Read El camino de los reyes Online

Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (65 page)

BOOK: El camino de los reyes
9.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Era un proceso lento. Dalinar lo observó desde su caballo, tamborileando en el costado de su silla con los dedos mientras cruzaban el primer abismo. Tal vez Teleb tenía razón. ¿Podrían usar puentes más ligeros y fáciles de portar para cruzar estos primeros abismos y recurrir a los puentes de asedio solo para el asalto final?

Un tamborileo de cascos sobre la roca anunció que alguien se acercaba cabalgando. Dalinar se volvió, esperando a Adolin, y en cambio encontró a Sadeas.

¿Por qué había pedido ser alto príncipe de información, y por qué estaba tan empeñado en investigar este asunto de la cincha rota? Si decidía crear alguna falsa implicación para culpar a Dalinar…

«Las visiones me dijeron que confiara en él», se dijo Dalinar firmemente. Pero cada vez se sentía menos seguro. ¿Hasta qué punto se arriesgaría a creer en lo que decían?

—Tus soldados te son muy leales —comentó Sadeas.

—La lealtad es la primera lección de la vida de un soldado —dijo Dalinar—. Me preocuparía que estos hombres no la hubieran dominado todavía.

Sadeas suspiró.

—En serio, Dalinar. ¿Tienes que ser siempre tan moralista?

Dalinar no respondió.

—Resulta curioso cómo la influencia de un líder puede afectar a sus hombres —dijo Sadeas—. Muchos de ellos son como pequeñas versiones de ti. Paquetes de emoción, envueltos y amarrados hasta que se envaran por la presión. Muy seguros en algunos aspectos, e inseguros en otros.

Dalinar mantuvo la boca cerrada. «¿Cuál es tu juego, Sadeas?»

Sadeas sonrió, se inclinó hacia delante y dijo en voz baja:

—Te mueres de ganas de replicarme, ¿verdad? Incluso en los viejos tiempos, odiabas que alguien diera a entender que eras inseguro. Entonces, tu incomodidad terminaba a menudo con un par de cabezas rodando por el suelo.

—Maté a muchos que no merecían la muerte —dijo Dalinar—. Un hombre no debería temer perder la cabeza porque ha tomado demasiado vino.

—Tal vez —dijo Sadeas, tranquilamente—. ¿Pero no quieres nunca dejarte llevar, como solías hacer? ¿No te golpea por dentro, como alguien atrapado en el interior de un tambor grande? ¿Golpeando, resonando, intentando liberarse?

—Sí —dijo Dalinar.

La admisión pareció sorprender a Sadeas.

—Y la Emoción, Dalinar. ¿Todavía sientes la Emoción?

Los hombres no solían hablar de la Emoción, la alegría y el ansia por la batalla. Era algo privado.

—Siento todas esas cosas que mencionas, Sadeas —dijo Dalinar, la mirada al frente—. Pero no siempre las dejo salir. Las emociones de un hombre son lo que lo definen, y el control es la marca de la verdadera fuerza. Carecer de sentimiento es estar muerto, pero actuar al dictado de cada sentimiento es ser un niño.

—Eso tiene toda la pinta de ser una cita, Dalinar. ¿Del librito de virtudes de Gavilar, supongo?

—Sí.

—¿No te molesta que los Radiantes nos traicionaran?

—Leyendas. La Traición es un hecho tan antiguo que bien pudo tener lugar en los días de sombras. ¿Qué hicieron de verdad los Radiantes? ¿Por qué lo hicieron? No lo sabemos.

—Sabemos lo suficiente. Usaron trucos elaborados para imitar grandes poderes y fingir una llamada sagrada. Cuando sus engaños quedaron al descubierto, huyeron.

—Sus poderes no eran mentira. Eran reales.

—¿Ah, sí? —dijo Sadeas, divertido—. ¿Y cómo lo sabes? ¿No acabas de decir que el hecho era tan antiguo que bien pudo haber sido en los días de sombras? Si los Radiantes tenían poderes tan maravillosos, ¿por qué nadie puede reproducirlos? ¿Adonde fueron esas increíbles habilidades?

