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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (123 page)

BOOK: El camino de los reyes
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—Nunca he dicho que lo estuvieras.

—En realidad, creo que sí.

Adolin miró a su hermano. Renarin estaba de pie junto a la chimenea, inspeccionando el nuevo fabrial que habían instalado allí hacía solo unos días. El rubí infuso, engarzado en metal, brillaba suavemente y desprendía un calor confortable. Era conveniente, aunque a Adolin le parecía mal que ningún fuego crepitara.

Los tres estaban solos, esperando la llegada de la alta tormenta de hoy. Había pasado una semana desde que Dalinar informara a sus hijos de su intención de dejar de ser alto príncipe.

El padre de Adolin estaba sentado en uno de sus grandes sillones de respaldo alto, las manos unidas ante él, estoico. En los campamentos no se sabía todavía su decisión (benditos fueran los Heraldos), pero pretendía hacer pronto el anuncio. Tal vez en el banquete de esta noche.

—Muy bien, de acuerdo —dijo Adolin—. Tal vez lo dije. Pero no lo dije en serio. O al menos no pretendía que tuviera ese efecto en ti.

—Tuvimos esta discusión hace una semana, Adolin —dijo Dalinar en voz baja.

—¡Sí, y prometiste pensártelo!

—Lo he hecho. Mi decisión no ha cambiado.

Adolin continuó caminando de un lado a otro. Renarin se irguió, mirándolo. «Soy un necio —pensó Adolin—. Pues claro que esto es lo que haría padre. Tendría que haberlo visto.»

—Mira —dijo Adolin—, que puedas tener algunos problemas no significa que tengas que abdicar.

—Adolin, nuestros enemigos usarán mi debilidad contra nosotros. De hecho, creo que ya lo están haciendo. Si no cedo el principado ahora, las cosas empeorarán mucho más.

—Pero yo no quiero ser alto príncipe —se quejó Adolin—. Todavía no, al menos.

—El liderazgo rara vez es lo que queremos, hijo. Creo que entre la élite alezi demasiado pocos se dan cuenta de eso.

—¿Y qué te pasará a ti? —preguntó Adolin, dolido. Se detuvo y miró a su padre.

Dalinar se mostraba muy firme, incluyo cuando reflexionaba sobre su locura. Las manos unidas, el uniforme azul con su guerrera de azul Kholin, el pelo plateado insinuándose en sus sienes. Esas manos suyas eran gruesas y callosas, su expresión decidida. Dalinar había tomado una decisión y se ceñía a ella, sin dudas ni discutir.

Loco o no, era lo que Alezkar necesitaba. Y, en su precipitación, Adolin había hecho lo que ningún guerrero había sido capaz de hacer en el campo de batalla: cortarle las piernas a Dalinar Kholin y expulsarlo derrotado.

«Oh, Padre Tormenta —pensó, con un nudo de dolor en el estómago—. Jezerezeh, Kelek e Ishi, Heraldos de arriba. Permitidme encontrar un modo de enmendar esto. Por favor.»

—Regresaré a Alezkar —dijo Dalinar—. Aunque no me agrada dejar a nuestro ejército sin un portador de esquirlada. Podría…, pero no, no podría renunciar a ellas. ¡Pues claro que no! —dijo Adolin, pálido. ¿Un portador, renunciando a sus esquirladas? No sucedía casi nunca a menos que el portador estuviera demasiado débil y enfermo para usarlas.

Dalinar asintió.

—Me preocupa de hace mucho tiempo que nuestra patria corra peligro, ahora que todos los portadores de esquirlada combaten aquí en las Llanuras. Bien, quizás este cambio de aires sea una bendición. Regresaré a Kholinar y ayudaré a la reina, seré útil en la lucha contra las incursiones fronterizas. Tal vez los reshi y los veden sean más reacios a actuar contra nosotros si saben que van a enfrentarse a un portador completo.

—Es posible —dijo Adolin—. Pero también podrían reaccionar con una escalada bélica y empezar a enviar portadores en sus incursiones.

