Kaladin sonrió, y luego miró atrás. La treintena de hombres del puente los seguía como fantasmas. Unos cuantos parecían querer acercarse al grupo de Kaladin, como intentando escuchar sin ser demasiado obvios.
—Teft —dijo Kaladin—. ¿«Huele peor que las botas de un come-cuernos»? ¿Cómo no va a ofenderse por esa frase?
—Es solo una expresión —replicó Teft, haciendo una mueca—. Se me escapó antes de darme cuenta de que la decía.
—Lástima —dijo Roca, arrancando un puñado de verdín de la pared e inspeccionándolo mientras caminaban—. Tu insulto me ha ofendido. Si estuviéramos en los Picos, habríamos tenido que librar un duelo a la forma tradicional
alil'tiki'i
.
—¿Y eso cómo es? —preguntó Teft—. ¿Con lanzas?
Roca se echó a reír.
—No, no. En los Picos no somos bárbaros como vosotros aquí abajo.
—¿Cómo entonces? —preguntó Kaladin, sintiendo verdadera curiosidad.
—Bueno —dijo Roca, soltando el verdín y sacudiéndose las manos—. Implica cerveza y cantar.
—¿Y eso es un duelo?
—El que puede cantar después de beber más cerveza es el ganador. Además, todo el mundo se emborracha tanto y tan pronto que probablemente olvidan de qué iba la discusión.
Teft se echó a reír.
—Mejor que cuchillos al amanecer, supongo.
—Supongo que eso depende —dijo Kaladin.
—¿De qué?
—De si eres o no mercader de cuchillos. ¿Eh, Dunny?
Los otros dos miraron hacia el lado, donde Dunny se había acercado para escuchar. El delgado joven dio un respingo y se ruborizó.
—Er…, yo…
Roca se echó a reír ante las palabras de Kaladin. —Dunny —le dijo al joven—. Es un nombre extraño. ¿Qué significa?
—¿Qué significa? —preguntó Dunny—. No lo sé. Los nombres no siempre tienen significado.
Roca sacudió la cabeza, disconforme.
—Llaneros. ¿Cómo vas a saber quién eres si tu nombre no tiene significado?
—¿Entonces tu nombre significa algo? —preguntó Teft—. Nu…, ma…, nu…
—Numuhukumakiaki'aialunamor —dijo Roca. El comecuernos nativo sonaba fácil en sus labios—. Naturalmente. Describe la roca especial que descubrió mi padre el día antes de mi nacimiento.
—¿Entonces tu nombre es una frase entera? —preguntó Dunny, inseguro, como si no estuviera seguro de encajar en el grupo.
—Es un poema —dijo Roca—. En los Picos, todos los nombres son poemas.
—¿Y eso? —dijo Teft, rascándose la cabeza—. Llamar a la familia a comer debe ser como escuchar a un coro.
Roca se echó a reír.
—Cierto, cierto. También provoca discusiones interesantes. Normalmente, los mejores insultos en los Picos son en forma de poemas, similares al nombre de la persona en composición y rima.
—Kelek, parece un montón de trabajo.
—Quizá por eso la mayoría de las discusiones terminan bebiendo —dijo Roca.
Dunny sonrió, vacilante.
—Eh, tú, gran bufón, hueles igual que un cerdo mojado, así que sal del rincón y ve a bañarte ahí al lado.
Roca se echó a reír de buena gana, y su voz resonó por todo el abismo.
—Es bueno, es bueno —dijo, secándose los ojos—. Sencillo, pero bueno.
—Eso casi tenía el ritmo de una canción, Dunny —dijo Kaladin.
—Bueno, es lo primero que se me ha pasado por la cabeza. Le puse la música de
Los dos amantes de Mari
para conseguir el ritmo adecuado.
—¿Sabes cantar? —preguntó Roca—. Tengo que escucharte.
—Pero…
—¡Canta! —ordenó Roca, señalando.
