Los otros tres comprenderían. Además, Coreb cuidaría de ellos cuando fuera un ojos claros.
Amaram miró a Coreb, y luego asintió a sus ayudantes. Uno cerró los postigos de las ventanas. Los otros desenvainaron las espadas y avanzaron hacia los cuatro miembros restantes del pelotón de Kaladin.
Kaladin gritó y dio un salto hacia delante, pero dos de los oficiales se habían situado junto a él. Uno le descargó un puñetazo en el estómago en cuanto empezó a moverse. Le sorprendió tanto que el golpe lo alcanzó directamente y se quedó sin aire.
«No.»
Combatió el dolor y se volvió para enfrentarse al hombre. Los ojos de este se abrieron de par en par cuando el puñetazo lo alcanzó y lo envió de espaldas. Varios hombres se lanzaron contra él. No tenía armas y estaba tan cansado por la batalla que apenas podía mantenerse en pie. Lo derribaron al suelo dándole puñetazos en el costado y la espalda. Se desplomó, dolorido, pero aún pudo ver cómo los soldados se cernían sobre sus hombres.
Reesh fue abatido primero. Kaladin trató de gritar, extendiendo una mano, luchando por incorporarse.
«Esto no puede suceder. ¡Por favor, no!»
Hab y Alabet habían sacado sus cuchillos, pero cayeron rápidamente: un soldado apuñaló a Hab mientras los otros dos abatían a Alabet. El cuchillo de Alabet resonó al caer al suelo, seguido por su brazo, y luego por su cadáver.
Coreb duró más, pues retrocedió, las manos extendidas hacia delante. No gritó. Pareció comprender. Los ojos de Kaladin lagrimeaban, y los soldados lo agarraban por detrás, impidiéndole ayudar.
Coreb cayó de rodillas y empezó a suplicar. Uno de los hombres de Amaram lo cogió por el cuello y le cercenó limpiamente la cabeza. Todo terminó en cuestión de segundos.
—¡Hijo de puta! —gritó Kaladin, debatiéndose contra el dolor—. ¡La tormenta te lleve, hijo de puta!
Kaladin advirtió que estaba llorando, debatiéndose inútilmente contra los cuatro hombres que lo sujetaban. La sangre de los lanceros caídos empapaba las tablas del suelo.
Estaban muertos. Todos estaban muertos. ¡Padre Tormenta! ¡Todos ellos!
Amaram dio un paso adelante, la expresión sombría. Plantó una rodilla delante de Kaladin.
—Lo siento.
—¡Hijo de puta! —gritó Kaladin con todas sus fuerzas.
—No podía arriesgarme a que dijeran lo que han visto. Así es como debe ser, soldado. Es por el bien del ejército. Se les dirá que tu pelotón ayudó al portador de esquirlada. Verás, los hombres deben creer que yo lo maté.
—¡Vas a quedarte las esquirlas para ti!
—Estoy entrenado en la espada y estoy acostumbrado a la armadura. Serviré mejor a Alezkar si llevo las esquirlas.
—¡Podrías haberlas pedido! ¡La tormenta te lleve!
—¿Y cuando la noticia se corra por el campamento? —dijo Amaram, sombrío—. ¿Cuando se sepa que tú mataste al portador pero yo me quedé con las esquirlas? Nadie creería que las cediste por tu propia voluntad. Además, hijo, no me habrías dejado quedármelas. —Amaram sacudió la cabeza—. Habrías cambiado de opinión. Dentro de un día o dos, habrías querido la riqueza y el prestigio: los demás te habrían convencido. Habrías exigido que te las devolviera. Tardamos horas en decidirlo, pero Restares tiene razón: esto es lo que debe hacerse. Por el bien de Alezkar.
—¡No es por Alezkar! ¡Es por ti! ¡Tormenta, se supone que eres mejor que los demás!
Las lágrimas corrían por la barbilla de Kaladin.
Amaram pareció culpable de repente, como si admitiera que lo que Kaladin decía era verdad. Se dio la vuelta y llamó al guardatormentas. El hombre se volvió del brasero, empuñando algo que había estado calentando en las brasas. Un pequeño hierro de marcar.
—¿Todo es fingido? —preguntó Kaladin—. ¿El honorable brillante señor que se preocupa por sus hombres? ¿Mentira? ¿Todo mentira?
—Esto es por mis hombres —dijo Amaram. Sacó la espada del paño, empuñándola. La gema de su pomo lanzó un destello de luz blanca—. No puedes comprender el peso que cargo, lancero.
La voz de Amaram perdió parte de su tono calmado y razonado. Parecía a la defensiva.
