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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (121 page)

BOOK: El camino de los reyes
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—Estoy pensando en cambiar mi llamada —dijo Ashir desde atrás.

Geranid asintió ausente mientras trabajaba en sus ecuaciones. Había un fuerte olor a especias en la pequeña habitación de piedra. Ashir probaba un nuevo experimento. Implicaba algún tipo de
curry
en polvo y una rara fruta shin que había caramelizado. Algo así. Ella podía oírlo hervir en su nuevo horno de fabrial.

—Estoy cansado de cocinar —continuó Ashir. Tenía una voz suave y amable. Ella lo amaba por eso. En parte porque a él le gustaba hablar, y si ibas a tener a alguien hablándote mientras intentabas pensar, bien podía tener una voz suave y amable.

—No tengo la pasión que tenía antes —continuó él—. Además, ¿de qué servirá un cocinero en el Reino Espiritual?

—Los Heraldos necesitan comida —dijo ella, ausente, borrando una línea de su tablero de escritura y trazando otra línea de números debajo.

—¿De verdad? —preguntó él—. Nunca me ha convencido eso. Oh, he leído las especulaciones, pero no me parece algo racional. El cuerpo debe alimentarse en el Reino Físico, pero el espíritu existe en un estado completamente diferente.

—Un estado de ideales —respondió ella—. Bueno, entonces tal vez podrías crear comida ideal.

—Hmm… ¿Dónde estaría entonces la diversión? No habría experimentación.

—Podría pasarme sin eso —dijo ella, inclinándose para inspeccionar la chimenea, donde dos llamaspren bailaban en los leños encendidos—. Si significara no tener que comer nunca más algo parecido a esa sopa verde que hiciste el mes pasado.

—Ah —respondió él, melancólico—. Eso fue interesante, ¿verdad? Completamente repugnante, a pesar de que estaba hecha con ingredientes apetitosos. —Parecía considerarlo un triunfo personal—. Me pregunto si en el Reino Cognitivo comen. ¿Existe allí la comida como tal? Tendré que leer y ver si alguien ha comido alguna vez mientras visitaba Shadesmar.

Geranid respondió con un gruñido indiferente, sacó sus calibradores y se inclinó hacia el calor para medir los llamaspren. Frunció el ceño, e hizo otra anotación.

—Toma, querida —dijo Ashir, acercándose e inclinándose junto a ella para ofrecerle un pequeño cuenco—. Pruébalo. Creo que te gustará.

Ella miró el contenido. Trozos de pan cubiertos de salsa roja. Era comida de hombres, pero como los dos eran fervorosos, no importaba.

De fuera llegaban los sonidos de las olas lamiendo suavemente las rocas. Se hallaban en una diminuta isla de Reshi, enviados técnicamente para atender las necesidades religiosas de cualquier visitante vorin. Algunos viajeros acudían a ellos para eso, y ocasionalmente incluso algunos de los reshi. Pero en realidad esto era una forma de mantenerse apartados y concentrarse en sus experimentos. Geranid con sus estudios sobre los spren. Ashir con su química volcada en la comida, naturalmente, ya que le permitía comer los resultados.

El grueso fervoroso sonrió afablemente, la cabeza afeitada, la barba gris perfectamente recortada. Los dos cumplían las reglas de su servicio, a pesar del aislamiento. No se escribía el final de toda una vida de fe con un último capítulo torpe.

—No es verde —advirtió ella, cogiendo el cuenco—. Eso es buena señal.

—Hmmm —murmuró él, inclinándose y ajustándose las gafas para inspeccionar las anotaciones de Geranid—. Sí. Realmente fue fascinante la forma en que caramelizó esa verdura shin. Me alegro mucho de que Grom me la trajera. Tendrás que repasar mis notas. Creo que tengo bien las cifras, pero podría estar equivocado.

Él no era tan bueno en matemáticas como en la teoría. Convenientemente, Geranid era todo lo contrario.

Ella cogió una cuchara y probó la comida. No llevaba manga en su mano segura, otra de las ventajas de ser fervorosa. La comida estaba bastante buena.

—¿Has probado esto, Ashir?

—No —dijo él, todavía repasando las cifras—. La valiente eres tú, querida.

Ella arrugó la nariz.

—Está horrible.

—Ya lo noto por cómo tomas otro gran bocado en este momento.

—Sí, pero tú la odiarías. No tiene fruta. ¿Lo que has añadido es pescado?

—Un puñado desecado de pequeños pececillos que capturé esta mañana. Sigo sin saber qué especias son. Pero están sabrosas. —Él vaciló, luego miró hacia la chimenea y los spren—. Geranid, ¿qué es esto?

—Creo que he hecho un avance.

—Pero las cifras —dijo él, señalando el tablero de escritura—. Dijiste que eran erráticos, y siguen siéndolo.

