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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (163 page)

BOOK: El camino de los reyes
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—¡Dalinar, viejo amigo! —exclamó—. Parece que sobreestimé las probabilidades en tu contra. Pido disculpas por retirarme cuando aún corrías peligro, pero la seguridad de mis hombres era lo primero. Estoy seguro de que comprendes.

Dalinar se detuvo a corta distancia de Sadeas. Los dos se miraron el uno al otro, los ejércitos tensos. Una fría brisa agitó el toldo que había detrás de Sadeas.

—Naturalmente —dijo Dalinar, con voz tranquila—. Hiciste lo que tenías que hacer.

Sadeas quedó visiblemente relajado, aunque se pudo oír el murmullo de varios de los soldados de Dalinar. Adolin los hizo callar con una mirada.

Dalinar se volvió e indicó que se retiraran. Navani alzó una ceja, pero se marchó con los otros cuando la instó a hacerlo. Dalinar volvió a mirar a Sadeas, y este, curioso, ordenó a sus propios ayudantes que retrocedieran.

Dalinar se acerco al borde del glifo
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, y Sadeas avanzó hasta que solo los separaron unos centímetros. Eran de la misma altura. A esa distancia, Dalinar creía poder ver la tensión y la ira en los ojos de Sadeas. Su supervivencia había echado a perder meses de planificación.

—Necesito saber el porqué —preguntó Dalinar, en voz tan baja que nadie más que Sadeas pudo oírlo.

—Por mi juramento, viejo amigo.

—¿Qué? —Dalinar cerró los puños.

—Juramos algo juntos, hace años. —Sadeas suspiró, se dejó de pretensiones y habló abiertamente—. Proteger a Elhokar. Proteger este reino.

—¡Eso es lo que yo estaba haciendo! Los dos teníamos el mismo objetivo. Y estábamos luchando juntos, Sadeas. Estaba funcionando.

—Sí. Pero confío en poder derrotar a los parshendi sin ayuda de nadie. Todo lo que hemos hecho juntos puedo lograrlo dividiendo mi ejército en dos: un parte para que se adelante, otra mayor para que continúe. Tuve que correr el riesgo de eliminarte. Dalinar, ¿no lo comprendes? Gavilar murió por su debilidad. Yo quise atacar a los parshendi desde el principio, conquistarlos. Él insistió en un tratado que condujo a su muerte.

»Ahora tú empiezas a actuar igual que él. Esas mismas ideas, la misma forma de hablar. A través de ti empiezan a infectar a Elhokar. Se viste como tú. Me habla de los Códigos, y de que deberíamos insistir en imponerlos en la práctica de todos los campamentos. Está empezando a pensar en…, retirarse.

—¿Y quieres hacerme creer que esto es un acto de honor? —rugió Dalinar.

—En absoluto —rio Sadeas—. Me he esforzado durante años para convertirme en el consejero de mayor confianza de Elhokar…, pero siempre estabas tú, distrayéndolo, llamando su atención a pesar de mis esfuerzos. No fingiré que esto fue solo por honor, aunque había una parte de eso también. Al final, solo quería quitarte de en medio. —La voz de Sadeas se tornó fría—. Pero te estás volviendo loco, viejo amigo. Puedes llamarme mentiroso, pero hice lo que hice hoy como un acto de clemencia. Una manera de dejarte morir con gloria, en vez de verte hundirte cada vez más. Al dejar que los parshendi te mataran, podía proteger de ti a Elhokar y convertirte en un símbolo para recordarle a los demás lo que están haciendo realmente aquí. Tu muerte podría haber sido lo que nos uniera finalmente. Es irónico, si lo consideras.

Dalinar tomó aire y lo expulsó. Era difícil no permitir que su ira, su indignación, lo consumieran.

—Entonces dime una cosa. ¿Por qué no achacarme el intento de asesinato? ¿Por qué declararme inocente, si solo buscabas traicionarme más tarde?

Sadeas bufó suavemente.