—No puedo preocuparme por las vidas de unos pocos lanceros ojos oscuros cuando miles de personas podrían salvarse con mi decisión.
El guardatormentas avanzó hacia Kaladin, colocando en posición el hierro de marcar. Los glifos, a la inversa, decían
nahn
. Una marca de esclavo.
—Viniste a por mí —dijo Amaram, cojeando hacia la puerta y rodeando el cadáver de Reesh—. Por salvarme la vida, respeto la tuya. Cinco hombres contando la misma historia habrían sido creídos, pero un único esclavo será ignorado. En el campamento se dirá que no intentaste ayudar a tus amigos…, pero que tampoco intentaste detenerlos. Huiste y fuiste capturado por mi guardia.
Amaram vaciló junto a la puerta, el filo romo de la hoja esquirlada robada apoyado en su hombro. La culpa asomaba todavía en sus ojos, pero se controló y la ocultó.
—Serás degradado como desertor y marcado como esclavo. Pero mi misericordia te salva de la muerte.
Abrió la puerta y salió.
El hierro de marcar cayó, sellando el destino en su piel. Kaladin dejó escapar un último grito entrecortado.
FIN DE LA TERCERA PARTE
Baxil * Geranid * Szeth
Baxil recorría presuroso el deslumbrante pasillo del palacio, aferrado al abultado saco de herramientas. Oyó tras él un sonido parecido a una pisada y dio media vuelta con un respingo. No vio nada. El pasillo estaba vacío, una alfombra dorada en el suelo, espejos en las paredes, el techo abovedado cubierto de elaborados mosaicos.
—¿Quieres dejar de hacer eso? —dijo Av, que caminaba junto a él—. Cada vez que das un salto estoy a punto de atravesarte por sorpresa.
—No puedo evitarlo —dijo Baxil—. ¿No deberíamos hacer esto de noche?
—La señora sabe lo que hace —replicó Av. Como Baxil, era emuli y tenía la piel y el cabello oscuros. Pero estaba más seguro de sí mismo. Recorría los pasillos actuando como si lo hubieran invitado, la espada de ancha hoja envainada al hombro.
«Si el Primer Kadasix lo quiere —pensó Baxil—, preferiría que Av no tuviera nunca que desenvainar esa arma. Gracias.»
Su señora caminaba ante ellos, la otra única persona en el pasillo. No era emuli: ni siquiera parecía makabaki, aunque tenía la piel oscura y el cabello negro, largo y hermoso. Tenía ojos como los shin, pero era alta y esbelta, como los alezi. Av pensaba que era mestiza. O eso decía cuando se atrevía a hablar de esas cosas. La señora tenía buen oído. Un extraño buen oído.
Se detuvo en el siguiente cruce de pasillos. Baxil no evitó mirar de nuevo por encima del hombro. Av le dio un codazo, pero tampoco logró evitar aquella mirada. Sí, la señora decía que los servidores de palacio estarían ocupados preparando la nueva ala para los invitados, pero este era el hogar del mismísimo Ashno de Sages. Uno de los hombres más ricos y santos de todo Emul. Tenía cientos de servidores. ¿Y si uno de ellos aparecía en ese pasillo?
Los dos hombres se reunieron con su señora en el cruce. Baxil se obligó a bajar los ojos para no seguir mirando por encima del hombro, pero entonces se encontró mirando a la señora. Era peligroso estar al servicio de una mujer tan hermosa como ella, con aquel largo pelo negro y suelto que le llegaba hasta la cintura. Nunca vestía ropas de mujer, ni una túnica, ni un vestido ni una falda. Siempre pantalones, habitualmente elegantes y estrechos, con una espada de hoja fina al cinto. Sus ojos eran de un violeta tan claro que eran casi blancos.
Era sorprendente. Maravillosa, embriagadora, abrumadora.
Av le dio de nuevo un codazo en las costillas. Baxil dio un respingo y luego miró con dureza a su primo, frotándose el vientre.
—Baxil —dijo la señora—. Mis herramientas.
Él abrió la bolsa y le entregó un cinturón de herramientas plegado. Tintineó cuando ella lo recogió, sin mirarlo, y se internó en el pasillo a la izquierda.
Baxil observó, incómodo. Esto era el Salón Sagrado, el lugar donde los ricos colocaban imágenes de su Kadasix para rezar. La señora se acercó a la primera obra de arte. El cuadro mostraba a Epan, Dama de los Sueños. Era maravilloso, una obra maestra de pan de oro sobre lienzo negro.
La señora sacó un cuchillo y rasgó el cuadro. Baxil se estremeció, pero no dijo nada. Casi se había acostumbrado a la manera tan indiferente con que ella destruía obras de arte, aunque le sorprendiera. Sin embargo, ella les pagaba muy bien a los dos.
