El camino de los reyes (96 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

BOOK: El camino de los reyes
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Matar o morir. Esa era la Filosofía de lo Absoluto. Exoneraba a Jasnah.

Las acciones no eran malas. La intención es mala, y la intención de Jasnah había sido impedir que los hombres dañaran a nadie más. Esa era la Filosofía del Propósito. Alababa a Jasnah.

La moralidad está separada de los ideales de los hombres. Existe en su integridad en alguna parte, para ser abordada por el mortal, pero nunca comprendida verdaderamente. La Filosofía de los Ideales. Decía que eliminar el mal era moral en última instancia, y por tanto al destruir a los hombres malvados Jasnah estaba justificada.

El objetivo debe ser sopesado contra los métodos. Si el objetivo es digno, entonces los pasos que se toman son dignos, aunque algunos de ellos, aislados, sean reprensibles. La Filosofía de la Aspiración. Más que ninguna otra, consideraba éticas las acciones de Jasnah.

Shallan arrancó la hoja del tablero de dibujo y la arrojó junto a las otras que había dispersas por su cama. Sus dedos volvieron a moverse, sujetando el lápiz de carboncillo, comenzando una nueva imagen en la hoja en blanco sujeta al tablero, incapaz de escapar.

Su robo la atormentaba tanto como las muertes. Irónicamente, la orden de Jasnah de que estudiara filosofía moral la obligaba a contemplar sus propias, terribles acciones. Había venido a Kharbranth a robar el fabrial, y luego emplearlo para salvar a sus hermanos y su casa de las deudas masivas y la destrucción. Sin embargo, en el fondo, no era por eso por lo que había robado la animista. Lo había hecho porque estaba enfadada con Jasnah.

Si las intenciones eran más importantes que la acción, entonces tenía que condenarse a sí misma. Quizá la Filosofía de la Aspiración (que formulaba que los objetivos eran más importantes que los pasos dados para conseguirlos) estaría de acuerdo con lo que había hecho, pero esa era la filosofía que consideraba más reprensible. Shallan estaba allí dibujando, condenando a Jasnah. Pero era ella quien había traicionado a una mujer que le había dado su confianza y la había aceptado. Ahora planeaba cometer herejía con la animista usándola a pesar de no ser una fervorosa.

La animista estaba en la parte oculta de su baúl. Tres días, y Jasnah no había dicho nada de la desaparición. Llevaba la joya falsa cada día. No había dicho nada, no había actuado de forma distinta. Tal vez no había probado la animista. El Todopoderoso enviaba que no fuera a ponerse de nuevo en peligro, esperando poder usar el fabrial para matar a quien la atacara.

Naturalmente, había otro aspecto de esa noche que Shallan tenía que considerar. Llevaba un arma oculta que no había usado. Se sentía como una idiota por no haber pensado sacarla. Pero no estaba acostumbrada a…

Shallan se detuvo, advirtiendo por primera vez lo que estaba dibujando. No era otra escena de callejón, sino una lujosa habitación con una gruesa alfombra ornamentada y espadas en las paredes. Una mesa alargada, preparada con una cena a medias.

Y un hombre con bellos ropajes muerto, boca abajo en el suelo, la sangre formando un charco a su alrededor. Dio un salto atrás, arrojando el carboncillo, y luego arrugó el papel. Temblando, se apartó y se sentó en la cama, entre los dibujos. Dejó caer el dibujo arrugado y se llevó los dedos a la frente, palpando el sudor frío que la inundaba. Pasaba algo raro con ella, con sus dibujos.

Tenía que salir de ahí. Escapar de la muerte, la filosofía y las preguntas. Se levantó y se dirigió a toda prisa a la pieza principal de los aposentos de Jasnah. La princesa estaba fuera, investigando, como siempre. No le había ordenado acompañarla hoy al Velo. ¿Era porque se daba cuenta de que su pupila necesitaba tiempo para pensar a solas? ¿O era porque sospechaba que Shallan había robado la animista y ya no confiaba en ella?