—Bah. Nadie habría creído de verdad que intentaste asesinar al rey. Harían comentarios, pero no lo creerían. Con echarte la culpa demasiado rápidamente habría corrido el riesgo de implicarme. —Sacudió la cabeza—. Creo que Elhokar sabe quién intentó matarlo. Me lo admitió, aunque no quiso darme el nombre.

«¿Qué? —pensó Dalinar—. ¿Lo sabe? ¿Pero…, cómo? ¿Por qué no nos dice quién?» Dalinar ajustó sus planes. No estaba seguro de si Sadeas estaba diciendo la verdad, pero si así era, podría utilizar esta información.

—Sabe que no fuiste tú —continuó Sadeas—. Puedo verlo en él, aunque no se da cuenta de lo transparente que es. Elhokar te habría defendido, y yo podría haber perdido el puesto de alto príncipe de información. Pero me dio una magnífica oportunidad de hacer que confiaras de nuevo en mí.

«Únelos…» Las visiones. Pero el hombre que hablaba con Dalinar en ellas se había equivocado completamente. Al actuar con honor, Dalinar no había conseguido la lealtad de Sadeas. Solo lo había dejado expuesto a la traición.

—Si esto significa algo —dijo Sadeas ociosamente—, te aprecio. De verdad. Pero eres un obstáculo en mi camino, y una fuerza que actúa, sin saberlo siquiera, para destruir el reino de Gavilar. Cuando se presentó la oportunidad, la aproveché.

—No fue simplemente una oportunidad conveniente. Preparaste esto, Sadeas.

—Lo planeé, porque planeo constantemente. No siempre actúo según mis opciones. Hoy lo hice.

Dalinar hizo una mueca.

—Bueno, hoy me has demostrado algo, Sadeas: me lo has demostrado al intentar eliminarme.

—¿Y qué ha sido? —preguntó Sadeas, divertido.

—Me has demostrado que todavía soy una amenaza.

Los altos príncipes continuaban su conversación en voz baja. Kaladin permanecía al lado de los soldados de Dalinar junto con los miembros del Puente Cuatro, agotado.

Sadeas les dirigió una mirada. Matal se encontraba entre la multitud, y había estado observando al equipo de Kaladin todo el tiempo, el rostro enrojecido. Probablemente sabía que sería castigado, como lo había sido Lamaril. Tendrían que haber aprendido. Tendrían que haber matado a Kaladin al principio.

«Lo intentaron —pensó—. Fracasaron.»

No sabía lo que le había sucedido, qué había pasado con Syl y las palabras en su cabeza. Parecía que la luz tormentosa funcionaba mejor con él ahora. Había sido más potente, más poderosa. Pero ahora había desaparecido y se sentía muy cansado. Se había esforzado, junto con el Puente Cuatro, demasiado.

Tal vez tendrían que haber ido al campamento de Kholin. Pero Teft tenía razón: había que acabar con esto de una vez.

«Lo prometió —pensó Kaladin—. Prometió que nos liberaría de Sadeas.»

Y sin embargo, ¿dónde lo habían llevado en el pasado las promesas de los ojos claros?

Los altos príncipes interrumpieron su coloquio, se separaron, y dieron un paso atrás cada uno.

—Bien —dijo Sadeas en voz alta—, tus hombres están claramente cansados, Dalinar. Podemos hablar más tarde de qué salió mal, aunque creo que podemos dar por hecho que nuestra alianza ha demostrado ser impracticable.

—Impracticable. Una forma suave de expresarlo —Dalinar señaló con la cabeza a los hombres del puente—. Me llevaré a esos hombres a mi campamento.

—Me temo que no puedo desprenderme de ellos.

El corazón de Dalinar se vino abajo.

—Sin duda no valdrán mucho para ti —dijo Dalinar—. Dame tu precio.

—No pretendo vender.

—Pagaré sesenta broams de esmeralda por hombre —dijo Dalinar. Eso provocó susurros en los soldados de ambos bandos. Era fácilmente veinte veces el precio de un buen esclavo.

—Ni por mil cada uno, Dalinar —dijo Sadeas. Kaladin pudo ver en sus ojos la muerte de sus hombres—. Coge a tus soldados y vete. Deja aquí mi propiedad.