Dunny tragó saliva, pero obedeció y empezó a cantar una canción que Kaladin no conocía. Era una divertida historia sobre una mujer y dos hermanos gemelos que creía que eran la misma persona. La voz de Dunny era de tenor puro, y parecía tener más confianza cuando cantaba que cuando hablaba.
Era bueno. Cuando pasó a la segunda estrofa, Roca empezó a tararear con voz grave, proporcionando el contrapunto. El comecuernos era obviamente un cantante experimentado. Kaladin miró a los otros hombres del puente, esperando atraer a alguno más a la conversación o a la canción. Le sonrió a Cikatriz, pero solo consiguió una mueca por respuesta. Moash y Sigzil (el azishano de piel oscura) ni siquiera lo miraron. Peet solo se miró los pies.
Cuanto terminó la canción, Teft aplaudió admirado.
—Es una actuación mejor que las que he escuchado en muchas tabernas.
—Es bueno conocer a un llanero que sabe cantar —dijo Roca, inclinándose para recoger un yelmo y guardarlo en su saco. Este abismo concreto no parecía tener gran cosa que rescatar ahora mismo—. Había empezado a pensar que erais tan sordos para la música como el sabueso-hacha de mi abuelo. ¡Ja!
Dunny se ruborizó, pero pareció caminar con más confianza en sí mismo.
Siguieron adelante, pasando de vez en cuando recodos o grietas en la piedra donde las aguas habían depositado grandes cantidades de desechos. Aquí el trabajo se convertía en más sucio, y a menudo tenían que sacar los cadáveres o los montones de huesos para obtener lo que querían, boqueando ante el hedor. Kaladin les dijo que dejaran por el momento los cuerpos más repugnantes o podridos. Los putrispren tendían a acumularse en torno a los muertos. Si no tenían suficientes materiales de rescate más tarde, podrían venir a por esto.
En cada intersección o desvío Kaladin hacía una marca blanca en la pared con un trozo de tiza. Ese era el deber del jefe del puente, y se lo tomaba en serio. No podía permitir que su cuadrilla se perdiera en estas fosas.
Mientras caminaban y trabajaban, Kaladin mantuvo viva la conversación. Se reía (se obligaba a reír) con ellos. Si la risa le sonaba hueca, los demás no parecían advertirlo. Tal vez se sentían igual que él y consideraban que incluso una risa forzada era preferible a volver a aquel absorto y lastimero silencio que nublaba a la mayoría de los hombres de los puentes.
Poco después, Dunny se reía y charlaba con Teft y Roca, olvidada su timidez. Unos cuantos hombres más los seguían (Yake, Mapas, un par más), como criaturas salvajes atraídas a la luz y el calor de un fuego. Kaladin intentó incluirlos en la conversación, pero no funcionó, así que lo dejó correr.
Al cabo de un rato llegaron a un lugar con un buen número de cadáveres frescos. Kaladin no estaba seguro de qué combinación de riadas había hecho que esta sección del abismo fuera un buen lugar para ello: parecía igual que cualquier otra. Un poco más estrecha, tal vez. A veces acudían a huecos similares y encontraban buenos restos que rescatar; en otras ocasiones, estaban vacíos, pero en otros sitios había docenas de cadáveres.
Parecía que estos cuerpos habían sido arrastrados por el torrente de la alta tormenta y luego depositados aquí conforme el agua se filtraba lentamente. No había ningún parshendi entre ellos, y estaban rotos y desgarrados por la caída o por la presión de la riada. A muchos les faltaban los miembros.
El hedor a sangre y vísceras se imponía al del aire húmedo. Kaladin alzó la antorcha y sus compañeros guardaron silencio. El apestoso frío impedía que los cadáveres se pudrieran demasiado rápidamente, aunque la humedad contrarrestaba aquello en parte. Los cremlinos habían empezado a morder la piel de las manos y a roer los ojos. Pronto los estómagos se hincharían de gas. Algunos putrispren (diminutos, rojos, transparentes) correteaban sobre los cadáveres.