Atravesó la habitación. Estaba amueblada solo con lo más básico, proporcionado por el rey Taravangian. Abrió la puerta del pasillo y casi chocó con una maestra-sierva que se disponía a llamar a la puerta.

La mujer se sobresaltó, y Shallan dejó escapar un gritito.

—Brillante —dijo la maestra-sierva, inclinándose inmediatamente—. Mis disculpas. Pero una de tus abarcañas está destellando.

La mujer mostró la caña, que tenía a un lado un pequeño rubí parpadeante.

Shallan respiró, calmando su corazón.

—Gracias —dijo. Como Jasnah, dejaba sus abarcañas al cuidado de las sirvientas porque a menudo estaba fuera de sus habitaciones, y era probable que se perdiera algún intento de contactar con ella.

Todavía azorada, sintió la tentación de dejar el artilugio y continuar su camino. Sin embargo, necesitaba hablar con sus hermanos, sobre todo con Nan Balat, que estaba fuera las últimas veces que había contactado con casa. Cogió la abarcaña y cerró la puerta. No se atrevió a regresar a sus habitaciones, con todos aquellos dibujos acusándola, pero había una mesa y un tablero de abarcaña en la habitación principal. Se sentó allí y giró el rubí.

«¿Shallan? —escribió la caña—. ¿Estás cómoda?»

Era una frase en código, que pretendía indicar que era en efecto Nan Balat, o su prometida, quien estaba al otro lado.

«Me duele la espalda y me pica la muñeca», escribió ella, dando la otra mitad de la frase en código.

«Lamento haberme perdido tus otras comunicaciones —envió Nan Balat—. Tuve que asistir a una cena en honor de padre. Fue con Sur Kamar, así que no me la pude perder, a pesar de tener que hacer el viaje de ida y vuelta.»

«No importa —escribió Shallan. Inspiró profundamente—. Tengo el artículo.» Giró la gema.

La caña estuvo quieta un largo instante. Finalmente, una mano apresurada escribió: «Alabados sean los Heraldos. Oh, Shallan. ¡Lo has conseguido! ¿Vienes entonces de camino? ¿Cómo puedes usar la abarcaña en el océano? ¿Estás en puerto?»

«No me he marchado», escribió Shallan.

«¿Qué? ¿Por qué?»

«Porque sería demasiado sospechoso. Piénsalo, Nan Balat. Si Jasnah prueba el artículo y descubre que está roto, puede que no decida inmediatamente que se lo han robado. Eso cambiará si yo me he vuelto repentina y sospechosamente a casa.»

«Tengo que esperar a que haya hecho el descubrimiento, para ver qué hace a continuación. Si se da cuenta de que su fabrial ha sido sustituido por uno falso, podré desviarla hacia otros culpables. Ya sospecha del fervor. Si, por otro lado, asume que su fabrial se ha roto, sabré que somos libres.»

Giró la gema, colocando la abarcaña en su sitio.

La pregunta que estaba esperando llegó a continuación.

«¿Y si comprende inmediatamente que has sido tú?, Shallan, ¿y si no puedes desviar sus sospechas? ¿Y si ordena que registren tus aposentos y encuentran el compartimento oculto?»

Ella cogió la caña. «Entonces será mejor que esté aquí —escribió—. Balat, he aprendido mucho sobre Jasnah Kholin. Es increíblemente concentrada y decidida. No me dejará escapar si piensa que le he robado. Me perseguirá y usará todos sus recursos para desquitarse. Tendríamos a nuestro propio rey y los altos príncipes en nuestras propiedades en cuestión de días, exigiendo que devolviéramos el fabrial. ¡Padre Tormenta! Apuesto a que tiene contactos en Jah Keved a quienes podría recurrir antes de que yo llegara. Me pondrían bajo custodia en cuanto desembarcara. Nuestra única esperanza es desviarla. Si eso no funciona, será mejor que yo esté aquí y sufra rápidamente su ira. Lo más probable es que recupere su animista y me destierre de su vista. En cambio, si dejamos que lo descubra y me persiga… Puede ser muy implacable, Balat. No sería bueno para nosotros.»

