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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (71 page)

BOOK: El camino de los reyes
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Además de eso, estaba la forma en que se movían como grupo en combate. Maniobraban con una inexplicable coordinación. Lo que al principio parecía un mero salvajismo bárbaro, resultó enmascarar algo más sutil y peligroso.

Habían descubierto solo dos formas fiables de derrotar a los parshendi. La primera era usar una espada esquirlada, pero con aplicación limitada. El ejército Kholin solo tenía dos de esas espadas, y aunque eran increíblemente poderosas, necesitaban el apoyo adecuado. Un portador de esquirlada aislado y en inferioridad numérica podía ser zancadilleado y derribado por sus adversarios. De hecho, la única vez que Adolin había visto a un portador caer ante un soldado regular, fue porque había sido acosado por lanceros que rompieron su peto. Luego un arquero ojos claros lo mató a cincuenta pasos de distancia, ganando la esquirlada para sí. No fue exactamente un final heroico.

La única forma fiable de combatir a los parshendi dependía de las formaciones rápidas. Flexibilidad mezclada con disciplina: flexibilidad para responder a la increíble forma en que luchaban los parshendi, disciplina para mantener las líneas y estar preparados para la fuerza individual parshendi.

Havrom, jefe del Quinto Batallón, esperaba a Adolin y Dalinar con sus compañeros en fila. Saludaron, los puños derechos en los hombros derechos, los nudillos hacia fuera.

Dalinar asintió.

—¿Has cumplido mis órdenes, brillante señor Havrom?

—Sí, alto príncipe.

Havrom era alto como una torre y llevaba una barba larga por los lados al estilo comecuernos, la barbilla afeitada. Tenía parientes entre la gente de los Picos.

—Los hombres que querías están esperando en la tienda de audiencias.

—¿Qué pasa? —preguntó Adolin.

—Te lo enseñaré dentro de un momento —dijo Dalinar—. Primero, revisa las tropas.

Adolin frunció el ceño, pero los soldados estaban esperando. Una compañía tras otra. Havrom hizo formar a los soldados. Adolin caminó ante ellos, inspeccionando sus filas y uniformes. Estaban acicalados y ordenados, aunque Adolin sabía que algunos de los soldados de su ejército protestaban por el nivel de limpieza que se les exigía. Estaba de acuerdo con ellos en ese punto.

Al final de la inspección, interrogó a unos cuantos hombres al azar, les preguntó su rango y si tenían alguna preocupación concreta. Ninguno las tenía. ¿Estaban satisfechos o solo intimidados?

Cuando terminó, Adolin regresó con su padre.

—Lo has hecho muy bien —dijo Dalinar.

—Lo único que he hecho es caminar ante una fila.

—Sí, pero la presentación fue buena. Los hombres saben que te preocupas por sus necesidades, y te respetan —asintió, como para sí—. Has aprendido bien.

—Creo que ves demasiado en una simple inspección, padre.

Dalinar le asintió a Havrom, y el jefe del batallón condujo a los dos hombres a la tienda de audiencias situada junto al campo de instrucción. Adolin, sorprendido, miró a su padre.

—Hice que Havrom reuniera a los soldados con los que habló Sadeas el otro día —explicó Dalinar—. Los que interrogó mientras íbamos camino del ataque en la meseta.

—Ah. Querremos saber qué les preguntó.

—Sí —dijo Dalinar. Indicó a Adolin que fuera el primero en entrar, y luego unos cuantos fervorosos los siguieron. Dentro, un grupo de diez soldados esperaban sentados en unos bancos. Se levantaron y saludaron.

—Descansen —dijo Dalinar, las manos a la espalda—. ¿Adolin?

Dalinar señaló a los hombres con la barbilla, indicándole que iniciara las preguntas.

Adolin contuvo un suspiro. ¿Otra vez?

—Soldados, necesitamos saber qué os preguntó Sadeas y qué respondisteis.

—No te preocupes, brillante señor —dijo uno de ellos, hablando con acento rural del norte de Alezkar—. No le dijimos nada.

Los demás asintieron categóricamente.

—Es una anguila, y lo sabemos —añadió otro.

—Es un alto príncipe —dijo Dalinar, severo—. Lo trataréis con respeto.

El soldado palideció, luego asintió.

—¿Qué os preguntó…, específicamente? —quiso saber Adolin.

—Quería saber nuestros deberes en el campamento, brillante señor —dijo el hombre—. Somos mozos de cuadra, ¿sabes?

Cada soldado estaba entrenado en una o dos habilidades adicionales, además de las del combate. Tener a un grupo de soldados que cuidará de los caballos era útil, ya que mantenía a los civiles alejados de los ataques en las mesetas.

—Fue haciendo preguntas —dijo uno de los hombres—. O, bueno, las hicieron sus hombres. Descubrió que estábamos a cargo del caballo del rey durante la cacería del abismoide.

—Pero no dijimos nada —repitió el primer soldado—. Nada que te pueda crear problemas, señor. No vamos a darle a esa angui… a ese alto príncipe, brillante señor, la cuerda para ahorcarte, señor.

