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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (136 page)

BOOK: El camino de los reyes
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—Kaladin, no estás maldito.

—Acabas de decir que no sabes lo que está pasando.

Caminó de un lado a otro del callejón. En la pared, la piedra finalmente se soltó y cayó al suelo.

—¿Puedes decir, con toda certeza, que lo que estoy haciendo puede no haber atraído la mala suerte sobre mí? ¿Sabes lo suficiente para negarlo por completo, Syl?

Ella permaneció de pie en el aire, cruzada de brazos, sin decir nada.

—Esta…, cosa —dijo Kaladin, señalando la piedra—. No es natural. Los Radiantes traicionaron a la humanidad. Sus poderes los dejaron, y fueron maldecidos. Todo el mundo conoce las leyendas —se miró las manos, todavía brillantes, aunque más débilmente que antes—. Sea lo que sea que hayamos hecho, sea lo que sea que me haya pasado, de algún modo he atraído sobre mí la misma maldición. Por eso todos los que están a mi alrededor mueren cuando intento ayudarlos.

—¿Y crees que eso es una maldición?

—Yo… Bueno, tú has dicho que eres parte de ella, y…

Syl avanzó, señalándolo, una mujer diminuta y airada flotando en el aire.

—¿Así que crees que yo he causado todo esto? ¿Tus fracasos? ¿Las muertes?

Kaladin no respondió. Casi de inmediato advirtió que el silencio podía ser la peor respuesta. Syl, sorprendentemente humana en sus emociones, giró en el aire con expresión herida y se marchó, formando un lazo de luz.

«Estoy exagerando», se dijo. Estaba muy perturbado. Se apoyó contra la pared, la mano en la cabeza. Antes de tener tiempo de poner en orden sus pensamientos, unas sombras oscurecieron la entrada al callejón. Teft y Lopen.

—¡Rocas parlantes! —dijo Lopen—. Sí que brillas en la oscuridad, gancho.

Teft agarró a Kaladin por el hombro.

—No se lo va a decir a nadie, muchacho. Me aseguraré de ello.

—Sí, gancho. Juro que no diré nada. Puedes confiar en los herdazianos.

Kaladin los miró a los dos, abrumado. Pasó junto a ellos, salió del callejón y cruzó el patio, huyendo de sus miradas curiosas.

Para cuando anocheció, la luz había dejado de fluir del cuerpo de Kaladin. Se había difuminado como un fuego apagado, y solo tardó unos minutos en desvanecerse.

Kaladin caminaba hacia el sur por el borde de las Llanuras Quebradas, en esa zona de transición entre los campamentos y las Llanuras mismas. En algunas zonas, como el punto de encuentro cerca del aserradero de Sadeas, había una suave pendiente. En otros había un leve risco, de unos tres metros de alto. Pasaba por uno de ellos ahora, las rocas a la derecha, las Llanuras despejadas a la izquierda.

Huecos, grietas y hendiduras salpicaban la roca. Algunas secciones en sombras ocultaban todavía charcos de agua de las últimas altas tormentas. Las criaturas todavía correteaban sobre las rocas, aunque el frío aire nocturno pronto las llevaría a ocultarse. Pasó junto a un lugar picoteado de pequeños agujeros llenos de agua; cremlinos de muchas patas y diminutas pinzas, sus cuerpos alargados recubiertos por un caparazón, lamían y se alimentaban en los bordes. Un pequeño tentáculo se disparó, agarrando algo dentro del agujero. Posiblemente una lapa.

La hierba crecía a este lado del risco, y las hojas asomaban de sus agujeros. Puñados de dedosdemusgo brotaban como flores entre el verde. Sus brillantes zarcillos rosas y púrpuras parecían tentáculos que se agitaban al viento. Cuando Kaladin pasó, la tímida hierba se retiró, pero los dedosdemusgo eran más osados. Solo se metían dentro de sus conchas si golpeaba la roca cerca de ellos.