—No me presiones en esto, Sadeas.

De repente la tensión regresó. Los oficiales de Dalinar llevaron las manos a sus espadas, y sus lanceros se prepararon, aferrando las empuñaduras de sus armas.

—¿Que no te presione? —preguntó Sadeas—. ¿Qué clase de amenaza es esa? Sal de mi campamento. Está claro que no hay nada más entre nosotros. Si intentas robarme mi propiedad, tendré todas las justificaciones para atacarte.

Dalinar no se movió. Parecía confiado, aunque Kaladin no veía ningún motivo para ello. «Y así muere otra promesa», pensó, dándose media vuelta. En el fondo, pese a todas sus buenas intenciones, este Dalinar Kholin era igual que los demás.

Detrás de Kaladin, los hombres dejaron escapar un jadeo de sorpresa.

Kaladin se detuvo, se volvió sobre sus talones. Dalinar Kholin había invocado su enorme espada esquirlada, que goteaba perlas de agua. Su armadura humeaba débilmente, la luz tormentosa fluía por las grietas.

Sadeas retrocedió, los ojos espantados. Sus guardias de honor desenvainaron sus espadas. Adolin Kholin se llevó la mano al costado, al parecer para empezar a invocar su propia espada esquirlada.

Dalinar dio un paso al frente y clavó su espada en mitad del ennegrecido glifo de la piedra. Dio un paso atrás.

—Por los hombres del puente —dijo.

Sadeas parpadeó. Los murmullos se apagaron, y todos parecieron demasiado anonadados para respirar siquiera.

—¿Qué?

—La espada —dijo Dalinar, su voz firme se transmitió en el aire—. A cambio de tus hombres de los puentes. Todos ellos. Todos los que tienes en tu campamento. Son míos, para hacer con ellos lo que se me antoje, y nunca los volverás a tocar. A cambio, te quedas con la espada.

Sadeas miró la hoja, incrédulo.

—Esta arma vale fortunas. Ciudades, palacios, reinos.

—¿Tenemos un trato? —preguntó Dalinar.

—¡Padre, no! —gritó Adolin Kholin, mientras su espada aparecía en su mano—. No…

Dalinar alzó una mano, haciendo callar al joven. No apartó la mirada de Sadeas.

—¿Tenemos un trato? —preguntó, recalcando cada palabra.

Kaladin se quedó mirando, incapaz de moverse, incapaz de pensar.

Sadeas miró la espada esquirlada, los ojos llenos de ansia. Miró a Kaladin, vaciló un instante, y luego extendió la mano y agarró la espada por la empuñadura.

—Quédate con esas malditas criaturas.

Dalinar asintió y dio media vuelta.

—Vámonos —le dijo a su séquito.

—No valen nada, ¿sabes? —dijo Sadeas—. ¡Eres de los diez locos, Dalinar Kholin! ¿No ves lo loco que estás? ¡Esto será recordado como la decisión más ridícula jamás tomada por un alto príncipe alezi!

Dalinar no se volvió. Se acercó a Kaladin y los otros miembros del Puente Cuatro.

—Id —les dijo, amablemente—. Recoged vuestras cosas y a los hombres que dejasteis atrás. Enviaré soldados con vosotros para que actúen como guardias. Dejad los puentes y venid rápido a mi campamento. Allí estaréis a salvo. Tenéis mi palabra de honor.

Empezó a retirarse.

Kaladin salió de su estupor. Corrió tras el alto príncipe y lo cogió por el brazo acorazado.

—Espera. Tú…, eso… ¿Qué es lo que acaba de suceder?

Dalinar se volvió a mirarlo. Entonces, el alto príncipe le puso una mano en el hombro, el guantelete brillando azul, disparejo con el resto de su armadura gris pizarra.

—No sé qué os han hecho. Solo puedo imaginar cómo han sido vuestras vidas. Pero debes saber esto: no seréis hombres de los puentes en mi campamento, ni seréis esclavos.