Adolin cerró los ojos. Si habían actuado así delante de Sadeas, habría sido más incriminador que la cincha cortada. No podía reprocharles su lealtad, pero actuaban como si asumieran que Dalinar había hecho algo malo y necesitaran defenderlo.

Abrió los ojos.

—Recuerdo que hablé con alguno de vosotros antes. Pero permitidme que lo pregunte de nuevo. ¿Vio alguno de vosotros una cincha cortada en la silla del rey?

Los hombres se miraron entre sí, y negaron con la cabeza.

—No, brillante señor —respondió uno de ellos—. Si la hubiéramos visto, la habríamos cambiado, naturalmente.

—Pero, brillante señor —añadió otro—, hubo mucha confusión ese día, y mucha gente. No fue un ataque normal ni nada por el estilo. Y, bueno, siendo sinceros, ¿quién habría pensado que había que proteger la silla del rey?

Dalinar le asintió a Adolin, y los hombres salieron de la tienda.

—¿Bien?

—Probablemente no han servido de mucha ayuda para nuestra causa —dijo Adolin con una mueca—. A pesar de su ardor. O, más bien, por eso mismo.

—Estoy de acuerdo, por desgracia —Dalinar dejó escapar un suspiro. Llamó a Tadet; el fervoroso estaba de pie a un lado—. Interrógalos por separado —le dijo en voz baja—. Mira a ver si puedes sonsacarles datos concretos. Intenta averiguar las palabras exactas que empleó Sadeas, y cuáles fueron sus respuestas exactas.

—Sí, brillante señor.

—Vamos, Adolin. Todavía tenemos unas cuantas inspecciones que hacer.

—Padre —dijo Adolin, cogiendo a Dalinar por el brazo. Las armaduras tintinearon suavemente.

Su padre se volvió hacia él, frunciendo el ceño, y Adolin hizo un rápido gesto hacia la Guardia de Cobalto. Una solicitud para hablar en privado. Los guardas se movieron con rapidez y eficacia, despejando un espacio privado alrededor de los dos hombres.

—¿De qué va esto, padre?

—¿Qué? Estamos realizando inspecciones y atendiendo los asuntos del campamento.

—Y en cada caso me pones al frente —dijo Adolin—. He de añadir que de manera embarazosa, en unos cuantos casos. ¿Qué ocurre? ¿Qué está pasando en tu cabeza?

—Creía que tenías un claro problema con las cosas que pasan dentro de mi cabeza.

Adolin vaciló.

—Padre, yo…

—No, no importa, Adolin. Estoy intentando tomar una decisión difícil. Me ayuda estar en movimiento mientras lo hago —Dalinar hizo una mueca—. Otro hombre podría buscar un sitio donde sentarse a reflexionar, pero eso nunca me ha servido de nada. Tengo demasiadas cosas que hacer.

—¿Qué estás tratando de decidir? —preguntó Adolin—. Tal vez yo pueda ayudarte.

—Ya lo has hecho. Yo…

Dalinar se interrumpió, frunciendo el ceño. Un grupito de soldados recorría los patios de instrucción del Quinto Batallón. Escoltaban a un hombre vestido de rojo y marrón, los colores de Thanadal.

—¿No tienes una reunión con él esta noche? —preguntó Adolin.

—Sí.

Niter, jefe de la Guardia de Cobalto, corrió a interceptar a los recién llegados. Podía ser enormemente receloso en ocasiones, pero eso no era mala cosa para un guardaespaldas. Regresó al momento junto a Dalinar y Adolin. De rostro bronceado, Niter tenía una barba negra bien cuidada. Era un ojos claros de rango muy bajo y llevaba años en la guardia.

—Dice que el alto príncipe Thanadal no podrá reunirse contigo hoy como habíais acordado.

La expresión de Dalinar se ensombreció.

—Hablaré con el mensajero.

Reacio, Niter indicó al tipo que avanzara. Era un hombre delgaducho que se acercó e hincó una rodilla en tierra ante Dalinar.

—Brillante señor.

Esta vez, Dalinar no le pidió a su hijo que se hiciera cargo.

—Entrega tu mensaje.

—El brillante señor Thanadal lamenta no poder atenderte hoy.

—¿Y ofreció otro momento para hacerlo?

—Lamenta decir que está demasiado ocupado. Pero alegremente hablará contigo en el festín del rey una noche de estas.

«En público —pensó Adolin—, donde la mitad de los hombres cercanos estarán escuchando, mientras que la otra mitad, el propio Thanadal incluido, estarán borrachos.»

—Comprendo. ¿Y dio alguna indicación respecto a cuándo no estará tan ocupado?

—Brillante señor —dijo el mensajero, incómodo—. Dijo que si insistías, debería explicar que ha hablado con varios de los otros altos príncipes, y que cree conocer la naturaleza de tu petición. Me dijo que te dijera que no desea formar una alianza, ni tiene ninguna intención de hacer un ataque conjunto contigo.

La expresión de Dalinar se ensombreció aún más. Despidió al mensajero con un gesto, y entonces se volvió hacia Adolin. La Guardia de Cobalto siguió manteniendo un espacio despejado alrededor de ambos para que pudieran hablar.