Eso pareció preocupar a su padre. Jah Keved era el otro único reino de Roshar que poseía un número sustancial de esquirladas, casi tantas como Alezkar. No habían entrado en guerra directa entre sí desde hacía siglos. Alezkar había estado demasiado dividida, y otro tanto sucedía en Jah Keved. Pero si los dos reinos chocaban, habría una guerra como no se conocía desde los días de la Hierocracia.

Un trueno lejano retumbó en el exterior, y Adolin se volvió bruscamente hacia su padre. Dalinar permaneció en su asiento, mirando hacia el oeste, al otro lado de la tormenta.

—Continuaremos esta discusión después —dijo Dalinar—. Ahora, debéis atarme los brazos al sillón.

Adolin hizo una mueca, pero obedeció sin quejarse.

Dalinar parpadeó y miró alrededor. Estaba en las almenas de una fortaleza de una sola muralla. Hecha con grandes bloques de piedra rojo oscuro, la muralla era alta y recta. Estaba construida a sotavento en la falla de una alta formación rocosa que se alzaba sobre una llanura de piedra, como una hoja mojada pegada en la grieta de un peñasco.

«Estas visiones parecen tan reales», pensó Dalinar, mirando la lanza que tenía en la mano y luego a su anticuado uniforme: una falda de tela y una pelliza de cuero. Era difícil recordar que en realidad estaba sentado en su sillón, atado de brazos. No podía sentir las cuerdas ni oír la alta tormenta.

Pensó en esperar a que pasara la visión sin hacer nada. Si esto no era real ¿por qué participar? Sin embargo, no acababa de creer (no podía creer por completo) que estuviera ideando estos delirios por su cuenta. Su decisión de abdicar en Adolin estaba motivada por sus dudas. ¿Estaba loco? ¿Malinterpretaba lo que ocurría? Como mínimo, ya no podía confiar en sí mismo. No sabía qué era real y qué no lo era. En una situación semejante un hombre debía renunciar a su autoridad y resolver las cosas.

Fuera como fuese, sentía la necesidad de vivir sus visiones, no de ignorarlas. Una parte desesperada de él todavía esperaba hallar una solución antes de verse forzado a la abdicación formal. No dejaba que esa parte ganara demasiado control: un hombre tenía que hacer lo que debía. Pero Dalinar estaba dispuesto a aceptar lo siguiente: trataría a la visión como real mientras fuera parte de ella. Si había secretos que descubrir aquí, solo los encontraría siguiendo la corriente.

Miró a su alrededor. ¿Qué le mostraban esta vez, y por qué? La lanza era de buen acero, aunque su casco parecía de bronce. Uno de los seis hombres que lo acompañaban en la muralla llevaba un peto de bronce: otros dos tenían uniformes de cuero remendados, cortados y vueltos a coser con grandes puntadas.

Los hombres remoloneaban, mirando ociosos más allá de la muralla. «Servicio de guardia», pensó Dalinar, acercándose a escrutar el paisaje. Esta formación rocosa se hallaba al final de una enorme llanura: el emplazamiento perfecto para una fortaleza. Ningún ejército podría acercarse sin ser visto.

El aire era tan frío que pegotes de hielo se aferraban a la piedra en las esquinas en sombras. La luz del sol hacía poco por dispersar el frío, y el clima explicaba la falta de hierba: las hojas estarían recogidas en sus agujeros, esperando el alivio del tiempo primaveral.

Dalinar se arrebujó en su capa, lo que impulsó a uno de sus compañeros a hacer lo mismo.

—Tiempo de tormentas —murmuró el hombre—. ¿Cuánto más va a durar? Ya lleva ocho semanas.

¿Ocho semanas? ¿Cuarenta días de invierno seguidos? Eso era raro. A pesar del frío, los otros tres soldados parecían cualquier cosa menos comprometidos con su deber de guardia. Uno incluso estaba dormitando.

—Permaneced alerta —les reprendió Dalinar.