Sobre él, en el risco, unos cuantos guardias vigilaban las Llanuras Quebradas. Esta zona no pertenecía a ningún alto príncipe concreto, y los guardias ignoraron a Kaladin. Solo lo detendrían si intentaba salir de los campamentos por el sur o por el norte.

Ninguno de los hombres del puente lo siguió. No estaba seguro de qué les habría contado Teft. Tal vez les había dicho que estaba afectado por la muerte de Mapas.

Era extraño estar solo. Desde que Amaram lo traicionó y lo convirtió en esclavo, siempre había estado en compañía de otros. Esclavos con quienes había hecho planes. Hombres de los puentes con los que había trabajado. Soldados que lo custodiaban, amos de esclavos que le daban palizas, amigos que dependían de él. La última vez que estuvo solo fue aquella noche en que permaneció atado para que lo matara la alta tormenta.

«No. No estaba solo aquella noche. Syl estaba allí.» Bajó la cabeza y dejó atrás las pequeñas grietas en el terreno a su izquierda. Esas líneas acababan en los abismos a medida que se dirigían hacia el este.

¿Qué le estaba pasando? No eran delirios suyos. Teft y Lopen lo habían visto también. De hecho, Teft parecía esperarlo.

Kaladin debería de haber muerto durante aquella alta tormenta. Y sin embargo estaba consciente y caminando poco después. Sus costillas debían de estar todavía heridas, pero no le dolían desde hacía semanas. Sus esferas, y las de los otros hombres del puente que estaban cerca de él, agotaban continuamente su luz tormentosa.

¿Lo había cambiado la alta tormenta? Pero no, había descubierto esferas agotadas antes de que lo colgaran para morir. Y Syl…, había admitido su responsabilidad en algunas cosas que habían sucedido. Esto venía sucediendo desde hacía mucho tiempo.

Se detuvo a descansar junto a una formación rocosa, haciendo que la hierba se encogiera. Miró hacia el este, más allá de las Llanuras Quebradas. Su hogar. Su sepulcro. Esta vida aquí lo estaba destrozando. Los hombres del puente se miraban en él, lo consideraban su líder, su salvador. Pero Kaladin sentía grietas interiores, como las grietas de la piedra en las lindes de las Llanuras.

Esas grietas se estaban agrandando. Seguía haciéndose promesas a sí mismo, como el hombre que corre una larga distancia sin que le quede ya energía. Solo un poco más lejos. Corre hasta la siguiente colina. Entonces podrás detenerte. Diminutas fracturas, fisuras en la piedra.

«He hecho bien en venir aquí —pensó—. Somos iguales tú y yo. Soy como tú.» ¿Qué es lo que habría quebrado las Llanuras en primer lugar? ¿Algún tipo de peso grande?

Una melodía empezó a sonar en la distancia, transmitiéndose por las Llanuras. Kaladin dio un respingo al escucharla. Era tan inesperada, tan fuera de lugar, que resultaba inquietante a pesar de su suavidad.

Los sonidos llegaban de las Llanuras. Vacilante, pero incapaz de resistirse, Kaladin echó a andar. Hacia el este, hacia la plana roca batida por los vientos. Los sonidos se fueron haciendo más fuertes a medida que caminaba, pero seguían siendo fantasmales, elusivos. Una flauta, aunque de tono más bajo que la mayoría que había oído.

Al acercarse, olió a humo. Un fuego ardía allí. Una hoguera diminuta.

Kaladin se acercó al borde de esa península, un abismo que crecía de las grietas hasta perderse en la oscuridad. En la misma punta de la península, rodeado en tres lados por un abismo, Kaladin encontró a un hombre sentado en un peñasco, vestido con un uniforme negro de ojos claros. Delante de él ardía un pequeño fuego en la concha de un rocapullo. El hombre tenía el pelo corto y negro, el rostro anguloso. A la cintura llevaba una fina espada en una vaina negra.

Los ojos del hombre eran azul claro. Kaladin nunca había visto a un hombre ojos claros tocar la flauta. ¿No consideraban la música una empresa femenina? Los hombres ojos claros cantaban, pero no tocaban instrumentos a menos que fueran fervorosos.