Av se apoyó contra la pared, hurgándose los dientes con una uña. Baxil trató de imitar su pose relajada. El gran pasillo estaba iluminado con chips de topacio colocados en hermosas lámparas, pero no hicieron ningún amago por apoderarse de ellos. A la señora no le gustaba robar.
—He estado pensando en seguir la Antigua Magia —dijo Baxil, en parte para no estremecerse mientras la señora se disponía a sacarle los ojos a un hermoso busto.
Av bufó.
—¿Por qué?
—No lo sé —dijo Baxil—. Parece que tiene algo que ver conmigo. Nunca lo he pretendido, ya sabes, y dicen que cada hombre tiene una oportunidad para pedir un favor a la Vigilante Nocturna. ¿Has usado la tuya?
—No —respondió Av—. No me apetece hacer el viaje hasta el Valle. Además, mi hermano fue. Volvió con las manos entumecidas. Nunca volvió a sentir con ellas.
—¿Qué favor pidió? —preguntó Baxil mientras la señora envolvía un jarrón con una tela y luego lo dejaba caer al suelo y aplastaba los pedazos.
—No lo sé. Nunca lo dijo. Parecía avergonzado. Probablemente pidió alguna tontería, como un buen corte de pelo. —Av hizo una mueca.
—Yo estaba pensando en algo más útil —dijo Baxil—. Como pedir valor ¿sabes?
—Si eso quieres, pienso que hay modos mejores que la Antigua Magia. Nunca se sabe con qué tipo de maldición acabarás.
—Podría expresar mi petición perfectamente.
—No funciona así —dijo Av—. No es un juego, no importa lo que cuenten las historias. La Vigilante Nocturna no te engaña ni retuerce tus palabras. Tú pides un favor. Ella te da lo que considera que mereces, y luego te da también una maldición. A veces está relacionada, a veces no.
—¿Desde cuándo eres un experto en eso? —preguntó Baxil. La señora estaba rasgando otro cuadro—. Creía que habías dicho que no has ido nunca.
—No he ido. Pero mi padre fue, mi madre también, y todos mis hermanos. Unos pocos consiguieron lo que querían. La mayoría lamentaron la maldición, excepto mi padre. Consiguió un montón de tela buena, y la vendió para impedir que muriéramos de hambre durante la hambruna del lurnip de hace unas cuantas décadas.
—¿Cuál fue su maldición?
—A partir de entonces vio el mundo del revés.
—¿De verdad?
—Sí —dijo Av—. Todo cambiado. Como si la gente caminara por el techo y tuviera el cielo debajo. Pero decía que se acostumbró bastante rápido y cuando murió ya no consideraba que fuera una maldición.
Solo pensar en esa maldición hacía que Baxil se sintiera enfermo.
Miró el saco de herramientas. Si no fuera tan cobarde ¿no sería tal vez capaz de convencer a la señora para que lo considerara algo más que músculo contratado?
«Si el Primer Kadasix lo quiere —pensó—, sería muy agradable saber qué hacer. Gracias.»
La señora regresó, el pelo un poco despeinado. Extendió la mano.
—La maza acolchada, Baxil. Hay una estatua entera ahí.
Él sacó la maza del saco y se la entregó.
—Tal vez debería conseguirme una hoja esquirlada —dijo ella con aire ausente, cargándose la herramienta al hombro—. Pero entonces esto sería demasiado fácil.
—No me importaría que fuera demasiado fácil, señora —comentó Baxil.
Ella hizo una mueca y volvió a la sala. Pronto empezó a golpear una estatua al fondo. Le rompió los brazos. Baxil dio un respingo.
—Alguien va a escuchar eso.
—Sí —contestó Av—. Probablemente por eso esperó a dejarlo para el final.
Por fin los golpes quedaron apagados por el acolchado de la maza. Tenían que ser los únicos ladrones que se colaban en las casas de los ricos y no se llevaban nada.
—¿Por qué hace esto, Av? —preguntó Baxil.
—No lo sé. Tal vez deberías preguntárselo a ella.
—¡Creí que habías dicho que no debería hacer eso nunca!
—Depende. ¿Hasta qué punto aprecias tus miembros?
—Bastante.
—Bueno, pues si alguna vez quieres cambiar ese aprecio, empieza haciéndole a la señora preguntas molestas. Hasta entonces, cállate.
Baxil no dijo nada más. «La Antigua Magia —pensó—. Podría cambiarme. Iré a buscarla.»
Sin embargo, conociendo su suerte, no podría encontrarla. Suspiró y se apoyó de nuevo contra la pared mientras los golpes apagados seguían resonando.