—No lo sé —contestó Dalinar con voz apagada—. Tal vez ya no somos dignos de ellas.

Sadeas hizo una mueca, y Dalinar deseó haberse mordido la lengua. Su única prueba de lo que decía eran sus visiones. Y sin embargo, si Sadeas menospreciaba algo, él quería instintivamente defenderlo.

«No puedo permitirme esto. Necesito estar concentrado para la batalla.»

—Sadeas —dijo, decidido a cambiar de tema—. Tenemos que esforzarnos más para unificar los campamentos de guerra. Quiero tu ayuda, ahora que eres alto príncipe de información.

—¿Para hacer qué?

—Para hacer lo que hay que hacer. Por el bien de Alezkar.

—Eso es exactamente lo que estoy haciendo, viejo amigo —dijo Sadeas—. Matar parshendi. Ganar gloria y riqueza para nuestro reino. Buscar venganza. Sería mejor para Alezkar si dejaras de perder tanto tiempo en el campamento…, y dejaras de hablar de huir como cobardes. Sería mejor para Alezkar si empezaras a actuar de nuevo como un hombre.

—¡Basta, Sadeas! —dijo Dalinar, con más fuerza de lo que había pretendido—. ¡Te he dado permiso para que continúes con tu investigación, no para que me insultes!

Sadeas bufó.

—Ese libro arruinó a Gavilar. Ahora está haciendo lo mismo contigo. Has escuchado tanto esas historias que te han llenado la cabeza de falsos ideales. Nadie vivió jamás como dicen los Códigos.

—¡Bah! —dijo Dalinar, agitando una mano y volviendo grupas—. No tengo tiempo para tus insidias ahora, Sadeas.

Se marchó al trote, furioso con Sadeas, y todavía más furioso consigo mismo por perder los nervios.

Cruzó el puente, irritado, pensando en las palabras de Sadeas. Recordó entonces el día en que se encontraba con su hermano junto a las Cataratas Imposibles de Kholinar.

«Las cosas son diferentes ahora, Dalinar —le había dicho Gavilar—. Ahora lo comprendo de formas que no había comprendido antes. Ojalá pudiera mostrarte lo que significan.»

Eso fue tres días antes de su muerte.

Diez latidos

Dalinar cerró los ojos, inspirando y espirando lentamente, con calma, mientras se preparaban tras el puente de asedio. Olvidar a Sadeas. Olvidar las visiones. Olvidar sus preocupaciones y temores. Concentrarse solo en los latidos.

No muy lejos, los chulls arañaban la roca con sus duras patas. El viento traía el olor a humedad. Siempre olía a húmedo aquí, en estas tierras de tormenta.

Los soldados sonaban a metal, el cuero crujía. Dalinar alzó la cabeza hacia el cielo, el corazón redoblando. El brillante sol blanco manchó sus párpados de rojo.

Los hombres se movían de un lado a otro, gritaban, maldecían, aflojaban las espadas en sus vainas, probaban las cuerdas de sus arcos. Dalinar podía sentir su tensión, su ansiedad mezclada con excitación. Entre ellos, los expectaspren empezaron a brotar del suelo, hilillos conectados por un lado a la piedra, los demás ondeando al aire. Algún miedospren bullía entre ellos.

—¿Estás preparado? —preguntó Adolin con voz calma. La Emoción se alzaba en su interior.

—Sí —la voz de Adolin sonaba ansiosa.

—Nunca te quejas por la forma en que atacamos —dijo Dalinar, los ojos todavía cerrados—. Nunca me desafías en esto.

—Esta es la mejor forma. También son mis hombres. ¿Qué sentido tiene ser portador de esquirlada si no podemos liderar el ataque?

El décimo latido resonó en el corazón de Dalinar: siempre podía oír los latidos cuando estaba invocando su espada, no importaba lo fuerte que sonara el mundo a su alrededor. Cuanto más rápidos pasaban, más pronto llegaba la hoja. Así que cuanto más urgencia sentías, más pronto te armabas. ¿Era intencionado, o solo alguna peculiaridad de la naturaleza de la hoja esquirlada?

