A su lado, Elhokar sonrió.
—Sadeas, eso ha sido muy astuto. ¿Tendré que nombrarte nuevo sagaz?
—¿Qué le ha pasado al antiguo? —La voz de Sadeas mostró curiosidad, incluso ansiedad, como si esperara oír que la tragedia había asolado a Sagaz.
La sonrisa de Elhokar se convirtió en una mueca.
—Se ha ido.
—¿Y eso? Qué decepcionante.
—Bah. —Elhokar agitó una mano—. Lo hace de vez en cuando. Ya regresará. Es tan poco de fiar como la misma Condenación. Si no me hiciera reír como lo hace, lo habría reemplazado hace varias estaciones.
Guardaron silencio, y el duelo continuó. Unos cuantos ojos claros más, hombres y mujeres, lo seguían también, sentados en la grada escalonada. Dalinar advirtió con incomodidad que Navani había llegado, y charlaba con un grupo de mujeres, incluyendo el último capricho de Adolin, la escriba de pelo castaño.
Los ojos de Dalinar se posaron en Navani, absorbiendo su vestido violeta, su madura belleza. Había registrado sus visiones más recientes sin quejarse, y parecía haberlo perdonado por echarla tan bruscamente de sus aposentos. Nunca se burlaba de él, nunca se mostraba escéptica. Él lo agradecía. ¿Debería darle las gracias? ¿O lo consideraría una invitación?
Apartó la mirada, pero descubrió que no podía ver a los duelistas sin dejar de mirarla con el rabillo del ojo. Así que, en cambio, miró al cielo, entornando los ojos contra el sol de la tarde. Desde abajo llegaban los sonidos del metal golpeando contra el metal. Tras él, varios grandes caracoles se aferraban a la roca, esperando el agua de la alta tormenta.
Tenía tantas preguntas, tantas incertidumbres. Escuchaba
El camino de los reyes
y se esforzaba por descubrir qué habían querido decir las últimas palabras de Gavilar. Como si, de algún modo, tuvieran la clave tanto de su locura como de la naturaleza de sus visiones. Pero la verdad era que no sabía nada, y no podía fiarse de sus propias decisiones. Eso lo estaba deshaciendo, poco a poco, fibra a fibra.
Las nubes parecían menos frecuentes aquí, en estas llanuras barridas por el viento. Solo el ardiente sol roto por las furiosas altas tormentas. El resto de Roshar era influido por ellas, pero aquí, en el este, las feroces e indomables altas tormentas gobernaban supremas. ¿Podía algún rey mortal aspirar a reclamar estas tierras? Había leyendas que decían que estaban habitadas, que había más que montañas irreclamadas, llanuras desoladas y bosques enormes. Natanatan, el Reino de Granito.
—Ah —dijo Sadeas, como si hubiera probado algo amargo—. ¿Tenía que venir él?
Dalinar bajó la cabeza y siguió la mirada de Sadeas. El alto príncipe Vamah había llegado para ver los duelos, seguido por su séquito. Aunque la mayoría de ellos llevaba sus tradicionales colores marrones y amarillos, el alto príncipe vestía un largo abrigo azul con aberturas que mostraban debajo la brillante seda roja y naranja, a juego con las chorreras que asomaban de los puños y el cuello.
—Creía que apreciabas a Vamah —dijo Elhokar.
—Lo tolero —respondió Sadeas—. Pero su sentido de la moda es absolutamente repulsivo. ¿Rojo y naranja? Ni siquiera naranja oscuro, sino un naranja chillón que lastima los ojos. Y el estilo con rasgados no se usa desde hace años. Ah, maravilloso, se sienta justo enfrente de nosotros. Me veré obligado a mirarlo durante el resto de la sesión.
—No deberías juzgar tan severamente a las personas según su aspecto.