Ellos lo miraron. El que estaba adormilado despertó, parpadeando. Los tres parecían incrédulos. Uno de ellos, alto y pelirrojo, hizo una mueca.

—¿Y eso lo dices tú, Leef?

Dalinar reprimió una réplica. ¿Cómo quién lo veían?

El aire frío convertía su aliento en vaho, y desde atrás pudo oír el sonido del metal que producían los hombres que trabajaban en las forjas y los yunques de abajo. Las puertas de la fortaleza estaban cerradas, y las torres de arqueros a izquierda y derecha estaban ocupadas. Estaban en guerra, pero el servicio de guardia era siempre aburrido. Hacían falta soldados bien entrenados capaces de permanecer alerta durante horas y horas. Tal vez por eso había tantos soldados aquí: si la calidad de los ojos que vigilaban no podía asegurarse, entonces serviría la cantidad.

Sin embargo, Dalinar tenía una ventaja. Las visiones nunca le mostraban episodios de paz ociosa: lo enviaban a épocas de conflicto y cambio. Momentos decisivos. Y por eso, a pesar de las docenas de ojos vigilantes, fue el primero en localizar aquello.

—¡Allí! —dijo, asomándose al borde de la áspera piedra almenada—. ¿Qué es eso?

El pelirrojo se hizo pantalla con una mano.

—Nada. Una sombra.

—No, se está moviendo —dijo otro hombre—. Parece gente. En marcha.

El corazón de Dalinar empezó a martillear de expectación cuando el pelirrojo dio la voz de alerta. Más arqueros acudieron a la almena, preparando sus arcos. Los soldados se reunieron en el patio rojizo de abajo. Todo estaba hecho de la misma roca roja, y Dalinar oyó a uno de los soldados referirse a este lugar como «Fortaleza de la Fiebre de Piedra». Nunca había oído hablar de él.

Los exploradores salieron a caballo de la fortaleza. ¿Por qué no tenían jinetes fuera ya?

—Tiene que ser el ejército de defensa de retaguardia —murmuró un soldado—. No pueden haber rebasado nuestras líneas. No con los Radiantes luchando…

¿Radiantes? Dalinar se acercó a escuchar, pero el hombre lo miró con mala cara y se dio la vuelta. Fuera quien fuese Dalinar, no le tenían demasiado aprecio.

Al parecer, esta fortaleza era una posición secundaria en la retaguardia. Por tanto, las fuerzas que se acercaban eran amigas, salvo que el enemigo se hubiera abierto paso y enviara una avanzadilla para asediarlos. Eran la reserva, entonces, y probablemente se habían quedado con pocos caballos. Pero de todas formas deberían haber tenido jinetes ahí fuera.

Cuando los exploradores regresaron finalmente a la fortaleza, llevaban banderas blancas. Dalinar miró a sus compañeros y confirmó sus sospechas al verlos relajarse. Blanco significaba amigos. ¿Pero lo habrían enviado aquí si fuera tan sencillo? Si esto era solo su mente, ¿fabricaría una visión simple y aburrida cuando nunca lo había hecho antes?

—Tenemos que estar alerta por si es una trampa —dijo Dalinar—. Que alguien averigüe qué han visto esos exploradores. ¿Identificaron los estandartes solamente, o pudieron verlos de cerca?

Los otros soldados, incluyendo algunos de los arqueros que ahora llenaban la muralla, le dirigieron miradas de extrañeza. Dalinar maldijo para sus adentros y miró de nuevo a la tropa que se acercaba. Tenía una sensación ominosa en la nuca. Ignorando las miradas, cogió su lanza y corrió por la muralla hasta que encontró unas escaleras sin barandilla que bajaban en zigzag de lo alto. Había estado en estas fortificaciones antes, y sabía cómo hacerlo para evitar el vértigo.