Syl llegó revoloteando y se posó sobre su hombro, haciendo ruidos de disgusto. Como de costumbre, no dio ninguna explicación de su ausencia.
Los hombres sabían lo que tenían que hacer. Incluso con los putrispren, este lugar era demasiado valioso para obviarlo. Se pusieron a trabajar, colocando los cadáveres en hilera para inspeccionarlos. Kaladin llamó a Roca y Teft para que se unieran a él mientras recogía algunas piezas sueltas que yacían en el suelo alrededor de los cadáveres. Dunny los siguió.
—Estos cuerpos llevan los colores del alto príncipe —advirtió Roca mientras Kaladin recogía un abollado casco de acero.
—Apuesto a que fue de la carrera de hace unos días —dijo Kaladin—. A las fuerzas de Sadeas les costó cara.
—Del «brillante señor Sadeas» —dijo Dunny. Entonces agachó la cabeza, cohibido—. Lo siento, no pretendía corregirte. Es que se me olvidaba decir el título. Mi amo me golpeaba cuando lo hacía.
—¿Amo? —preguntó Teft, recogiendo una lanza caída y retirando algo de moho de su asta.
—Era aprendiz. Quiero decir, antes… —Dunny se calló, y luego apartó la mirada.
Teft tenía razón: a los hombres de los puentes no les gustaba hablar de su pasado. De todas formas, Dunny probablemente hacía bien al corregir a Kaladin. Si lo oían omitir el título honorífico de un ojos claros, lo castigarían.
Kaladin metió el casco en el saco, y luego clavó la antorcha en una grieta entre dos peñascos cubiertos de verdín y empezó a ayudar a los demás a colocar a los cadáveres en fila. No intentó conversar con los hombres. Los caídos se merecían cierto respeto…, si eso era posible mientras les estabas robando.
A continuación, despojaron a los caídos de sus armaduras. Chalecos de cuero a los arqueros, petos de acero a los soldados de infantería. Este grupo incluía a un ojos claros caído que llevaba ropas caras bajo una armadura aún más lujosa. A veces los cuerpos de los ojos claros eran recuperados de los abismos por equipos especiales para que el cadáver pudiera ser animado en una estatua. A los ojos oscuros, a menos que fueran muy ricos, se los incineraba. Y la mayoría de los soldados que caían a los abismos eran ignorados: los hombres de los campamentos decían que los abismos eran lugares sagrados de descanso, pero la verdad era que el esfuerzo por recuperar los cadáveres no merecía la pena del riesgo ni el peligro.
De todas formas, encontrar aquí a un ojos claros significaba que su familia no era lo bastante rica, o preocupada, para enviar a sus hombres a recuperarlo. Tenía la cara aplastada e irreconocible, pero su insignia de rango lo identificaba como séptimo dahn. Sin tierra, adscrito al séquito de un oficial más poderoso.
Cuando tuvieron la armadura, le quitaron las dagas y las botas a todos los que estaban en fila: siempre había demanda de botas. Les dejaron la ropa a los caídos, aunque se llevaron los cinturones y muchos botones de las camisas. Mientras trabajaban, Kaladin envió a Teft y Roca al otro lado del recodo para ver si había más cadáveres cerca.
Cuando las armaduras, armas y botas fueron separadas, comenzó la tarea más macabra: buscar esferas y joyas en bolsillos y faltriqueras. Esta pila era la más pequeña de todas, pero seguía siendo valiosa. No encontraron ningún broam, lo que significaba que no habría ninguna magra recompensa para los hombres del puente.
Mientras los hombres realizaban su morbosa tarea, Kaladin advirtió el extremo de una lanza que asomaba en un charco cercano. No lo habían visto en su observación inicial.
