«Ahora es alto príncipe», advirtió Navani.
No. «No». Solo era alto príncipe si aceptaba la idea de que Dalinar estaba muerto. Y no lo estaba. No podía estarlo.
«Sadeas tenía todos los puentes», pensó, mirando hacia el aserradero.
Navani salió al sol de la tarde, sintiendo su calor en la piel. Se dirigió a sus camareras.
—Pincel —le dijo Malak, que llevaba una mochila con sus pertenencias—. El más grueso. Y mi tinta de quemar.
La mujer, bajita y regordeta, abrió la mochila y sacó un largo pincel con un puñado de cerdas en el extremo, ancho como el pulgar de un hombre. Navani lo cogió. Luego hizo lo mismo con la tinta.
A su alrededor, los guardias se quedaron mirando mientras ella cogía la pluma y la mojaba en la tinta de color sangre. Se arrodilló, y empezó a pintar en el suelo de piedra.
El arte era creación. Esa era su alma, su esencia. Creación y orden. Cogías algo desorganizado (una mancha de tinta, una página vacía) y construías algo a partir de ello. Algo de la nada. El alma de la creación.
Sintió lágrimas en sus mejillas mientras pintaba. Dalinar no tenía esposa ni hijas: no tenía nadie que rezara por él. Y por eso Navani pintó una plegaria en las piedras mismas, y envió a sus ayudantes a por más tinta. Aumentó el tamaño del glifo mientras lo ampliaba por los bordes, haciéndolo enorme, extendiendo la tinta sobre las pardas rocas.
Los soldados se congregaron alrededor, Sadeas salió de debajo del toldo, y la vio pintar, de espaldas al sol mientras ella se arrastraba por el suelo y furiosamente mojaba su pincel en los frascos de tinta. ¿Qué era una plegaria, sino creación? Hacer algo donde no existía nada. Crear un deseo de la desesperación, una súplica de la angustia. Inclinar la espalda ante el Todopoderoso, y formar humildad del orgullo vacío de una vida humana.
Algo de la nada. Auténtica creación.
Sus lágrimas se mezclaron con la tinta. Agotó cuatro frascos. Se arrastró, la mano segura en el suelo, pintando las piedras y manchándose las mejillas de tinta al secarse las lágrimas. Cuando acabó por fin, quedó arrodillada ante un glifo de veinte pasos de largo, como estampado en sangre. La tinta húmeda reflejaba la luz del sol, y ella la encendió con una vela: la tinta estaba hecha para arder húmeda o seca. Las llamas se extendieron por toda la plegaria, matándola y enviando su alma al Todopoderoso.
Inclinó la cabeza ante la plegaria. Era un solo carácter, pero complejo.
Thath
. Justicia.
Los hombres la observaban en silencio, como temiendo estropear su solemne deseo. Una fría brisa empezó a soplar, agitando las banderas y las capas. La plegaria se apagó, pero no importaba. No pretendía que ardiera mucho.
—¡Brillante señor Sadeas! —llamó una voz ansiosa.
Navani alzó la cabeza. Los soldados dejaron paso a un mensajero de verde que corrió hacia Sadeas y se puso a hablar, pero el alto príncipe agarró al hombre por los hombros con la fuerza de su armadura esquirlada e hizo un gesto a sus guardias para que crearan un perímetro. Llevó al mensajero bajo el toldo.
Navani continuó arrodillada junto a su plegaria. Las llamas dejaron en el suelo una cicatriz negra con la forma del glifo. Alguien se acercó a ella. Renarin. Hincó una rodilla en tierra y apoyó una mano en su hombro.
—Gracias, Mashala.
Ella asintió y se puso en pie, la mano libre todavía húmeda de lágrimas, pero entornó los ojos y miró hacia donde estaba Sadeas, cuya expresión era ominosa, el rostro enrojecido, los ojos dilatados por la ira.