—Thanadal era el último —dijo Dalinar. Todos los altos príncipes lo habían rechazado a su modo. Hatham con un exceso de amabilidad, Bethab dejando que su esposa diera las explicaciones, Thanadal con hostil cortesía—. Todos menos Sadeas, al menos.

—Dudo que sea aconsejable abordarlo con esto, padre.

—Probablemente tienes razón —la voz de Dalinar era fría. Estaba furioso—. Me están enviando un mensaje. Nunca les ha gustado la influencia que tengo sobre el rey, y están ansiosos por verme caer. No quieren hacer nada que les pida como ayuda para recuperar mi posición.

—Padre, lo siento.

—Tal vez sea lo mejor. Lo importante es que he fracasado. No puedo hacer que trabajen juntos. Elhokar tenía razón —miró a Adolin—. Me gustaría que continuaras las inspecciones por mí, hijo. Hay algo que quiero hacer.

—¿Qué?

—Un trabajo que hay que hacer.

Adolin quiso expresar su objeción, pero no encontró palabras. Finalmente, suspiró y asintió.

—¿Pero me dirás de qué se trata?

—Pronto —prometió Dalinar—. Muy pronto.

Dalinar vio marchar a su hijo, caminando con resolución. Sería un buen alto príncipe. La decisión de Dalinar era sencilla.

¿Era hora de hacerse a un lado y dejar que su hijo ocupara su puesto?

Si daba este paso, tendría que apartarse de la política, retirarse a sus tierras y dejar que Adolin gobernara. Era una decisión dolorosa, y tenía que tener cuidado para no tomarla a la ligera. Pero si de verdad se estaba volviendo loco, como todo el mundo en el campamento parecía creer, entonces tenía que retirarse. Y pronto, antes de que su estado empeorara hasta tal punto que no tuviera ya capacidad para echarse atrás.

«Un monarca es control —pensó, recordando un párrafo de
El camino de los reyes
—. Proporciona estabilidad. Es su servicio y su negocio. Si no puede controlarse a sí mismo, ¿cómo puede entonces controlar las vidas de los hombres? ¿Qué mercader digno de su luz tormentosa no se separará de la misma fruta que vende?»

Era extraño que esas citas todavía acudieran a él, aunque empezara a pensar que, en parte, lo habían conducido a la locura.

—Niter —dijo—. Trae mi martillo de guerra. Que me espere en el campo de formación.

Dalinar quería estar moviéndose, trabajando, mientras pensaba. Sus guardias corrieron para seguirle el ritmo mientras él recorría el camino entre los barracones de los Batallones Seis y Siete. Niter envió a varios hombres a recoger el arma. Su voz sonaba extrañamente emocionada, como si pensara que Dalinar iba a hacer algo impresionante.

Dalinar dudaba que fuera a ser así. Llegó al campo de instrucción, la capa ondulando tras él, las botas acorazadas repicando contra las piedras. No tuvo que esperar mucho al martillo: lo trajeron dos hombres en un carrito. Sudando, los soldados lo sacaron del carro, el mango tan grueso como una muñeca y la parte delantera de la cabeza más grande que una palma extendida. Dos hombres juntos apenas podían levantarlo.

Dalinar cogió el martillo con una mano enguantada y lo blandió para reposarlo en el hombro. Ignoró a los soldados que se ejercitaban en el campo, y se dirigió al lugar donde el grupo de sucios trabajadores cavaba la zanja para la letrina. Los hombres lo miraron, aterrados al ver al alto príncipe en persona alzarse sobre ellos ataviado con su armadura esquirlada.

—¿Quién está aquí al mando? —preguntó Dalinar.

Un desaliñado civil con pantalones marrones alzó una mano nerviosa.

—Brillante señor, ¿en qué podemos servirte?

—Relajándoos un poco —respondió Dalinar—. Marchaos.

Los preocupados obreros se dispersaron. Los oficiales ojos claros se quedaron allí atrás, confundidos por las acciones de Dalinar.

El alto príncipe asió el mango de su martillo de guerra con su mano enguantada. El asta de metal estaba recubierta de cuero. Tras inspirar profundamente, Dalinar saltó a la zanja a medio terminar, alzó el martillo y golpeó con él la roca.

Un poderoso
crack
resonó por todo el campo de instrucción, y una onda de choque recorrió los brazos de Dalinar. La armadura esquirlada absorbió la mayor parte del impacto y en las piedras quedó una amplia grieta. Alzó el martillo y golpeó de nuevo, esta vez liberando una gran sección de roca. Aunque habría sido difícil levantarla para dos o tres hombres, Dalinar la agarró con una mano y la hizo a un lado. La roca castañeó contra las piedras.

¿Dónde estaban las esquirladas para los hombres corrientes? ¿Por qué los ancianos, que eran tan sabios, no habían creado nada para ayudarlos? Mientras Dalinar continuaba trabajando, los golpes de su martillo lanzando lascas y polvo al aire hizo fácilmente el trabajo de veinte hombres. La armadura podía ser utilizada para tantas cosas que aliviarían la vida de los obreros y ojos oscuros de Roshar…

BOOK: El camino de los reyes
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