El peso familiar de Juramentada se posó en su mano.

—Vamos —dijo, abriendo los ojos. Bajó su visera mientras Adolin hacía lo mismo, la luz tormentosa surgiendo por los lados mientras los yelmos cerrados se volvían transparentes. Los dos atravesaron el enorme puente, un portador a cada lado, una figura de azul y otra gris pizarra.

La energía de la armadura latía a través de Dalinar mientras cruzaba el terreno de piedra, los brazos bombeando al ritmo de sus pasos. La oleada de flechas llegó inmediatamente, disparadas por los parshendi arrodillados al otro lado del abismo. Dalinar se protegió de la celada con los ojos mientras las flechas lo asaltaban, rozando metal, mientras algunos astiles se quebraban. Era como correr contra una tormenta de granizo.

Adolin lanzó un grito de guerra a su derecha, la voz apagada por el yelmo. Mientras se acercaban al borde del abismo, Dalinar bajó el brazo a pesar de las flechas. Tenía que poder juzgar su avance. El abismo estaba a pocos pasos de distancia. Su armadura le proporcionó un arrebato de fuerza mientras llegaba al borde.

Entonces saltó.

Durante un momento, voló por encima del negro agujero, la capa ondeando, las flechas llenando el aire a su alrededor. Recordó al Radiante volador de su visión. Pero esto no era algo tan místico, solo un salto normal auxiliado por una armadura esquirlada. Dalinar cruzó el vacío y aterrizó en el suelo al otro lado, blandiendo su espada y matando a tres parshendi de un solo tajo.

Sus ojos negros ardieron y brotó humo mientras se desplomaban. Dalinar volvió a golpear. Trozos de armas y armaduras volaron por los aires donde antes lo habían hecho las flechas, destrozados por su espada. Como siempre, rompía todo lo que fuera inanimado, pero se difuminaba cuando tocaba carne, como si se volviera niebla.

La forma en que reaccionaba a la carne y cortaba tan fácilmente el acero hacía sentir a veces a Dalinar como si estuviera blandiendo un arma de puro humo. Mientras mantuviera la hoja en movimiento, no podía ser detenido por el peso de lo que cortaba ni mostraría un punto débil.

Dalinar giró, trazando con su espada una línea de muerte. Atravesó las mismas almas, haciendo caer al suelo a los parshendi, muertos. Luego dio una patada, lanzando un cadáver ante las mismas caras de los parshendi cercanos. Unas cuantas patadas más hicieron volar los cadáveres (una patada impulsada por una armadura podía enviar fácilmente un cuerpo a diez metros), despejando el terreno a su alrededor para mejor defenderse.

Adolin alcanzó la meseta un poco más allá, se volvió y adoptó la pose del viento. Golpeó con el hombro a un grupo de arqueros, empujándolos atrás y lanzando a varios al abismo. Sujetando su espada esquirlada con ambas manos, hizo un barrido inicial tal como lo había hecho Dalinar, abatiendo a seis enemigos.

Los parshendi cantaban, muchos de ellos llevaban barbas que brillaban con pequeñas gemas sin tallar. Los parshendi cantaban siempre cuando luchaban. La canción cambió cuando abandonaron sus arcos y sacaron hachas, espadas o mazas y se abalanzaron contra los dos portadores de esquirlada.

Dalinar se colocó a la distancia óptima de Adolin, permitiendo que su hijo protegiera sus puntos ciegos, pero sin acercarse demasiado. Los dos portadores luchaban, todavía cerca del borde del abismo, abatiendo a los parshendi que intentaban a la desesperada repelerlos por la pura fuerza de su número. Esta era su mejor posibilidad de derrotar a los portadores de esquirlada. Dalinar y Adolin estaban solos, sin su guardia de honor. Una caída desde esta altura sin duda mataría incluso a un hombre con armadura.