Navani dio media vuelta y se abrió paso entre el grupo de soldados, acercándose al borde de la zona de reunión. Renarin y algunos de los oficiales de Sadeas se unieron a ella y contemplaron las Llanuras Quebradas.
Y allí vieron una fila de hombres que se arrastraba renqueando hacia los campamentos, guiados por un hombre a caballo con armadura gris pizarra.
Dalinar cabalgaba a
Galante
a la cabeza de dos mil seiscientos cincuenta y tres hombres. Era todo lo que quedaba de su fuerza de asalto de ocho mil.
El lago trayecto a través de las mesetas le había dado tiempo para pensar. Por dentro, todavía era una tempestad de emociones. Flexionaba la mano izquierda mientras cabalgaba: ahora estaba envuelta en un guantelete pintado de azul que le había prestado Adolin. El guantelete de Dalinar tardaría días en volver a crecer. Más, si los parshendi intentaban desarrollar una armadura completa a partir del que había dejado. Fracasarían, mientras los armeros de Dalinar suministraran luz tormentosa a su armadura. El guantelete abandonado se degradaría y convertiría en polvo, y uno nuevo crecería para Dalinar.
Por ahora, llevaba el de Adolin. Habían recogido todas las gemas infusas entre los dos mil seiscientos hombres y usaron esa luz tormentosa para recargar y reforzar su armadura. Todavía estaba marcada por las grietas. Sanar tanto daño como había sufrido tardaría días, pero la armadura era de nuevo adecuada para luchar, si llegaban a eso.
Necesitaba asegurarse de que no fuera así. Pretendía enfrentarse a Sadeas, y quería estar acorazado cuando lo hiciera. De hecho, quería llegar en tromba al campamento de Sadeas y declararle la guerra formal a su «viejo amigo.» Quizás invocar su espada y matarlo.
Pero no lo haría. Sus soldados estaban demasiado débiles, su posición demasiado delicada. Una guerra formal lo destruiría a él y al reino. Tenía que hacer otra cosa. Algo que protegiera el reino. Ya llegaría la venganza. Con el tiempo. Alezkar era lo primero.
Bajó el puño con el guantelete azul, sujetando las riendas de
Galante
. Adolin galopaba a poca distancia. Habían reparado su armadura también, aunque ahora le faltaba un guantelete. Al principio, Dalinar había rechazado el guantelete de su hijo, pero había cedido a la lógica. Si uno tenía que apañárselas sin él, debería ser el más joven de los dos. Dentro de la armadura esquirlada sus diferencias de edad no importaban, pero, por fuera, Adolin era un joven de veintipocos años y Dalinar era un hombre maduro de más de cincuenta.
Seguía sin saber qué pensar de sus visiones, y su aparente fallo al decirle que confiara en Sadeas. Abordaría eso más tarde. Un paso cada vez.
—Elthal —llamó. El oficial de más alto rango que había sobrevivido al desastre, un hombre ágil de rostro distinguido y fino bigote, llevaba el brazo en cabestrillo. Había sido uno de los que habían defendido la brecha junto a Dalinar durante la última parte de la batalla.
—¿Sí, brillante señor? —preguntó Elthal, corriendo hacia Dalinar. Todos los caballos excepto los dos ryshadios cargaban con heridos.
—Lleva a los heridos a mi campamento. Luego dile a Tweleb que ponga todo el campamento en alerta. Moviliza a las compañías restantes.
—Sí, brillante señor —dijo el hombre, saludando—. Brillante señor, ¿para qué les digo que se preparen?
—Para cualquier cosa. Pero esperemos que para nada.
—Comprendo, brillante señor —dijo Elthal, y se marchó a cumplimentar las órdenes.
Dalinar hizo volver grupas a
Galante
para acercarse al grupo de hombres del puente, que seguían todavía a su sombrío líder, un hombre llamado Kaladin. Habían dejado su puente en cuanto llegaron a los puentes permanentes. Sadeas podía mandarlo traer más tarde.