—Dalinar —dijo Sadeas llanamente—, somos altos príncipes. Representamos a Alezkar. En todo el mundo muchos nos consideran un centro de cultura e influencia. ¿No debería, por tanto, tener derecho a animar que nos presentemos adecuadamente ante el mundo?
—Una representación adecuada, sí —contestó Dalinar—. Es necesario que nos mostremos en forma y ordenados.
«No estaría mal que tus soldados, por ejemplo, mantuvieran limpios sus uniformes.»
—En forma, ordenados y a la moda —corrigió Sadeas.
—¿Y yo? —preguntó Dalinar, mirando su sencillo uniform—. ¿Me harías vestirme con esas chorreras y esos brillantes colores?
—¿Tú? Eres un caso perdido. —Sadeas alzó una mano para cortar sus objeciones—. No, soy injusto. Ese uniforme tiene cierta…, cualidad atemporal. El uniforme militar, debido a su utilidad, nunca quedará completamente pasado de moda. Es una opción segura, firme. En cierto modo, evitas el tema de la moda no jugando al juego. —Saludó a Vamah con un gesto de cabeza—. Vamah intenta jugar, pero lo hace muy mal. Y eso es imperdonable.
—Yo diría que le das demasiada importancia a esas sedas y pañuelos. Somos soldados en guerra, no cortesanos en un baile.
—Las Llanuras Quebradas se convierten cada vez más en el destino de dignatarios extranjeros. Es importante presentarnos adecuadamente. —Alzó un dedo—. Si yo acepto tu superioridad moral, amigo mío, quizá sea hora de que tú aceptes mi sentido de la moda. Podría parecer que juzgas a la gente por su ropa aún más que yo.
Dalinar guardó silencio. Ese comentario picaba por verdadero. Con todo, si los dignatarios iban a reunirse con los altos príncipes en las Llanuras Quebradas, ¿era mucho pedir que encontraran un grupo eficaz de campamentos dirigidos por hombres que al menos parecieran generales?
Dalinar se dispuso a ver el final del combate. Según sus cálculos, era hora del duelo de Adolin. Los dos ojos claros que habían estado luchando saludaron al rey y luego se retiraron a una tienda situada al lado de los terrenos de justas. Un momento después, Adolin salió al coso, con su armadura esquirlada azul oscuro. Llevaba el yelmo bajo el brazo, el pelo negro y rubio despeinado pero con estilo. Alzó una mano enguantada hacia Dalinar e inclinó la cabeza ante el rey antes de ponerse el yelmo.
El hombre que salió tras él llevaba la armadura esquirlada pintada de amarillo. El brillante señor Resi era el único portador de esquirlada completo del ejército del alto príncipe Thanadal, porque en su campamento había tres hombres que tenían solamente la espada o la armadura. El propio Thanadal no tenía ninguna. No era extraño que un alto príncipe confiara en sus mejores guerreros como portadores de esquirlada: tenía todo el sentido, sobre todo si era el tipo de general que prefería permanecer detrás de las líneas y dirigir las tácticas. En el principado de Thanadal, la tradición, desde hacía siglos, era nombrar al portador de las esquirladas de Resi algo conocido como defensor real.
Thanadal había criticado recientemente los defectos de Dalinar, y por eso Adolin (en un movimiento moderadamente sutil) había desafiado al portador estrella del alto príncipe a una justa amistosa. Pocos duelos eran por las esquirladas; en este caso, perder no costaría a ningún hombre más que la estadística en los ranking. El duelo atrajo una atención inusitada, y el pequeño coso se llenó en el siguiente cuarto de hora mientras los duelistas calentaban y se preparaban. Más de una mujer emplazó un tablero para dibujar o escribir impresiones sobre el duelo. Thanadal no asistió.