Este hombre tenía gran talento. La melodía que tocaba era extraña, casi irreal, como algo surgido de otro lugar y otro tiempo. Hacía eco en el abismo y volvía; casi parecía que el hombre estuviera tocando un dueto consigo mismo.

Kaladin se detuvo a corta distancia, advirtiendo que lo último que quería era tratar con un brillante señor, sobre todo con uno tan excéntrico como para vestir de negro y perderse en las Llanuras Quebradas para practicar la flauta. Kaladin dio media vuelta para marcharse.

La música cesó. Kaladin se detuvo.

—Siempre me preocupa que se me olvide tocarla —dijo una suave voz a sus espaldas—. Es una tontería, lo sé, considerando el tiempo que llevo practicando. Pero hoy en día apenas le prestó la atención que se merece.

Kaladin se volvió hacia el desconocido. Su flauta estaba tallada en madera oscura, casi negra. El instrumento parecía demasiado ordinario para pertenecer a un ojos claros, pero el hombre lo sostenía en las manos con reverencia.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Kaladin.

—Estoy sentado. De vez en cuando toco.

—Quiero decir ¿por qué estás aquí?

—¿Por qué estoy aquí? —preguntó el hombre, bajando la flauta, echándose atrás y relajándose—. ¿Por qué estamos todos aquí? Es una pregunta bastante profunda para un primer encuentro, hombre del puente. Generalmente prefiero las presentaciones antes de la teología. Y el almuerzo, también, si puedo encontrarlo. Tal vez una buena siesta. De hecho, cualquier cosa debería venir antes que la teología. Pero sobre todo las presentaciones.

—Muy bien —dijo Kaladin—. ¿Y tú…?

—Estoy sentado. Y ocasionalmente juego…, con las mentes de los hombres de los puentes.

Kaladin se ruborizó y dio media vuelta para marcharse. Que el necio ojos claros dijera, e hiciera, lo que quisiese. Kaladin tenía que pensar en las decisiones difíciles que debía tomar.

—Bueno, pues buen viaje —dijo el ojos claros desde atrás—. Me alegro de que te vayas. No te querría demasiado cerca. Estoy muy apegado a mi luz tormentosa.

Kaladin se detuvo. Entonces giró sobre sus talones.

—¿Qué?

—Mis esferas —dijo el extraño hombre, alzando lo que parecía ser un broam de esmeralda plenamente infuso—. Todo el mundo sabe que los hombres de los puentes son ladrones, o al menos mendigos.

Naturalmente. Se refería a las esferas. No sabía de la…, aflicción de Kaladin. ¿No? Los ojos del hombre chispearan como si acabara de gastar una gran broma.

—No te sientas insultado porque te llamen ladrón —dijo el hombre, alzando un dedo. Kaladin frunció el ceño. ¿Dónde había ido a parar la esfera? La tenía en esa mano—. Lo decía como un cumplido.

—¿Un cumplido? ¿Llamar ladrón a alguien?

—Por supuesto. Yo mismo soy un ladrón.

—¿Ah, sí? ¿Y qué robas?

—Orgullo —respondió el hombre, inclinándose hacia delante—. Y ocasionalmente aburrimiento, si puedo enorgullecerme de ello. Soy el sagaz del rey. O lo era hasta hace poco. Creo que probablemente pronto perderé el título.

—¿El qué del rey?

—Sagaz. Mi trabajo es ser ingenioso.

—Decir cosas confusas no es lo mismo que ser ingenioso.

—Ah —dijo el hombre, los ojos chispeando—. Ya demuestras más sabiduría que muchos de los que he conocido últimamente. ¿Qué es ser ingenioso, entonces?

—Decir cosas inteligentes.

—¿Y qué es la inteligencia?

—Yo… —¿Por qué estaba teniendo esta conversación?—. Supongo que la capacidad de decir y hacer las cosas adecuadas en el momento adecuado.