La respuesta tardó en venir. «¿Cuándo te has vuelto tan buena con la lógica, pequeña? —envió él por fin—. Veo que lo has pensado. Mejor que yo, al menos. Pero Shallan, nos quedamos sin tiempo.»

«Lo sé —escribió ella—. Dijisteis que podríais aguantar unos cuantos meses. Es lo que os pido. Dadme dos o tres semanas, al menos, para ver qué hace Jasnah. Además, mientras esté aquí, puedo investigar cómo funciona el artilugio. No he encontrado ningún libro que lo indique, pero aquí hay tantos que tal vez no haya dado con el adecuado.»

«Muy bien —escribió él—. Unas pocas semanas. Ten cuidado, pequeña. Los hombres que le dieron el fabrial a padre han vuelto. Preguntaron por ti. Me preocupan. Aún más que nuestras finanzas. Me perturban profundamente. Adiós.»

«Adiós», respondió ella.

Hasta ahora, la princesa no había mostrado ningún tipo de reacción. Ni siquiera había mencionado la animista. Eso ponía nerviosa a Shallan. Deseaba que Jasnah dijera algo. La espera era enloquecedora. Cada día, mientras permanecía sentada con Jasnah, el estómago se le revolvía de ansiedad hasta que sentía náuseas. Al menos, considerando las muertes de unos cuantos días antes, tenía buenas excusas para parecer preocupada.

Fría, tranquila, lógica. Jasnah estaría orgullosa.

Llamaron a la puerta, y Shallan recogió rápidamente la conversación que había tenido con Nan Balat y la quemó en la chimenea. Una doncella de palacio entró un momento más tarde, trayendo una cesta en el brazo. Le sonrió a Shallan. Era la hora de la limpieza diaria.

Shallan sintió un extraño momento de pánico al ver a la mujer. No era una de las doncellas que conocía. ¿Y si Jasnah la había enviado, a ella o a cualquier otra, para registrar su habitación? ¿Lo había hecho ya? Shallan saludó a la mujer y luego, para tranquilizar sus preocupaciones, entró en su habitación y cerró la puerta. Corrió al baúl y comprobó el compartimento oculto. El fabrial estaba allí. Lo cogió para inspeccionarlo. ¿Se daría cuenta si Jasnah advertía el cambio?

«Te estás comportando como una idiota, se dijo. Jasnah es sutil, pero no tanto.» Con todo, se guardó la animista en la bolsa de seguridad. Apenas cabía en el bolsillo de tela. Se sentiría más segura sabiendo que lo tenía encima mientras la doncella limpiaba la habitación. Además, la bolsa de seguridad podría ser un escondite mejor que el baúl.

Por tradición, la bolsa de seguridad de una mujer era el sitio donde guardaba artículos de importancia íntima o preciosa. Registrarla sería como desnudarla y, considerando su rango, cualquiera de las dos cosas sería virtualmente impensable a menos que estuviera claramente implicada en un crimen. Jasnah probablemente la obligaría. Pero si podía hacer eso, podía ordenar un registro en su habitación, y su baúl sería sometido a un severo escrutinio. La verdad era que si Jasnah decidía sospechar de ella, había poco que la pequeña Shallan pudiera hacer para esconder el fabrial. Así que la bolsa de seguridad era un lugar tan bueno como cualquiera.

Recogió los dibujos que había hecho y los puso boca abajo sobre la mesa, tratando de no mirarlos. No quería que la doncella los viera tampoco. Finalmente, se marchó, llevándose su carpeta. Sentía la necesidad de salir y escapar durante un rato. Dibujar algo distinto a muertes y asesinatos. La conversación con Nan Balat solo había servido para inquietarla más.

