y palpó la pierna del herido, comprobó cuánta sangre perdía y decidió que no necesitaría cauterizar. Rompió el palo de la flecha y limpió la herida con moco de conchacónica para adormecerla. Luego sacó el trozo de madera, provocando un gruñido, y usó sus vendajes personales para envolver la herida.
—Sujétala con las manos —instruyó—. Y no te apoyes en la pierna para andar. Comprobaré cómo estás antes de que volvamos al campamento.
—¿Cómo…? —dijo el hombre. Ni siquiera tenía el menor acento. Kaladin había creído que era azish por la piel oscura—. ¿Cómo voy a volver si no puedo apoyarme en la pierna?
—Nosotros te llevaremos.
El hombre lo miró, claramente sorprendido.
—Yo… —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Gracias.
Kaladin asintió cortante y se volvió para ver que Roca y Moash traían a otro herido. Teft estaba encendiendo un fuego: olía a fuerte rocapullo húmedo. El hombre que traían se había golpeado la cabeza y tenía un largo tajo en un brazo. Kaladin extendió la mano para pedir su hilo.
—Kaladin, muchacho —dijo Teft en voz baja, entregándole el hilo y arrodillándose—. No consideres esto una desaprobación, porque no lo es. ¿Pero cuántos hombres podremos llevar de vuelta con nosotros?
—Hemos llevado hasta tres, antes —dijo Kaladin—. Atados en lo alto del puente. Apuesto a que podremos meter a tres más y llevar a otro en la litera del agua.
—¿Y si tenemos más de siete?
—Tormentas, Teft —dijo Kaladin, empezando a coser—. Entonces traeremos a los que podamos y volveremos a sacar el puente para traer a los que dejemos atrás. Traeremos a Gaz con nosotros si los soldados piensan que vamos a escaparnos.
Teft guardó silencio, y Kaladin se preparó para soportar una muestra de incredulidad. Sin embargo, el avezado soldado sonrió. De hecho, parecía tener algunas lágrimas en los ojos.
—Aliento de Kelek. Es cierto. Nunca pensé…
Kaladin frunció el ceño, miró a Teft y plantó una mano sobre la herida para contener la hemorragia.
—¿Qué decías?
—Oh, nada. —Hizo una mueca—. ¡Vuelve al trabajo! ¡Ese muchacho te necesita!
Kaladin volvió a coser.
—¿Todavía llevas contigo una bolsa llena de esferas, como te dije? —preguntó Teft.
—No puedo dejarlas en los barracones. Pero tendremos que gastarlas pronto.
—No harás nada de eso —dijo Teft—. Esas esferas traen suerte, ¿me oyes? Consérvalas contigo y mantenlas infusas siempre.
Kaladin suspiró.
—Creo que a estas esferas les pasa algo raro. No contienen la luz tormentosa. Se vuelven opacas en apenas unos días, siempre. Quizá tenga algo que ver con las Llanuras Quebradas. Les ha sucedido a otros hombres de los puentes también.
—Qué raro —dijo Teft, frotándose la barbilla—. Este ataque ha sido malo. Tres puentes caídos. Montones de hombres muertos. Es curioso que nosotros no hayamos perdido a ninguno.
—Perdimos a Dunny.
—Pero no en el ataque. Tú siempre corres delante y las flechas nunca parecen alcanzarte. Raro, ¿no?
Kaladin volvió a alzar la cabeza, frunciendo el ceño.
—¿Qué estás diciendo, Teft?
—Nada. ¡Sigue cosiendo! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?
Kaladin alzó una ceja, pero volvió al trabajo. Teft había estado comportándose de forma muy rara últimamente. ¿Era la tensión? Mucha gente era supersticiosa respecto a las esferas y la luz tormentosa.
Roca y su equipo trajeron tres heridos más, diciendo que era todo lo que habían podido encontrar. Los hombres de los puentes que caían a menudo acababan como Dunny, aplastados por los caballos. Bueno, al menos el Puente Cuatro no tendría que hacer un viaje de regreso a la meseta.
Los tres tenían feas heridas de flecha, y por eso Kaladin dejó al hombre del corte en el brazo tras indicarle a Cikatriz que presionara el trabajo de sutura sin terminar. Teft calentó una daga para cauterizar: estaba claro que estos recién llegados habían perdido mucha sangre. Uno de ellos probablemente no lograría sobrevivir.
«Tantas partes del mundo están en guerra», pensó Kaladin mientras trabajaba. El sueño le había insistido en aquello de lo que los demás hablaban ya. Kaladin no había sabido, al criarse en el remoto Piedralar, lo afortunado que era su pueblo al haber evitado la batalla.