Perdido en sus pensamientos, la cogió, sacudió el agua y la llevó a la pila de las armas. Entonces vaciló, sujetando con una mano la lanza de la que goteaba agua fría. Pasó el dedo por la pulida madera. Notaba por el equilibrio y acabado que era una buena arma. Recia, bien hecha, bien cuidada.
Cerró los ojos, recordando sus días de niño con los bastones.
Las palabras pronunciadas por Tukk hacía años regresaron a él, palabras dichas aquel resplandeciente día de verano cuando empuñó por primera vez una lanza en el ejército de Amaram. «El primer paso es preocuparse —pareció susurrarle la voz de Tukk—: Algunos hablan de no sentir emociones en la batalla. Bueno, supongo que es importante conservar la cabeza. Pero odio esa sensación de matar mientras estás frío y calmado. He visto que aquellos que se preocupan luchan con más fuerza, más tiempo y mejor que aquellos que no lo hacen. Es la diferencia entre los mercenarios y los soldados de verdad. Es la diferencia entre luchar por defender tu patria y luchar en suelo extranjero. Es bueno preocuparse cuando luchas, mientras no dejes que te consuma. No intentes impedir tener sentimientos. Odiarás en lo que te convertirías entonces.»
La lanza tembló en los dedos de Kaladin, como suplicando que la empuñara, la agitara, la hiciera bailar.
—¿Qué planeas hacer, alteza? —preguntó una voz—. ¿Vas a clavarte esa lanza en tus propias tripas?
Kaladin miró a quien había hablado: Moash, que seguía siendo uno de sus principales detractores, estaba de pie cerca de la fila de cadáveres. ¿Cómo era que lo llamaba «alteza»? ¿Había estado hablando con Gaz?
—Dice que es un desertor —le dijo Moash a Narm, el hombre que trabajaba a su lado—. Dice que fue un soldado importante, líder de pelotón o algo por el estilo. Pero Gaz dice que solo son alardeos estúpidos. No enviarían a un hombre a los puentes si supiera pelear.
Kaladin bajó la lanza.
Moash hizo una mueca y volvieron a su trabajo. Sin embargo, los otros habían reparado en Kaladin.
—Míralo —dijo Sigzil—. ¡Eh, jefe del puente! ¿Crees que eres maravilloso? ¿Que eres mejor que nosotros? ¿Piensas que pretender que somos tu tropa personal cambiará algo?
—Déjalo en paz —dijo Drehy. Empujó a Sigzil al pasar—. Al menos lo intenta.
Desorejado Jaks bufó mientras sacaba una bota de un pie muerto.
—Lo que quiere es parecer importante. Aunque estuviera en el ejército, apuesto a que acabará sus días limpiando letrinas.
Parecía que había algo capaz de sacar a los hombres del puente de su silencioso estupor: el odio hacia Kaladin. Los demás empezaron a hablar y a burlarse de él.
—Es culpa suya que estemos aquí…
—Quiere agotarnos durante nuestro único tiempo libre, solo para poder dárselas de importarte…
—Nos envió a cargar rocas para demostrarnos que puede mangonearnos…
—Apuesto a que no ha blandido una lanza en su vida…
Kaladin cerró los ojos, escuchando su desprecio, mientras acariciaba la madera con sus dedos.
«No ha blandido una lanza en su vida.» Tal vez si no hubiera cogido aquella primera lanza, nada de esto habría ocurrido.
Palpó la suave madera, resbaladiza por el agua de lluvia, y los recuerdos se agolparon en su cabeza. Entrenado para olvidar, entrenado para conseguir venganza, entrenado para aprender y encontrar sentido a lo que había sucedido.
Sin pensarlo, se colocó la lanza bajo el brazo en posición de guardia, la punta hacia abajo. Las gotas de agua del asta corrieron por su espalda.
Moash se interrumpió en mitad de una burla. Los hombres del puente se callaron. El abismo permaneció en silencio. Y Kaladin se sintió en otro lugar. Escuchaba a Tukk reprenderlo. Escuchaba reír a Tien.