La Emoción brotó en su interior, tan dulce. Dalinar le dio una patada a otro cadáver, aunque no necesitaba más espacio. Habían advertido que los parshendi se enfurecían cuando movías a sus muertos. Le dio otra patada a otro cuerpo, burlándose de ellos, atrayéndolos para que lucharan contra él en parejas como hacían a menudo.

Abatió a un grupo que se abalanzaba, cantando con voces furiosas por lo que le había hecho a sus muertos. Adolin empezó a descargar golpes cuando los parshendi se acercaron demasiado: le gustaba esa táctica, alternar entre usar la espada con las dos manos o solo con una. Los cadáveres parshendi volaban a un lado y a otro, los huesos y las armaduras quebrados por los golpes, la sangre anaranjada rociaba el suelo. Adolin volvió a usar su hoja un momento más tarde, apartando un cadáver de una patada.

La Emoción consumía a Dalinar, dándole fuerza, concentración, y poder. La gloria de la batalla se engrandecía. Había permanecido demasiado tiempo apartado de todo esto. Lo vio ahora con claridad. Tenían que presionar con más fuerza, atacar más mesetas, ganar las gemas corazón.

Dalinar era el Aguijón Negro. Era una fuerza natural que no podía ser detenida jamás. Era la muerte misma. Era…

Sintió una súbita puñalada de poderosa repulsión, una náusea tan fuerte que le hizo boquear. Resbaló, en parte porque pisó un charco de sangre, pero también porque sus rodillas se debilitaron de pronto.

Los cadáveres que tenía delante le parecieron súbitamente una visión espeluznante. Ojos apagados como brasas consumidas. Cuerpos flácidos y rotos, los huesos aplastados por los golpes de Adolin. Cabezas abiertas, sangre y sesos y entrañas esparcidos en derredor. Tanta masacre, tanta muerte. La Emoción desapareció.

¿Cómo podía ningún hombre disfrutar de esto?

Los parshendi corrieron hacia él. Adolin apareció allí en un segundo, atacando con más habilidad que ningún otro hombre que Dalinar hubiera conocido. El muchacho era un genio con la espada, un artista con un solo color de pintura. Golpeaba expertamente, obligando a los parshendi a retroceder. Dalinar sacudió la cabeza, recuperando su pose.

Se obligó a continuar luchando, y cuando la Emoción empezó a brotar de nuevo, la abrazó vacilante. La extraña náusea desapareció y sus reflejos tomaron el control de la batalla. Se internó ante el avance parshendi, golpeando con su hoja en amplios y agresivos mandobles.

Necesitaba esta victoria. Para sí mismo, para Adolin y para sus hombres. ¿Por qué se había sentido tan horrorizado? Los parshendi habían asesinado a Gavilar. Estaba bien matarlos.

Era un soldado. Su oficio era luchar. Y lo hacía bien.

La avanzadilla parshendi se dispersó ante su ataque, replegándose hacia un grupo más grande que formaba apresuradamente filas. Dalinar retrocedió y se encontró mirando los cadáveres que lo rodeaban, sus ojos ennegrecidos. Seguía brotando humo de unos pocos.

La sensación de náusea regresó.

La vida terminaba tan rápidamente. El portador de esquirlada era la destrucción encarnada, la fuerza más poderosa de un campo de batalla. «Hubo una época en que las armas significaban protección», susurró una voz en su interior.

Los tres puentes golpearon el suelo a pocos metros de distancia, y la caballería cargó un momento más tarde, dirigida por el recio llamar. Unos cuantos vientospren bailaban en el aire, casi invisibles. Adolin pidió su caballo, pero Dalinar tan solo se quedó allí de pie, contemplando a los muertos. La sangre parshendi era naranja, y olía a moho. Sin embargo, sus caras (moteadas de negro o blancas y rojas) parecían tan humanas. Un preceptor parshmenio prácticamente había criado a Dalinar.

BOOK: El camino de los reyes
9.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Deadshifted by Cassie Alexander
The Melaki Chronicle by William Thrash
Survival by Piperbrook, T.W.
Tasting Fear by Shannon McKenna
Golden Vows by Karen Toller Whittenburg
Jackson's Dilemma by Iris Murdoch
To Live by Dori Lavelle