—Sí —respondió ella, entornando los ojos ante los llamaspren—. Pero puedo predecir cuándo serán erráticos y cuando no lo serán.

Él la miró, frunciendo el ceño.

—Los spren cambian cuando los mido, Ashir —dijo ella—. Antes de medirlos, bailan y varían de tamaño, luminosidad y forma. Pero cuando hago una anotación, inmediatamente adoptan su estado actual. Pueden quedarse así eternamente. Es todo lo que puedo decir.

—¿Y eso qué significa? —preguntó él.

—Espero que puedas decírmelo tú. Yo tengo las cifras. Tú tienes la imaginación, querido.

Él se rascó la barba, se sentó y sacó un cuenco y una cuchara. Había rociado fruta seca sobre su porción. Geranid estaba medio convencida de que se había unido al fervor por su pasión por lo dulce.

—¿Qué pasa si borras las cifras? —preguntó.

—Vuelven a ser variables. Longitud, forma, luminosidad.

Ashir dio una dentellada a su comida.

—Vete a la otra habitación.

—¿Qué?

—Hazlo. Coge tu tablero de escritura.

Ella suspiró y se puso en pie. Sus articulaciones crujieron. ¿Tan vieja se estaba haciendo? Luz de las estrellas, sí que habían pasado mucho tiempo en esta isla. Se dirigió a la otra habitación, donde estaba su jergón.

—¿Y ahora qué? —preguntó desde allí.

—Voy a medir los spren con tus calibradores —respondió él—. Haré tres mediciones seguidas. Anota solo una de las cifras que te dé. No me digas cuál estás escribiendo.

—Muy bien —contestó ella. La habitación estaba abierta, y desde allí podía ver una oscura y vidriosa extensión de agua. El mar Reshi no era tan poco profundo como el Lagopuro, pero era cálido la mayor parte del tiempo, salpicado de pequeñas islas tropicales y el ocasional conchagrande monstruoso.

—Cinco centímetros, siete décimas —dijo Ashir.

Ella no anotó la cifra.

—Tres centímetros, ocho décimas.

Ella ignoró también el número esta vez, pero preparó su tiza para escribir, lo más silenciosamente posible, los siguientes números que él anunciara.

—Tres centímetros, tres de…, ahhh.

—¿Qué? —preguntó ella.

—Ha dejado de cambiar de tamaño. ¿He de suponer que has anotado ese tercer número?

Ella frunció el ceño y regresó a su pequeño salón. El hornillo de Ashir estaba en una mesita baja a la derecha. Al estilo reshi, no había sillas, solo cojines, y todos los muebles eran planos y largos, en vez de altos.

Se acercó a la chimenea. Uno de los dos llamaspren bailaba en lo alto de un leño, cambiando de forma y longitud y fluctuando como las llamas mismas. El otro había tomado una forma más estable. Su longitud ya no cambiaba, aunque su forma lo hacía levemente.

Parecía trabada de algún modo. Casi se antojaba una persona pequeña mientras bailaba sobre el fuego. Geranid extendió la mano y borró su anotación. De inmediato, el spren empezó a latir y cambiar erráticamente igual que el otro.

—Ahhh —repitió Ashir—. Es como si supiera, de algún modo, que ha sido medido. Como si simplemente definir su forma lo atrapara de algún modo. Escribe un número.

—¿Qué número?

—Cualquiera. Pero uno que pueda ser el tamaño de un llamaspren.

Ella así lo hizo. No sucedió nada.

—Tienes que medirlo de verdad —dijo él, golpeando suavemente la cuchara contra el lado del cuenco—. No fingirlo.

—Me pregunto por la precisión del instrumento —dijo ella—. Si uso uno que sea menos preciso ¿le dará más flexibilidad al spren? ¿O hay un umbral, una precisión más allá de la cual se encuentra limitado? —Se sentó, sintiéndose aturdida—. Tengo que investigar esto un poco más. Intentarlo con la luminosidad, y luego compararla con mi ecuación general de la luminosidad de los llamaspren en relación al fuego alrededor del que bailan.

Ashir sonrió.

—Eso, querida, se parece mucho a las matemáticas.

—En efecto.

—Entonces te prepararé un refrigerio para entretenerte mientras creas nuevas maravillas de cálculo y genio. —Sonrió y le besó la frente—. Has encontrado algo maravilloso —dijo con suavidad—. No sé todavía lo que significa, pero bien podría cambiar todo lo que comprendemos sobre el spren. Y tal vez sobre los fabriales.

Ella sonrió y volvió a sus ecuaciones. Y por una vez no le importó nada mientras él empezaba a charlar de sus ingredientes, elaborando una nueva fórmula para un plato azucarado que estaba seguro de que le iba a encantar.

Szeth-hijo-hijo-Vallano sin-verdad de Shinovar viró entre los dos guardias mientras sus ojos ardían. Los hombres se desplomaron en silencio.