El encuentro dio comienzo cuando la alta juez presente, Lady Istow, llamó a los combatientes para que invocaran sus esquirladas. Elhokar se inclinó de nuevo adelante, concentrado, mientras Resi y Adolin caminaban en círculos por el coso, las hojas esquirladas materializándose. Dalinar se inclinó hacia delante también, aunque sentía una punzada de vergüenza. Según los Códigos, había que evitar la mayor parte de los duelos cuando Alezkar estaba en guerra. Había una tenue diferencia entre practicar y enfrentarse a otro hombre en duelo por un insulto, y existía la posibilidad de dejar heridos a oficiales importantes.
Resi asumió la pose de piedra, la espada esquirlada sujeta ante él con las dos manos, la punta hacia el cielo, los brazos extendidos. Adolin usó la pose del viento, se volvió ligeramente de lado, las manos ante él y los codos doblados, la hoja esquirlada apuntando hacia atrás por encima de su cabeza. Caminaron en círculo. El ganador sería el primero que rompiera por completo una sección de la armadura del otro. Eso no era demasiado peligroso; la armadura debilitada podía normalmente repeler un golpe, aunque se quebrara en el proceso.
Resi atacó primero, dando un salto hacia delante, agitando su hoja por encima de su cabeza y descargándola luego a la derecha con un potente mazazo. La pose de piedra se concentraba en ese estilo de ataque, proyectando el mayor impulso y fuerza posibles detrás de cada golpe. A Dalinar le parecía inapropiado: no necesitabas tanta potencia tras una espada esquirlada en el campo de batalla, aunque ayudaba contra otros portadores.
Adolin se apartó dando un salto atrás. Las piernas, amplificadas por la armadura esquirlada, le daban una agilidad que desafiaba el hecho de que llevara más de cien pesos de piedra de gruesa armadura. El ataque de Resi, aunque bien ejecutado, lo dejó al descubierto, y Adolin dio un poderoso golpe en el antebrazo izquierdo de su oponente, quebrando la armadura. Resi volvió a atacar, y Adolin, una vez más, se apartó para descargar un golpe en el muslo izquierdo de su oponente.
Algunas poetas describían el combate como una danza. Dalinar rara vez lo consideraba como tal en un combate regular. Dos hombres luchando con espada y escudo se lanzaban el uno contra el otro en una furia atropellada, descargando sus armas una y otra vez, intentando destrozar el escudo del contrario. Era menos parecido a un baile y más a una lucha a puñetazos con armas.
Luchar con espadas esquirladas, sin embargo, sí era como una danza. Las grandes armas necesitaban de mucha habilidad para poder golpear adecuadamente, y la armadura era resistente, así que los intercambios de golpes generalmente se evitaban. Los combates estaban llenos de grandiosos movimientos, de amplios barridos. Había fluidez en combatir con una hoja esquirlada. Gracia.
—Es bastante bueno ¿sabes? —dijo Elhokar. Adolin golpeó el yelmo de Resi, provocando una ronda de aplausos—. Mejor que mi padre. Mejor incluso que tú, tío.
—Se esfuerza mucho —respondió Dalinar—. Le encanta. No la guerra, ni el combate. Los duelos.
—Podría ser campeón, si lo deseara.
Adolin lo deseaba, Dalinar lo sabía. Pero había rechazado duelos que lo pondrían al alcance del título. Dalinar sospechaba que Adolin lo hacía para cumplir, en cierto modo, con los Códigos. Los campeonatos y los torneos eran cosas para esos raros momentos entre guerras. Sin embargo, podía discutirse que proteger el honor de la familia era para todo momento.
Fuera como fuese, Adolin no combatía en los duelos por el ranking, y eso hacía que otros portadores de esquirlada lo subestimaran. Aceptaban rápidamente librar duelos con él, y algunos no-portadores lo desafiaban. Por tradición, la espada y la armadura esquirladas del rey estaban disponibles por una gran suma a aquellos que tuvieran su favor y desearan luchar en duelo con un portador.
Dalinar se encogió ante la idea de que otro llevara su armadura o empuñara a Juramentada. Era innatural. Y sin embargo, el hecho de prestar la hoja y la armadura del rey (o antes de que el reino fuera restaurado, prestar la hoja y la armadura de un alto príncipe) tenía una larga tradición. Ni siquiera Gavilar la había roto, aunque se había quejado al respecto en privado.