—Pero…

—¿Qué vale la vida de un hombre? —preguntó Dalinar en voz baja.

—Los esclavistas dicen que unos dos broams de esmeralda —respondió Kaladin, frunciendo el ceño.

—¿Y tú qué dices?

—Una vida no tiene precio —dijo inmediatamente, citando a su padre.

Dalinar sonrió, las arrugas se extendieron desde las comisuras de sus ojos.

—Casualmente, es el valor exacto de una espada esquirlada. Así que hoy tus hombres y tú os sacrificasteis para comprarme dos mil seiscientas vidas sin precio. Y todo lo que tuve que hacer para reparar la deuda fue una sola espada sin precio. Yo diría que es una ganga.

—¿De verdad crees haber hecho un buen negocio? —dijo Kaladin, sorprendido.

Dalinar sonrió de un modo que a Kaladin se le antojó increíblemente paternal.

—¿Por mi honor? Incuestionablemente. Ve y lleva a tus hombres a lugar seguro, soldado. Más tarde te haré unas preguntas.

Kaladin miró a Sadeas, que empuñaba asombrado su nueva espada.

—Dijiste que ibas a encargarte de Sadeas. ¿Es esto lo que pretendías?

—Esto no ha sido encargarme de Sadeas. Ha sido encargarme de ti y de tus hombres. Todavía tengo mucho trabajo que hacer hoy.

Encontró al rey Elhokar en el salón de su palacio.

Dalinar asintió una vez más a los guardias de fuera, y entonces cerró la puerta. Parecían preocupados. Y bien deberían: sus órdenes habían sido extrañas. Pero harían lo que se les había dicho. Llevaban los colores del rey, azul y dorado, pero eran hombres de Dalinar, escogidos específicamente por su lealtad.

La puerta se cerró de golpe. El rey estaba mirando uno de sus mapas, ataviado con su armadura esquirlada.

—Ah, tío —dijo, volviéndose hacia Dalinar—. Bien. Quería hablar contigo. ¿Conoces esos rumores sobre mi madre y tú? Comprendo que no puede estar pasando nada indecoroso, pero me preocupa lo que piense la gente.

Dalinar cruzó la sala, las botas resonando en la rica alfombra. Diamantes infusos colgaban en las esquinas, y las paredes talladas tenían diminutos chips de cuarzo para que chispearan y reflejaran la luz.

—Sinceramente, tío —dijo Elhokar, sacudiendo la cabez—. Me estoy cansando de tu reputación en el campamento. Lo que dicen habla mal de ti, y…

Se calló cuando Dalinar se detuvo a un paso de él.

—¿Tío? ¿Va todo bien? Mis guardias me informaron de algún tipo de incidente con tu ataque a la meseta, pero tenía la mente llena de otras cosas. ¿Me he perdido algo vital?

—Sí —respondió Dalinar. Entonces alzó la pierna y le dio una patada al rey en el pecho.

La fuerza del golpe lanzó a Elhokar contra la mesa. La fina madera se astilló cuando la pesada armadura esquirlada le cayó encima. Elhokar golpeó el suelo y su peto se agrietó un poco. Dalinar se le acercó y le descargó otra patada en el costado, quebrando de nuevo el peto.

El rey empezó a gritar de pánico.

—¡Guardias! ¡A mí! ¡Guardias!

No vino nadie. Dalinar volvió a darle una patada, y Elhokar maldijo y detuvo su bota. Dalinar gruñó, pero se agachó y agarró a Elhokar por el brazo y lo puso en pie de un tirón, lanzándolo a un lado de la sala. El rey se desplomó sobre la alfombra y chocó contra una silla. La madera se quebró y las astillas salieron por los aires.

Con los ojos espantados, Elhokar se puso en pie. Dalinar avanzó hacia él.

—¿Qué te ocurre, tío? —chilló Elhokar—. ¡Estás loco! ¡Guardias! ¡Un asesino en la cámara del rey! ¡Guardias!

Elhokar trató de echar a correr hacia la puerta, pero Dalinar cargó con el hombro contra el rey, derribándolo de nuevo.

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