—¿Brillante? —preguntó la doncella.

Shallan se detuvo, pero la doncella alzó una cesta.

—Han dejado esto para ti.

Ella la aceptó y miró dentro. Pan y mermelada. Una nota, atada a uno de los frascos, decía: «Mermelada de azular. Si te gusta, significa que eres misteriosa, reservada y reflexiva.» Lo firmaba Kabsal.

Shallan se colgó la cesta del codo de su brazo seguro. Kabsal. Tal vez debería ir a buscarlo. Siempre se sentía mejor después de conversar con él.

Pero no. Iba a marcharse: no podía seguir frecuentándolo. Tenía miedo de adonde podía llegar la relación. Se dirigió en cambio a la caverna principal y luego a la salida del Cónclave. Salió a la luz e inspiró profundamente, contemplando el cielo mientras sirvientes y escribas le dejaban paso y entraban y salían. Sujetó con fuerza su carpeta, sintiendo la fresca brisa en las mejillas y el contraste del calor de la luz del sol en el pelo y la frente.

En el fondo, lo más preocupante era que Jasnah tenía razón. El mundo de respuestas sencillas de Shallan era un lugar necio e infantil. Se había aferrado a la idea de que podía encontrar la verdad y usarla para explicar, quizá para justificar, lo que había hecho en Jah Keved. Pero si existía la verdad, era mucho más complicada y oscura de lo que pensaba.

Algunos problemas no parecían tener ninguna buena respuesta. Solo un montón de respuestas equivocadas. Podía elegir la fuente de su culpa, pero no deshacerse por completo de ella.

Dos horas y unos veinte bocetos más tarde, Shallan se sentía mucho más relajada.

Estaba sentada en los jardines de palacio, dibujando caracoles. Los jardines no eran tan grandes como los de su padre, pero sí mucho más variados, por no decir agradecidamente apartados. Como muchos jardines modernos, estaban diseñados con muros de cortezapizarra cultivada. Este componía un laberinto de piedra viva. Eran lo bastante bajos para que, al ponerse en pie, pudiera ver el camino de regreso a la entrada. Pero si se sentaba en uno de los numerosos bancos, podía sentirse sola y tranquila.

Le había preguntado a uno de los cuidadores el nombre de la planta de cortezapizarra más prominente. «Piedra plato», la había llamado. Un nombre adecuado, ya que crecía en finas secciones redondas que se apilaban unas sobre otras, como platos en una alacena. Desde los lados, parecía roca gastada que revelaba cientos de finos estratos. Diminutos tentáculos surgían de los poros y se agitaban al viento. Las carcasas como de piedra tenían un tono azulado, pero los tentáculos eran amarillentos.

Su tema actual era un caracol con una diminuta concha horizontal con pequeñas protuberancias. Si se le atrapaba, se aplanaba en una grieta de la cortezapizarra, pareciendo formar parte de la piedra plato. Se fundía a la perfección. Cuando lo dejaba moverse, mordisqueaba la cortezapizarra, pero no la escupía.

«Está limpiando la cortezapizarra —advirtió Shallan, continuando su dibujo—. Se come el liquen y el moho.» En efecto, iba dejando detrás un surco más limpio.

Parches de un tipo diferente de cortezapizarra, con protuberancias como dedos que se alzaban al aire desde un nudo central, crecían a lo largo de la piedra plato. Cuando miró de cerca, Shallan advirtió pequeños cremlinos, finos y con múltiples patas, reptando por encima y comiéndosela. ¿La estaban limpiando también?

«Curioso», pensó, mientras empezaba a abocetar los diminutos cremlinos. Tenían caparazones oscuros, como los dedos de la corteza-pizarra, mientras que la concha del caracol era casi un duplicado de los colores amarillos y azules de la piedra plato. Era como si hubieran sido diseñados por el Todopoderoso en parejas, la planta daba seguridad al animal, el animal limpiaba a la planta.

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