Adolin esquivó otro golpe, pero había empezado a moverse con las formas ofensivas de la pose del viento. Resi no estaba preparado para esto: aunque consiguió alcanzar a Adolin una vez en la hombrera derecha, el golpe no fue efectivo. Adolin avanzó, blandiendo la hoja en una pauta fluida. Resi retrocedió, adoptando una postura defensiva: la pose de piedra era una de las pocas efectivas en estos casos.
Adolin apartó de un golpe la hoja de su oponente, rompiendo la pose. Resi volvió a adoptarla, pero Adolin la rompió otra vez. Resi se fue volviendo cada vez más y más lento para adoptar la pose y Adolin empezó a golpear, alcanzándolo en un costado, luego en el otro. Golpes pequeños y rápidos, con intención de ponerlo nervioso.
Funcionaron. Resi gritó y se lanzó a uno de los característicos golpes de la pose de piedra. Adolin lo manejó a la perfección, dejando caer su espada en una mano, alzando el brazo izquierdo y recibiendo el golpe en su antebrazo desarmado, que se resquebrajó, pero el movimiento permitió que lanzara su espada al lado y golpeara el quijote izquierdo ya resquebrajado de Resi.
La tensa armadura se quebró con el sonido de metal al rasgarse, las piezas salieron volando, echando humo, brillando como acero fundido. Resi retrocedió tambaleándose: su pierna izquierda ya no podía soportar el peso de la armadura esquirlada. El encuentro había terminado. Los duelos más importantes podían continuar durante dos o tres piezas rotas, pero se volvían peligrosos.
La alta jueza se alzó y lo dio por finalizado. Resi se apartó tambaleándose y se quitó el yelmo. Sus maldiciones eran audibles. Adolin saludó a su enemigo, llevándose el filo romo de su espada a la frente, y luego retiró la hoja. Se inclinó ante el rey. Otros hombres a veces se dirigían al público para alardear o aceptar regalos, pero Adolin se retiró a la tienda de preparación.
—Talentoso, en efecto —dijo Elhokar.
—Y es un muchacho tan…, respetuoso —dijo Sadeas, bebiendo su vino.
—Sí —contestó Dalinar—. En ocasiones me gustaría que hubiera paz, simplemente para que Adolin pudiera dedicarse a sus duelos.
Sadeas suspiró.
—¿Otra vez hablas de abandonar la guerra, Dalinar?
—No me refería a eso.
—Sigues diciendo que has renunciado a ese argumento, tío —dijo Elhokar, volviéndose a mirarlo—. Sin embargo, continúas dándole vueltas al tema, hablando de la paz con ansiedad. La gente de los campamentos te llama cobarde.
Sadeas hizo una mueca.
—No es ningún cobarde, majestad. Puedo atestiguarlo.
—¿Por qué, entonces? —preguntó Elhokar.
—Esos rumores han crecido más allá de lo que es razonable —dijo Dalinar.
—Y sin embargo, no respondes a mi pregunta —dijo Elhokar—. Si pudieras tomar la decisión ¿nos harías abandonar las Llanuras Quebradas? ¿Eres un cobarde?
Dalinar vaciló.
«Únelos —le había dicho aquella voz—. Es tu tarea, y te la encomiendo.»
«¿Soy un cobarde?», se preguntó. Nohadon lo retaba, en el libro, a examinarse a sí mismo. A no sentirse nunca tan elevado o seguro para no estar dispuesto a buscar la verdad.
La pregunta de Elhokar no tenía que ver con sus visiones. Y sin embargo Dalinar tenía la clara impresión de que se estaba comportando como un cobarde, al menos en relación con su deseo de abdicar. Si se marchaba por lo que le estaba sucediendo, sería tomar el camino fácil.