Con tres rápidos golpes, descargó la espada esquirlada contra los goznes y la cerradura de la gran puerta. Entonces inspiró profundamente, absorbiendo la luz tormentosa de la bolsa de gemas que llevaba a la cintura. Se encendió de poder renovado y le dio una patada a la puerta con la fuerza amplificada por la luz.

La puerta voló hacia atrás, los goznes inútiles ya, y se estrelló contra el suelo y resbaló. El gran salón comedor estaba lleno de gente, chimeneas chisporroteantes y platos ruidosos. La pesada puerta se detuvo, y en el salón todos permanecieron en silencio.

«Lo siento», pensó. Entonces avanzó para iniciar la matanza.

Se produjo el caos. Gritos, chillidos, pánico. Szeth saltó a lo alto de la mesa más cercana y empezó a girar, abatiendo a todos los que tenía cerca. Al hacerlo, se aseguró de escuchar los sonidos de los que morían. No cerró sus oídos a los gritos. No ignoró los chillidos de dolor. Prestó atención a todos y cada uno.

Y se odió a sí mismo.

Avanzó, saltando de mesa en mesa, empuñando su espada esquirlada, un dios de luz tormentosa ardiente y muerte.

—¡Mis soldados! —gritó el ojos claros que estaba al fondo del salón—. ¿Dónde están mis soldados?

Grueso de cintura y ancho de hombros, el hombre tenía barba marrón cuadrada y nariz prominente. El rey Hanavanar de Jah Keved. No era un portador de esquirlada, aunque los rumores decían que guardaba en secreto una armadura.

Cerca de Szeth, hombres y mujeres huían, tropezando unos con otros. Cayó entre ellos, su ropa blanca ondeando. Abatió a un hombre que desenvainaba su espada, pero también a tres mujeres que solo querían escapar. Los ojos ardieron y los cuerpos se desplomaron.

Szeth extendió la mano atrás, infundiendo la mesa de la que había saltado y arrojándola luego a la pared del fondo con un lanzamiento básico, de los que cambiaban la dirección hacia abajo. La gran mesa de madera cayó de lado, arrollando a la gente, causando más gritos y más dolor.

Szeth descubrió que estaba llorando. Sus órdenes eran sencillas. Matar. Matar como nunca había matado antes. Tener a los inocentes llorando a tus pies y hacer que los ojos claros sollozaran. Y hacerlo vestido de blanco, para que todos supieran quién era. Szeth no puso objeciones. No era su lugar. Era un sin-verdad.

Y hacía lo que sus amos ordenaban.

Tres ojos claros reunieron valor para atacarlo, y Szeth alzó su espada esquirlada como saludo. Ellos entonaron gritos de batalla al cargar. Él guardó silencio. Una vuelta de muñeca cortó la hoja de la espada del primero. El trozo de metal giró en el aire mientras Szeth se interponía entre los otros dos y su espada les atravesaba el cuello. Cayeron a la vez, los ojos revueltos. Szeth golpeó al primer hombre desde atrás, clavándole la espada por la espalda y sacándola por el pecho.

El hombre cayó hacia delante con un agujero en la camisa, pero con la piel ilesa. Cuando cayó al suelo, su espada cortada resonó sobre las piedras.

Otro grupo atacó a Szeth desde el lado, y él congregó luz tormentosa en su mano y la arrojó con un lanzamiento completo hacia el suelo, a sus pies. Era el lanzamiento que unía objetos: cuando los hombres avanzaron, sus pies se pegaron al suelo. Tropezaron, y descubrieron que sus manos y cuerpos se lanzaban también hacia el suelo. Szeth pasó entre ellos apenado, golpeando.

El rey retrocedió, como para rodear la sala y escapar. Szeth roció la parte superior de una mesa con un lanzamiento completo, y luego la infundió toda con un lanzamiento básico también, apuntando hacia la puerta. La mesa saltó al aire y chocó contra la salida; el lado que tenía el lanzamiento completo la pegó a la pared. La gente intentó apartarse, pero eso solo los hizo agruparse mientras Szeth se internaba entre ellos, barriendo con la espada.

Tantas muertes. ¿Por qué? ¿Qué sentido tenía?

Cuando había atacado Alezkar seis años antes, le pareció una masacre. No sabía lo que era una verdadera masacre. Llegó a la puerta y se encontró ante los cadáveres de una treintena de personas, sus emociones capturadas en la tempestad de su luz tormentosa interior. Odió de pronto aquella luz tormentosa tanto como se odiaba a sí mismo. Tanto como a la espada maldita que empuñaba.

Y…, y al rey. Szeth se volvió hacia el hombre. Irracionalmente, su mente rota y confusa responsabilizó a este hombre. ¿Por qué había celebrado un banquete esta noche? ¿Por qué no podía haberse retirado temprano? ¿Por qué había invitado a tanta gente?

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