El sagaz del rey ladeó la cabeza, luego sonrió. Finalmente, le tendió la mano a Kaladin.

—¿Y cuál es tu nombre, mi reflexivo hombre del puente?

Kaladin, vacilante, alzó su propia mano.

—Kaladin. ¿Y el tuyo?

—Tengo muchos —el hombre le estrechó la mano—. Empecé la vida como una idea, un concepto, palabras en una página. Es otra cosa que robé. A mí mismo. En otra ocasión, me pusieron el nombre de una piedra.

—Uno bonito, espero.

—Precioso. Y un nombre que ha perdido por completo valor por haberlo llevado yo.

—Bueno, ¿cómo te llaman ahora?

—Muchas cosas, y solo algunas de ellas agradables. Casi todas ciertas, por desgracia. Tú, sin embargo, puedes llamarme Hoid.

—¿Tu nombre?

—No. El nombre de alguien a quien debería haber amado. Una vez más, es algo que robé. Es lo que hacemos los ladrones.

Miró hacia el este, sobre las Llanuras que oscurecían rápidamente. El pequeño fuego que ardía junto al peñasco de Hoid proyectaba una luz furtiva, roja por las brasas titilantes.

—Bueno, ha sido un placer conocerte —dijo Kaladin—. Seguiré mi camino…

—No antes de que te dé algo —Hoid recogió su flauta—. Espera, por favor.

Kaladin suspiró. Tenía la sensación de que este extraño hombre no iba a dejarlo escapar hasta que hubiera terminado.

—Es una flauta de caminante —dijo Hoid, contemplando la madera oscura—. La utilizan los cuentacuentos, y las tocan mientras cuentan una historia.

—Quieres decir para acompañar a un cuentacuentos. Alguien más la toca mientras él habla.

—De hecho, quería decir lo que he dicho.

—¿Cómo puede un hombre contar una historia mientras toca la flauta?

Hoid alzó una ceja, luego se llevó la flauta a los labios. La tocaba de forma diferente a las flautas que Kaladin había visto: en vez de sostenerla delante, la tocaba de lado. Probó unas cuantas notas. Tenían el mismo tono melancólico que Kaladin había oído antes.

—Esta historia es sobre Derethil y el
Vela Errante
.

Empezó a tocar. Las notas eran más rápidas, más afiladas, que las que había tocado antes. Casi parecían atropellarse unas encima de otras, surgiendo de la flauta como niños que corren por ser el primero. Eran hermosas y nítidas, subían y bajaban en la escala, intrincadas como una alfombra tejida.

Kaladin se sintió transfigurado. La tonada era potente, casi exigente. Como si cada nota fuera un gancho tendido para aferrarse a su carne y atraerlo.

Hoid se detuvo bruscamente, pero las notas continuaron resonando en el abismo, volviendo mientras hablaba.

—Derethil es bien conocido en algunas tierras, aunque lo he oído mencionar menos aquí en el este. Fue rey durante los días de sombras, la época antes de la memoria. Un hombre poderoso. Comandante de miles, líder de decenas de miles. Alto, regio, bendito con piel clara y ojos aún más claros. Un hombre a envidiar.

Justo cuando los ecos empezaron a apagarse abajo, Hoid empezó a tocar de nuevo, recogiendo el ritmo. Pareció continuar justo donde el eco de las notas se hacía más suave, como si nunca hubiera habido una pausa en la música. Las notas se volvieron más suaves, sugiriendo a un rey que caminara por la corte con sus ayudantes. Mientras Hoid tocaba, los ojos cerrados, se inclinó hacia el fuego. El aire que soplaba en la flauta avivó el humo, agitándolo.

La música se hizo más suave. El humo giró, y a Kaladin le pareció que podía distinguir el rostro de un hombre en las pautas del humo, un hombre de barbilla puntiaguda y altos pómulos. No estaba realmente allí, por supuesto. Era solo imaginación. La sobrecogedora canción y el humo al girar parecían animar su imaginación.

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