Los hombres se detuvieron al verlo acercarse, con aspecto de estar tan cansados como él mismo. Se colocaron en una formación sutilmente hostil. Se aferraron a sus lanzas, como si estuvieran convencidos de que iba a intentar quitárselas. Lo habían salvado, pero estaba claro que no se fiaban de él.
—Voy a enviar a mis heridos de vuelta a mi campamento —dijo Dalinar—. Deberíais ir con ellos.
—¿Vas a hablar con Sadeas? —preguntó Kaladin.
—He de hacerlo. —«Tengo que saber por qué hizo lo que hizo.»—. Compraré vuestra libertad cuando lo haga.
—Entonces me quedo contigo —dijo Kaladin.
—Yo también —intervino un hombre con rostro de halcón a un lado. Pronto todos los hombres del puente exigieron quedarse.
Kaladin se volvió hacia ellos.
—Debería enviaros de vuelta.
—¿Qué? —preguntó un hombre mayor de barba corta y gris—. ¿Tú puedes arriesgarte, pero nosotros no? Tenemos hombres en el campamento de Sadeas. Tenemos que sacarlos de allí. Como mínimo, tenemos que permanecer juntos. Terminar con esto.
Los demás asintieron. Una vez más, Dalinar se sorprendió por su disciplina. Cada vez estaba más convencido de que Sadeas no tenía nada que ver con eso. Era este hombre quien los lideraba. Aunque sus ojos eran marrones, se comportaba como un brillante señor.
Bueno, si no querían irse, no podía obligarlos. Continuó cabalgando, y pronto casi un millar de soldados de Dalinar se separaron y marcharon al sur, hacia su campamento. Los demás continuaron hacia el campamento de Sadeas. A medida que se acercaban, Dalinar advirtió un pequeño grupo reunido en el último abismo. Dos figuras en concreto destacaban al frente. Renarin y Navani.
—¿Qué están haciendo en el campamento de Sadeas? —preguntó Adolin, sonriendo a pesar de la fatiga, mientras se acercaba a lomos de
Sangre Segura
.
—No lo sé —respondió Dalinar—. Pero el Padre Tormenta los bendiga por haber venido.
Al ver sus rostros agradecidos, empezó a sentir, por fin, que había sobrevivido al día.
Galante
cruzó el último puente. Renarin estaba allí esperando, y Dalinar se regocijó.
Por una vez, el muchacho mostraba auténtica alegría. Dalinar desmontó y abrazó a su hijo.
—¡Padre, estás vivo! —dijo Renarin.
Adolin se echó a reír y desmontó también, la armadura resonando. Renarin se libró del abrazo y agarró a Adolin por el hombro, golpeando levemente la armadura con la otra mano y sonriendo ampliamente. Dalinar sonrió también, y se volvió a mirar a Navani. Ella estaba allí de pie con las manos unidas, levantando una ceja. Su rostro, extrañamente, tenía unas cuantas manchas de pintura roja.
—Ni siquiera te has preocupado ¿no? —le dijo.
—¿Preocuparme? —preguntó ella. Lo miró a los ojos y, por primera vez, él advirtió que estaban enrojecidos—. Estaba aterrada.
Y entonces Dalinar se encontró envolviéndola en un abrazo. Tuvo que tener cuidado porque llevaba puesta la armadura esquirlada, pero pudo sentir la seda de su vestido, y el yelmo que le faltaba le permitió oler el dulce aroma floral de su jabón perfumado. La abrazó con toda la fuerza de la que fue capaz de atreverse, inclinó la cabeza y hundió la nariz en su cabello.
—Hmm —advirtió ella cálidamente—, parece que me has echado de menos. Los demás están mirando. Hablarán.
—No me importa.
—Hmmm. Parece que me has echado
mucho
de menos.