Llegó abajo y, con la lanza en el hombro, se puso a buscar a alguien al mando. Los edificios de la Fortaleza de la Fiebre de Piedra eran macizos y utilitarios, construidos unos contra otros a lo largo de las paredes de aquella falla. La mayoría tenían depósitos cuadrados en la parte superior para recoger la lluvia. Con buenos almacenes para la comida (o, con suerte, una animista), esa fortaleza podría aguantar un asedio durante años.

No sabía leer las insignias de rango, pero reconoció a un oficial cuando vio a uno con una capa rojo sangre con un grupo de guardias de honor. No llevaba cota de malla, solo una brillante coraza de bronce y cuero, y hablaba con uno de los exploradores. Dalinar corrió a su encuentro.

Solo entonces vio que los ojos del hombre eran marrón oscuro. Eso le produjo un arrebato de incredulidad. Los que lo rodeaban trataban al hombre como si fuera un brillante señor.

—… la Orden de los Guardapiedras, mi señor —decía el explorador, todavía a caballo—. Y gran número de correvientos. Todos a pie.

—¿Pero por qué? —preguntó el oficial ojos oscuros—. ¿Por qué vienen aquí los Heraldos? ¡Deberían estar combatiendo a los demonios en el frente!

—Mi señor —dijo el explorador—, nuestras órdenes eran regresar en cuanto los identificáramos.

—¡Bien, volved y averiguad por qué están aquí! —gritó el oficial, haciendo que el explorador diera un respingo antes de darse media vuelta y marcharse.

Los Radiantes. De un modo u otro, solían estar conectados con las visiones de Dalinar. Cuando el oficial empezó a dar órdenes a sus ayudantes, diciéndoles que prepararan los refugios vacíos para los caballeros, Dalinar siguió al explorador hacia la muralla. Los hombres estaban allí agolpados junto a las troneras, contemplando la llanura. Como los de arriba, llevaban uniformes diversos que parecían remendados. No eran un grupo harapiento, pero era evidente que vestían atuendos de segunda mano.

El explorador salió por una puerta secundaria mientras Dalinar llegaba a la sombra de la enorme muralla y se acercaba a un grupo de soldados.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Los Radiantes —dijo uno de los hombres—. Han echado a correr.

—Es casi como si fueran a atacar —comentó otro. Se rio ante lo ridículo que eso parecía, aunque había cierto tono de inseguridad en su voz.

«¿Qué?», pensó Dalinar, ansioso.

—Dejadme ver.

Sorprendentemente, los soldados lo dejaron pasar. Mientras avanzaba, Dalinar pudo sentir su confusión. Había dado la orden con la autoridad de un alto príncipe y un ojos claros, y ellos habían obedecido instintivamente. Ahora que lo veían, se mostraban inseguros. ¿Qué hacía un simple guardia impartiendo órdenes?

No les dio ninguna oportunidad de cuestionarlo. Subió a la plataforma junto a la muralla, donde una ventana rectangular se abría a la llanura. Era demasiado pequeña para que cupiese un hombre, pero lo bastante ancha para que los arqueros pudieran disparar. A través de ella, Dalinar vio que los soldados que se acercaban habían formado una clara línea. Hombres y mujeres con brillantes armaduras esquirladas cargaron. El explorador se detuvo a mirar a los portadores. Corrían hombro con hombro, ninguno fuera de sitio. Como una ola cristalina. A medida que se fueron acercando, Dalinar pudo ver que sus armaduras no estaban pintadas, pero brillaban azules o ámbar en las juntas y en los glifos de delante, como los otros Radiantes que había visto en sus visiones.

—No han sacado sus espadas esquirladas —dijo Dalinar—. Eso es buena señal.

El explorador hizo retroceder a su caballo. Parecía haber doscientos portadores allí fuera. Alezkar poseía unas veinte hojas, y Jah Keved un número similar. Si se sumaban todas las demás que había en el mundo, habría suficientes para igualar a los dos poderosos reinos vorin. Eso significaba, por lo que Dalinar sabía, que había menos de cien espadas en todo el mundo. Y ahí veía a doscientos portadores reunidos en un solo ejército. Era sobrecogedor, inquietante.

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