—En el campo de batalla —rezongó él—, pensé que iba a morir. Y me di cuenta de que estaba bien. —Ella echó la cabeza atrás, confundida—. He pasado demasiado tiempo preocupándome por lo que piensa la gente, Navani. Cuando creí que había llegado mi hora, me di cuenta de que todas mis preocupaciones habían sido en vano. A final, me resigné por cómo había vivido mi vida.
La miró, y luego mentalmente soltó su guantelete derecho, dejando que cayera al suelo con un tañido. Extendió la mano encallecida y la cogió por la barbilla.
—Solo tenía dos pesares. Uno por ti, y otro por Renarin.
—¿Entonces estás diciendo que puedes morir, y no pasa nada?
—No —dijo él—. Lo que estoy diciendo es que me enfrenté a la eternidad, y vi la paz allí. Eso cambiará mi forma de vivir.
—¿Sin toda la culpa?
Él vaciló.
—Tratándose de mí, dudo que desaparezca por completo. El final era paz, pero vivir…, eso es una tempestad. Con todo, ahora veo las cosas de forma distinta. Es hora de dejarme manipular por mentirosos. —Alzó la cabeza hacia el risco, donde se reunían más soldados de verde—. Sigo pensando en una de las visiones, la última —dijo en voz baja—, donde conocí a Nohadon. Rechazó mi sugerencia de que escribiera su sabiduría. Hay algo más. Algo que necesito aprender.
—¿Qué? —preguntó Navani.
—No lo sé todavía. Pero estoy a punto de descubrirlo. —La atrajo de nuevo, la mano en la nuca, palpando su pelo. Deseó que la armadura desapareciera, para que el metal no la separara de ella.
Pero todavía no había llegado el momento para eso. Reacio, la soltó y se volvió un lado, donde Adolin y Renarin los miraban incómodos. Sus soldados observaban al ejército de Sadeas, que se congregaba en el risco.
«No puedo dejar que esto acabe en un baño de sangre. Pero tampoco voy a volver a mi campamento sin enfrentarme a él», pensó Dalinar, agachándose y poniendo la mano sobre el guantelete caído. Las correas se tensaron, conectando con el resto de la armadura. Al menos, tenía que saber el propósito de la traición. Todo iba bien hasta entonces.
Además, estaba el asunto de su promesa a los hombres del puente. Dalinar subió la pendiente, la capa azul manchada de sangre ondeando tras él. Adolin lo acompañó a un lado, Navani al otro. Renarin los siguió. Los mil seiscientos soldados restantes marcharon también.
—Padre… —dijo Adolin, mirando a las tropas hostiles.
—No invoques tu espada. Esto no llegará a las manos.
—Sadeas os abandonó, ¿verdad? —preguntó Navani en voz baja, los ojos encendidos de furia.
—No solo nos abandonó —escupió Adolin—. Nos tendió una trampa y luego nos traicionó.
—Sobrevivimos —dijo Dalinar con firmeza. El camino ante ellos se despejaba. Sabía lo que tenía que hacer—. No nos atacará aquí, pero puede intentar provocarnos. Mantén tu espada en la bruma, Adolin, y no dejes que nuestros soldados cometan ningún error.
Los soldados de verde les abrieron paso, reacios, blandiendo sus lanzas. Hostiles. A un lado, Kaladin y sus hombres del puente caminaban cerca de la línea frontal de las fuerzas de Dalinar.
Adolin no invocó su espada, aunque miró con desprecio a los soldados de Sadeas que los rodeaban. Los hombres de Dalinar no podían sentirse cómodos viéndose rodeados por enemigos de nuevo, pero lo siguieron hasta la zona de reunión. Sadeas se había adelantado. El traicionero alto príncipe esperaba cruzado de brazos, todavía con su armadura esquirlada, el pelo negro rizado aleteando con la brisa. Alguien había quemado un enorme glifo
thath
en las piedras, y Sadeas ocupaba el centro.
Justicia. Había algo magníficamente apropiado en que Sadeas estuviera allí de pie, pisoteando la justicia.